El Pez y la Flecha. Revista de Investigaciones Literarias
Sección Flecha
Vol. 3, núm. 6, mayo-agosto 2023
Instituto de Investigaciones Lingüístico-Literarias, Universidad Veracruzana
Dos libros imposibles de José de la Colina
Two Impossible Books by José de la Colina
Pablo Muñoz Covarrubiasa 0000-0002-3950-1123
aUniversidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa, México juanpablomunozcovarrubias@gmail.com
Resumen:
Entre los escritores que nacieron en España, pero vivieron y trabajaron en México a causa de la Guerra Civil, José de la Colina destaca por la calidad de sus relatos y la maestría desplegada en sus ensayos. Aunque de la Colina publicó varios volúmenes, no todos sus proyectos literarios culminaron en la publicación, por lo que el propósito de este ensayo es investigar las obras que no se difundieron, especialmente El libro para las tardes del domingo y La mar de en medio. Gracias a la existencia de los prólogos, es posible imaginar su contenido y la vital importancia que tuvieron para el autor. El primer libro debería haberse publicado cuando el escritor tenía 17 años; y el segundo contendría su reflexión más completa sobre el exilio.
Palabras clave: José de la Colina; exilio; hispanomexicano; literatura mexicana; prólogo.
Abstract:
Among the writers who were born in Spain but lived and worked in Mexico because of the Civil War, José de la Colina stands out for the quality of his short stories and the mastery displayed in his always interesting essays. During his lifetime, de la Colina published several volumes and became an illustrious journalist. Not all his literary projects produced books. It is the purpose of this essay to investigate some of his works that did not see the light of day, specially El libro para las tardes del domingo y La mar de en medio. By analyzing their prologues, it is possible to imagine their content and their vital importance. The first book should have been published at the age of 17 and the second was going to be his most complete reflection on exile.
Keywords: José de la Colina; exile; hispanomexican; Mexican Literature; prologue.
Recibido: 14 de diciembre de 2022
Dictaminado: 10 de marzo de 2023
Aceptado: 21 de marzo de 2023
pero allí está el cementerio de los libros muertos, de los libros mudos e ignorados.
Otaola, La librería de Arana. Historia y fantasía.
Introducción
Todo autor posee una biblioteca con los libros que no pudo escribir, con páginas que se arrumban en algún rincón entre la memoria y el olvido. Conocemos algo acerca de esas páginas por los adelantos que se incluyen en algunas revistas o periódicos, por las declaraciones públicas del escritor particular, por la revisión póstuma de los archivos donde se hallan algunas pistas de lo que pudo ser y sencillamente no fue. Como bien lo estableció George Steiner (2014) en un proyecto en que buscó restaurar dichas ausencias dentro de su biblioteca personal: “Un libro no escrito es algo más que un vacío. Acompaña a la obra que uno ha hecho como una sombra irónica y triste. Es una de las vidas que podríamos haber vivido, uno de los viajes que nunca emprendimos” (p. 11).
Es mi propósito en las siguientes páginas trazar la historia de dos vacíos dentro de la carrera literaria de José de la Colina, fundamental cuentista, ensayista, traductor, editor y crítico de cine de la segunda generación del exilio en México. Por una parte, el vacío del que pudo convertirse en su primer libro: Libro para la tarde del domingo, volumen que iba a agrupar los primeros cuentos y ensayos del artista adolescente que alguna vez fue y el cual no se publicó por motivos, según parece, pecuniarios. Por otro lado, el vacío de la que estaba llamada a ser su obra más personal o íntima: La mar de en medio, una novela o una recopilación de ensayos para mantener vivas las voces, los recuerdos, las palabras, los pasajes de aquellos españoles que se vieron forzados a abandonar su patria, por culpa de la victoria franquista, y a vivir del otro lado del océano. De acuerdo con Fernando García Ramírez (2019), hay por lo menos un libro más que José de la Colina quiso escribir y del que habló a sus amigos: una novela acerca de San Juan de la Cruz, uno de sus poetas favoritos y sin duda una de las voces infaltables de la poesía en lengua española de todos los siglos. No contamos tampoco con esta obra, pero sí con un breve y poético relato en que el cuentista hispanomexicano recrea una imagen singular de la vida del monje carmelita en la cárcel, tras el acoso de sus implacables enemigos, y que debió convertirse en un fragmento de una novela imposible.1
He escogido aquí revisar la obra inicial del adolescente y aquella otra que debió servir como testamento del hombre maduro y nostálgico. He de estudiar, pues, dos de “los libros mudos e ignorados” de José de la Colina. Mi trabajo plantea una revisión descriptiva de un corpus hipotético. Sin embargo, el análisis de los prólogos de ambas obras me servirá para aclarar y confirmar ciertos aspectos esenciales. Jorge Luis Borges (1998) alguna vez soñó con la posibilidad de escribir prólogos para obras fantasmales, “una serie de prólogos de libros que no existen” (p. 10). Aquí la idea de lo inexistente posee, sin duda, otros
Libropara la tarde del domingo
Entre los ensayos autobiográficos de José de la Colina, es indispen- sable recordar aquí “Luis Buñuel y Los olvidados”, no sólo por lo que se lee acerca de la famosa película del director aragonés, sino por las informaciones en torno al descubrimiento de una vocación literaria, que lo llevó a escribir su primer libro, Libro para la tarde del domingo, el cual quedó inédito. Si decidimos creer en lo que apuntó De la Colina, él estuvo muy cerca de interpretar uno de los personajes más memorables de la cinta buñueliana.2 En la página inicial, recordó el ensayista su nula disposición para seguir con una carrera académica, hecho que decepcionó a su padre, el cual soñó alguna vez con ver a su hijo convertido en un hombre con una profesión liberal:
Cuando mi deserción de la escuela fue descubierta, hubo no sé cuántas semanas de broncas diarias con mi padre, súbitamente desilusionado por haber estado ilusionado de siempre con que mi hermano Raúl y yo abrazaríamos (¿como a una hermosa muchacha o como una tabla de salvación?) la ingeniería o la arquitectura, es decir, que estudiaríamos una de esas carreras que los españoles de su gene- ración llamaban liberales y que los obreros deseaban para sus hijos como una puerta de salida de la condición proletaria; y cuando finalmente, con una voz que el calor del regaño había vuelto casi afónica, con una falsa calma que denotaba la ira retenida y acumulándose para volver a estallar, me preguntó: Bueno, sin no vas a estudiar más, ¿quieres hacer el favor de decirme qué vas a hacer?, yo no me atreví a responderle que escritor o pintor o actor, ya me tenía más que sabido lo que él pensaba de abrazar esas no carreras, sino quimeras, pues, como me había dicho muchas veces, ni las letras ni las artes solían dar para ganarse la vida, antes que nada había que hacerse de una profesión seria, fruto de estudios serios, que llevaran a trabajos regulares y decentemente pagados y por tanto igualmente serios, y luego, sólo después de logrado eso, ya podía uno en sus bien ganados ocios abandonarse a la veleidad de ser escritor, pintor, violinista y hasta cómico o torero (De la Colina, 2005b, p. 188).
Entre los trabajos que José de la Colina desempeñó –y de los cuales él da cuenta en el mismo ensayo–, estuvieron los de recadero y office boy. Aquel joven, sin embargo, identificó tres posibles caminos, que nada tenían que ver con el sueño de su progenitor y que compartían todos la creatividad en su ejecución: “Yo tenía entonces tres nebulosas vocaciones: la escritura, el dibujo y la actuación, y las tres las practicaba: escribía cuentos y poemas, dibujaba retratos, paisajes e historietas, y actuaba con la sola vez en los dominicales apólogos dramatizados del programa radiofónico para niños La Legión de los Madrugadores” (2005b, p. 190). En el mismo texto autobiográfico, recordó De la Colina su trabajo como guionista para la radio y la apasionada carta que escribió y mandó a un periódico para defender Los olvidados, película que tuvo, como bien se sabe, una corrida demasiado breve en los cines en México, por la inconformidad del gobierno con la honesta imagen que allí se hallaba de la realidad nacional de la época. En el Diccionario biobibliográfico de los escritores, editoriales y revistas del exilio republicano de 1939, obra editada y coordinada por Manuel Azaña Soler y José Ramón López-García, quedó consignado que a los 14 o 15 años José de la Colina publicó en la revista Diógenes un conjunto de curiosas entrevistas, por ejemplo, a la pipa de Winston Churchill. La sección llevó por título el de “Entrevistas soñadas”.
Fue a los 17 años cuando tuvo el joven artista entre sus manos el borrador del Libro para la tarde del domingo, un conjunto de cuentos y ensayos que debieron servirle para que comenzara su trato con el ambiente literario, con los lectores, y para que fuera un autor con una obra ya publicada. En otro ensayo autobiográfico, “Del aquelarre”, José de la Colina (2005b) explicó el motivo por el cual la obra no salió a la luz. En sus páginas, relata la manera en que un grupo de amigos solían –exiliados e hijos de los exiliados– reunirse para discutir todos los temas posibles, menos aquellos que tuviesen que ver, curiosamente, con la Guerra Civil y el destierro. Legendarias fueron las reuniones en que se juntaron los amigos en el restaurante El Hórreo, muy cerca de la Alameda Central, para conversar con frecuencia acerca de las cosas literarias, entre ellos, poetas de innegable envergadura como León Felipe y Pedro Garfias. Al calor de las bromas, de las copas y de la compañía cordial y juguetona, fue que se denominaron como el Aquelarre. Simón Otaola (1999) lo definió como “un haz de amigos y puede pasar por un manojo de pájaros de todos los colores” (p. 266). El nombre del grupo también sirvió para designar un proyecto editorial, en que fueron apareciendo, poco a poco, algunas obras de los amigos:
Ya que la literatura era una de las pasiones centrales del grupo Aquelarre, surgió pronto el eterno espejismo de los escritores: la editorial para ellos solos; y se inició la Colección Aquelarre, en la que se cobijaban ediciones de autor, cuyo emblema, dibujado por Rivero Gil, era un escudo en el que una bruja cabalgaba su escoba en el cielo nocturno y en la que [Francisco] Pina publicó su apasionada biografía de Chaplin, Otaola su historia anecdótica del exilio español y del Aquelarre, La librería de Arana, y la crónica sentimental y humorística del pueblo guanajuatense San Felipe Torremochas, Los tordos en el pirul, Alvarito de Albornoz la risueña y melancólica novela Los niños, las niñas y mi perra, Arana sus breves novelas unamunianas El cura de Almunacied y Verturian, Enrique Calleja el ensayo sobre la mexicana Décima Musa Las tres celdas de sor Juana; y yo, además de hacer dibujos para La librería de Arana, entre ellos las fachadas del Ateneo Español de México y de El Hórreo, estuve a punto de publicar (pero afortunadamente no tuve entonces pe- cunio para ello) mis primeros cuentos y ensayos bajo el título Libro para la tarde del domingo (De Colina, 2005b, p. 51).3
La aparición de su primera obra dentro de esta colección habría significado no sólo su salida literaria, sino también su adscripción dentro de un grupo de escritores, todos ellos marcados por las huellas del exilio en México. Era José de la Colina, notablemente, el más joven: apenas un adolescente, pero ya con un carácter formado para la discusión vívida, con una curiosidad formidable para el conocimiento de las personas, los libros y el cine, “polemista de bote y rebote”, de acuerdo con Otaola (1999, p. 263). En la cita, hay varios detalles que llaman la atención, más allá del repertorio de obras que De la Colina recuerda como pertenecientes al sello editorial: me refiero al asunto que ya antes apunté –la imposibilidad de que su libro fuera publicado por falta de dinero y la deducción, por tanto, de que los autores financiaban los costos de la imprenta–; la posición crítica frente a la propia obra de juventud –la alegría de que no haya sido publicada y, por tanto, que se trate de un libro, sin más, inexistente, imposible o vacío–; y el hecho de reunir en un sólo volumen textos de diversa índole genérica: cuentos y ensayos. Debió tratarse de una obra, si no melancólica, por lo menos de algún modo congruente con el estado anímico que, por regular, acapara a los hombres y a las mujeres en los momentos últimos del fin de la semana.
Para conocer este libro de José de la Colina, contamos con una fuente indispensable: el prólogo que escribió su amigo Otaola. Se trata entonces de un prólogo para un libro que no existe o que no llegó hasta nuestros ojos. Otaola incluyó el prólogo en su carnavalesca crónica del exilio, La librería de Arana. Historia y fantasía, de 1952, editada también por el sello del Aquelarre. En sus páginas, se encuentra el retrato alegre, más allá de la melancolía y del des- ajuste psíquico y espiritual de los exiliados, de los personajes que aprendieron a hacer su vida en México, de sus amigos y también de muchos de los miembros de la cultura literaria del exilio, entre ellos, desde luego, los jóvenes escritores hispanomexicanos: Luis Rius, Arturo Souto Alabarce, etc. Un capítulo entero lo dedica a presentar a José de la Colina y el Libro para la tarde del domingo. Y lo enmarca con un título de clarísima estirpe joyciana: “Retrato de un joven escritor” –se trata, al decir de Gérard Genette, de un prólogo alógrafo, redactado no por el autor, sino por alguien más, y cuya personalidad se identifica. Abundan allí los comentarios humorísticos y el recuento de las anécdotas y las ingeniosas salidas de José de la Colina en los intercambios verbales. Para explicar la inserción de este prólogo dentro de su divertida crónica, escribió lo siguiente Otaola (1999):
Este capítulo corresponde en su calidad de prólogo, al libro inédito de José de la Colina, un muchacho joven, muy joven –dieciocho años– al que por su madurez literaria y forma de conducirse en la vida yo llamo “El señor de la Colina”.
El muchacho, diré, escribió un misterioso, bello y profundo libro titulado melancólicamente “Libro para la tarde del domingo”. Es su primera obra y sorprende su estilo, su manera de buscar obstinadamente lo extraordinario, su desenfado en el decir, su garbo en ese caminar por la vereda del misterio.
Sabía De la Colina que yo era el antropólogo feroz del grupo y él me pidió gustosamente lo que podría servirle de tarjeta de presentación. Hecho el prólogo resulta que, ahora, el libro tropieza con dificultades económicas para salir. ¡Qué fastidio!
Pero, en fin, ya que el muchacho no puede tener ese orgullo de mostrar su primer libro, como lo soñaba, tendrá que conformarse con ver, en la calle, su prólogo, este prólogo que, por no sé qué cantidad de tiempo, no tendrá libro que ponerse (p. 260).
La claridad de las palabras de Otaola es absoluta. Nos sirven bien para imaginar el ambiente de la época en que se debió de publicar el Libro para la tarde del domingo, la camaradería imperante, las dificultades para publicar. Con un guiño literario, y que sirvió para destacar la seriedad con que José de la Colina se tomaba la vida y el oficio de escribir, Otaola lo designa como “El señor de la Colina”, una frase que, obligadamente, nos tiene que hacer pensar en Montaigne, a quien Francisco de Quevedo solía referirse como “El señor de la montaña”. No debe de olvidarse la diferencia en las edades entre Otaola y su amigo José de la Colina: el primero nació en 1907 y el segundo en 1934. Estas fechas nos sirven para entender el efecto gracioso de esa buscada reverencialidad con que el hombre mayor trató al hombre de menor edad. Es llamativo que al recordar su estampa distinga la “tierna insolencia” con que solía conducirse De la Colina y la forma en que avasallaba a los interlocutores con quienes él deseaba discutir, sin olvidar nunca sus “vehemencias teóricas”. La primera imagen que rescata Otaola de su amigo es la de su llegada al Ateneo Español, uno de los enclaves de los intelectuales exiliados, y la solicitud suya para hablar con Francisco Pina, quien dictó una conferencia allí, acerca de Chaplin, y quien luego publicó un libro entero acerca del cómico, bajo el sello también del Aquelarre. Después, se agregan algunas de las características más de su curiosa personalidad: un talente entre solemne y gracioso, un deseo invariable por “escribir, escribir, escribir”. Es urgente señalar un aspecto que, por evidente, puede olvidarse y que marca la época: las relaciones estrechas entre los exiliados y los demás exiliados españoles, sin importar las diferencias generacionales: “¡Qué espectáculo ver esos setenta y cinco años de Samper y esos dieciocho (ayer diecisiete) de José de la Colina, enzarzados en una descomunal polémica!” (Otaola, 1999, p. 267).
Acerca de la composición del libro en cuestión, Otaola distingue varios aspectos relevantes de su escritura, en que él participa: los momentos compartidos en la amistad y las extravagantes inspiraciones en común, la entrega de las páginas para su comentario y para el examen amistoso y la lección que De la Colina recibió gracias a la lectura de uno de los autores preferidos del autor de La librería de Arana. Historia y fantasía: Ramón Gómez de la Serna. En cuanto al estilo y el contenido del Libro para la tarde del domingo, se destaca allí un rasgo primordial: la posibilidad de encontrar lo extraordinario en lo ordinario, tal y como lo dice la nota transcrita. Otaola (1999) insiste, con notable frecuencia, en la confrontación del escritor con el misterio. Por fortuna, en el prólogo se incluyen algunas citas del libro, que nos sirven para empezar a imaginar el tono de la prosa del joven escritor, el tratamiento y los temas:
Reconocemos la vejez del mundo, su falta de nuevas hormonas, su esterilidad. Vemos lo que el mundo tiene de museo en que todo es arcaico y repetido (p. 264).
Pintaba mujeres muertas. Prostitutas prestadas en los anfiteatros de los hospitales públicos, con las caras pintarrajeadas y las piernas desgoznadas. Las veía solas y perdidas en la frialdad de la sala y él era ya el único hombre que las iba a necesitar para algo. Se las llevaba con una falsa credencial de médico –nadie las reclamaba ya– y se dedicaba a pintar su retrato, solos él y ella en el cuarto desordenado y polvoriento (p. 267).
Parecía una pesadilla de la noche anterior que llegaba tarde, y, lo que era peor, también se lo imaginaron como un vendedor de pesadillas (p. 272).
El reloj había llegado a las doce y con las manecillas iba a alisarse el cabello. Sobre las camas los fantasmas de las camisas tenían gestos de crucificado (p. 272).
Tenemos una fuente que se llama El Fontejón, porque con el tiempo le han salido unos bigotes de limo que le quitan toda feminidad... A esa fuente, mejor dicho, a ese fontejón mandan a las muchachas por agua, pero ninguna mete en ella el cubo, porque El Fontejón tiene el agua de la ruptura con el novio y quedarían solteras toda la vida (p. 272)
Es fácil detectar en las citas rescatadas del Libro para la tarde del domingo algunos rasgos que de inmediato hacen pensar en el estilo de Gómez de la Serna, sobre todo por el particular ingenio y por el tratamiento conceptuoso y recargado con que describe cada elemento nuevo.4 No puede el autor dejar de resaltar los ángulos más inusitados, de rastrear las percepciones de quien se deja hechizar con entusiasmo por la realidad, de establecer algunos vínculos sorprendentes entre las realidades plurales. Hay algunas frases que nos pueden hacer pensar asimismo en las greguerías, en el corazón del sistema estético ramoniano: por ejemplo, lo que se lee acerca de las manecillas del reloj como una especie de cepillo para alisar el cabello. Por estos fragmentos, puede deducirse una marcada preferencia por la escritura, que se fija más en la forma que en el contenido; y también se nota la búsqueda de temas, para decirlo con Otaola y con el término que utiliza en el prólogo del libro inexistente, escatológicos: prostitutas, cadáveres, fantasmas, pesadillas. He aquí el título de algunos de los cuentos, los cuales, según Otaola, ponían los pelos de punta y no debían de ser leídos nunca en la noche: “El pintor de muertas”, “El caballero de las tres muertes”, “La tumba por vecina”, “Aquel pobre hombre del ataúd roído”. La preferencia por lo mórbido es más que evidente. En el cierre del prólogo, Otaola incluyó, además, algunas citas de José de la Colina, en donde el joven escritor apunta sus juveniles impresiones acerca de Charles Chaplin, otra vez con el estilo ramoniano. Seguramente debieron ser parte de un ensayo.
Es necesario recordar que fue en 1955 cuando aparece, ahora sí, el primer libro de nuestro autor: Cuentos para vencer a la muerte –en los años previos, publicó algunos cuentos sueltos en revistas de la época. En este volumen, ya no encontraremos la prosa ramoniana, y un tanto barroca, que caracterizó, al parecer, el Libro para las tardes del domingo. En cambio, en esta otra obra el tratamiento de los cuentos se distingue por una mirada intencionalmente graciosa, leve y poética, un poco a la manera de William Saroyan, escritor de gran moda por aquellos años y admirado e imitado por José de la Colina.5 Para el escritor hispanomexicano, se trató de un libro fallido, el cual decidió que no se incluyera en el más completo recuento de sus narraciones: Traer a cuento. Narrativa (1959-2003) (2014). La publicación de los Cuentos para vencer a la muerte se debió a la intervención de Juan José Arreola, tal y como lo explicó el escritor:
Cuando me le presenté hizo un paréntesis en la partida [de ajedrez], tomó mi original, un libro de cuentos de setenta y cinco folios, lo hojeó y ojeó durante, calculo, unos cinco minutos y de pronto, para mi sorpresa, me dijo que lo publicaría si yo aportaba la cuarta parte del costo (que vendría a ser, me parece, de doscientos cincuenta pesos) (De la Colina, 2005a, p. 75).
Esta obra casi no ha sido leída por los estudiosos de la obra de José de la Colina, por lo difícil que es conseguirla. Se trata, sin embargo, de un documento importante para entender su formación, la selección de ciertos dispositivos narrativos, de ciertas imágenes, de cierto tono, que después, razonablemente, rechazó. A los pocos meses de la publicación de Cuentos para vencer a la muerte, se arrepintió de su aparición e intentó recuperar todos los ejemplares disponibles: “a los pocos meses de publicado ya estaba arrepentido y fui recuperando la edición ejemplar tras ejemplar, aunque algunos se me escaparon” (De la colina, 2005a, p. 117). Incluso, según lo reveló en una entrevista, llegó a quemarlos en un horno. Cuatro años después, en el año de 1959, apareció en la editorial de la Universidad Veracruzana Ven, caballo gris, el primero de los grandes libros de José de la Colina. Allí están algunas de sus piezas más originales, y en que logró aprovechar sus ricos conocimientos cinematográficos y literarios para la escritura de piezas sin dudas memorables.6
La mar de en medio
La mar en medio y tierras he dejado
de cuanto bien, cuitado, yo tenía;
y yéndome alejando cada día,
gentes, costumbres, lenguas he pasado.
Garcilaso de la Vega, “Soneto III”.
Para recordar que la “cabrona historia”, al decir de José de la Colina, había jugado con sus destinos, por la necesidad de investigar los usos de una lengua que compartían con la población del país y que no dejaba de contener matices ajenos o peculiares, los escritores hispanomexicanos convirtieron la escritura de ensayos autobiográficos en una suerte de rutina y de profundo examen acerca de su existencia y aun de su lenguaje. Esto se verifica al leer las abundantes páginas escritas a lo largo de las décadas por Arturo Souto Alabarce, Enrique de Rivas, José Pascual Buxó, Carlos Blanco Aguinaga, Luis Rius, Nuria Parés, Angelina Muñiz-Huberman etc. Hay que agregar, además, las novelas, los cuentos y los poemas que escribieron para explorar estos mismos desajustes, la consideración del hecho de que sus vidas pudieron haber sido diferentes si no hubiera sucedido aquello, tal y como lo escribió alguna vez Federico Álvarez Arregui (2013). A esta tradición se sumó, y quiso sumarse aun con más fuerza, José de la Colina por medio de la escritura de un libro importante en su carrera literaria. Si bien algu- nos de sus mejores cuentos los dedica a recrear pasajes e imágenes del exilio; si bien publicó breves ensayos con luminosas anécdotas acerca de lo que significaba ser un refugacho en México, la gran obra que De la Colina deseó dedicar al tema no la supo concluir: se trata de otro libro vacío. Debió de titularse La mar de en medio, título que juega con los versos del “Soneto III” de Garcilaso de la Vega –citados en el epígrafe de esta sección–, versos en que atestiguamos esa mudanza que supone el trato con nuevas personas, costumbres y lenguas. Los versos del soneto de Garcilaso sirven para representar un poético drama amoroso, la distancia entre el amante y su amada, y el temido reencuentro tras el viaje. En la recontextualización propuesta por José de la Colina, ilustran la inevitable separación geográfica de la tierra, que en la realidad debió de ser la de ellos y que terminó no sólo por serles extraña o extranjera, sino por rechazarlos. No por nada tantas veces insistió el ensayista en recordar que su país, en todo caso, era el exilio. Acerca del proyecto de La mar de en medio habló Manuel Andújar (2002) en una conferencia dictada en 1979:
José de la Colina dirige un suplemento cultural, integra destacadamente la redacción de la revista Vuelta, que Octavio Paz capitanea. Sin embargo, colmada la juventud, un antiguo anhelo, como resurgido, como descubierto, le hace volver, por una larga temporada, a España, “para escribir la novela, aquí conscientemente enraizada, que habrá de expresarlo”. Traslado sus palabras. Cuando lo cumpla estaremos, lo presiento, ante una obra de rara originalidad y veracidad. Entonces regresará a su otra patria, donde lo reclaman vinculaciones familiares y los inmediatos y ampliamente tratados compañeros de letras (p. 49).
En las palabras de Andújar, todavía no se menciona el título del proyecto, pero sí puede derivarse que se trata del libro que José de la Colina quiso escribir y que trataría, precisamente, acerca la situación vivida por él y por su familia como consecuencia directa del exilio. En todo caso, aquel documento debió tener la función de expresarlo. Nótese, además, que Andújar pensó que el texto iba a ser en realidad una novela. Casi ocho años más tarde, en una entrevista concedida a José Luis Ontiveros (1987), De la Colina explicó con estas palabras lo que se propuso escribir:
Hace tiempo que vengo escribiendo algo muy extenso, muy intrincado, que supone trabajar en diferentes registros y estructuras entretejidas, un libro en torno a los exiliados españoles en México, con diversas voces... Todo lo que pude haber tratado por separado en cuentos está siendo incluido allí como parte de algo que no es crónica, ni novela, ni serie de cuentos, ni memorias, y es un poco de todo eso. Tentativamente se llama La mar de en medio. No sé cuándo lo terminaré (p. X).
Por supuesto, estas palabras son relevantes porque confirman el enorme esfuerzo que por aquellos años representó la redacción de un libro en que iban a aparecer asuntos, temas, imágenes y voces que reflejarían algo no propiamente imaginado, sino más bien revivido o recordado: la historia de la que formó parte por culpa de la Historia. En la entrevista, indica las dificultades en el acto de la escritura de este otro libro imposible: la necesidad de hacer convivir variopintos registros, historias plurales y, sobre todo, las voces inconfundibles de los personajes en su drama. Puede, por tanto, deducirse la polifonía buscada en aquellos textos, la importancia fundamental de las palabras en sus significados múltiples, en su dicción o en su prosodia, y la preferencia por lo intrahistórico, a la manera de Unamuno. La dificultad técnica para escribir aquello era mayúscula. No puede pasar desapercibido el hecho, por lo que contestó De la Colina a Ontiveros, de que iba a ser una suerte de suma de todo lo que había antes escrito al respecto y que tendría que inventar, por si fuera poco, un nuevo género literario, que lograra captar lo que era de su central interés,7 o bien buscar la convivencia de registros genéricos de diversa índole: la crónica, el relato, las memorias, los apuntes autobiográficos, etc. Acaso por lo descomunal de este proyecto, y por lo ambicioso que era, no supo terminarlo, a pesar de que debió de rondar su mente a lo largo de las décadas, por lo menos desde los finales de los años setenta hasta sus últimos años como escritor activo, es decir, en el nuevo siglo.
Algunas de las páginas de lo que debió convertirse en La mar de en medio han sido publicadas por el periódico Milenio, de la Ciudad de México, como una especie de legado del escritor hispanomexicano, como un hermoso testamento para sus lectores. Han aparecido algunas de las piezas del rompecabezas que el escritor no terminó de armar, pero que nos sirven, nuevamente, para imaginar el libro que él quiso escribir. Los textos aparecidos en Milenio son pequeños ensayos, en que recuerda algunos de los pasajes de la Guerra Civil, el retrato familiar, la salida de España, la estancia en Bélgica, la noticia falsa acerca de la muerte de su padre, la llegada a México, la exploración de aquella realidad social y cultural distinta, los juegos infantiles, los descubrimientos acerca de su controversial lugar en el mundo, los comienzos de una inquietante vocación artística, que debió defender a capa y espada en contra de los resquemores paternos. También se han incluido dentro de esta colección de artículos, en los que no faltan los elementos narrativos y, claro está, los apuntes autobiográficos, la transcripción de los testimonios de su padre y de su madre. Su padre fue un obrero tipográfico, que des- cubrió en el sindicalismo y luego en el anarquismo sendos caminos para la liberación del hombre, que luchó en la Guerra Civil, que pasó una época en un campo de concentración en Francia y que se reunió con su familia después de que lo creyesen muerto. En México, lucha por sacar adelante a su familia, primero en Pachuca y luego en la capital del país, donde tuvo que practicar un sinnúmero de oficios. Por su parte, su madre recuerda los tres nombres que recibió el escritor: Novel, nombre que escogió su padre anarquista por no ser el de ningún santo de la Iglesia Católica; José, nombre con que su mamá lo registró en el consulado en Bélgica y que ella dispuso para su secreto bautizo; y Segundo, nombre utilizado por las autoridades franquistas para borrar así las huellas del combativo anarquismo paterno. Entre los recuerdos maternos, también sobresale la temporal separación de sus hijos, quienes tuvieron que ser acogidos por familias belgas mientras ella trabajaba, y el relato acerca de la falsa muerte de su esposo.
De entre los diversos textos publicados en Milenio, planteo ahora el comentario del “Prólogo fuera de lugar”. Que se encuentre fuera de lugar tiene que ver con el hecho de que no ocupó el sitio que en realidad le pertenecía: como el preámbulo de un libro por fin acabado, con una ubicación precisa al comienzo de la obra. Nuevamente, contamos, pues, con el texto prologal que debió de servir para presentar un volumen y además con la exposición del método que se anheló para su redacción. En este caso, es José de la Colina quien lo escribe y quien explica los motivos de la escritura propia. Empieza el prólogo con los recuerdos de las lecturas infantiles que lo marcaron, con los nombres tutelares de Julio Verne y Edgar Allan Poe y con las instrucciones que el autor postula para su propio trabajo literario. Curiosamente, el destinario es él mismo, una posibilidad que, según me parece, no registró Gérard Genette (2011) en Umbrales. Se reconoce en él uno de los rasgos principales de su estilo maduro: me refiero a la oración larga y perfectamente concebida, en que se van engarzando las ideas, y gracias a lo cual el lector no puede sino sentirse atrapado por la materia enunciada:
así que en estas memorias y desmemorias copiarás un poco la naturaleza de esas aguas, su materia, sus vetas fluviales simultáneas o diacrónicas, y las escribirás repentizando, lanzándolas sin plan ni propósito, en el orden o sea el desorden en que los recuerdos, los pensamientos, las imágenes asociadas o disociadas, confluyan hacia ti: las escribirás o rescribirás “dejándote ir”, según el consejo de Let yourself go que te daba Fred Astaire, gris, negro, blanco, grácil, bailando Top Hat o Continental, e inútilmente tratando de enseñarte a bailar desde su aérea imagen en la pantalla, él también mobilis in mobile, y no te preocuparás mucho por la escritura, tratarás de deslizarte con las palabras en los tiempos no siempre sucesivos de una memoria que en la circunstancia es la tuya, para luego quizá darles una continuidad, una composición, no por mero artificio, si bien una porción de artificio de cualquier manera es inevitable, sino porque tú mismo serás tu primer lector y tratarás de encontrarte, de reconocerte en la maraña de tiempos y de textos laterales o subterráneos, por ejemplo algunos de los textos que has escrito en otras ocasiones como retratos de personas conocidas, o nada más tratadas, o siquiera por unos instantes vistas al pasar, o las voces de seres familiares o amigos o solo cercanas en algún momento, o como los ambientes y las fugaces fechas en los cuales vivieron y viviste, pues también son tu vida como las distintas aguas en la aventura ¿soña- da? de Gordon Pym, también son tu aventura mobilis in mobile como en la nave submarina de Nemo (De la Colina, 2021, párr. 1).
La metáfora del agua es absolutamente funcional: no la planificación ni la anticipación rigurosa de todos los elementos de su texto, sino la navegación al garete de quien va recogiendo los restos de la memoria. La memoria, por supuesto, puede ser caprichosa y por tanto sus frutos difícilmente manipulables. En la medida en que el escritor acude a sus propios recuerdos, es dominado por ellos. La posibilidad de decidir qué escribir se subordina a lo que se requiere redactar como efecto de revivir lo ocurrido en los ya muy lejanos años treinta y cuarenta, es decir, en la etapa de la infancia o de la juventud. Estos textos se habrían convertido en los eslabones de una larga cadena memoriosa, en un relato donde el autor, a su vez, debió reconocerse e identificarse. Además de la metáfora del agua, la metáfora del espejo: la escritura como la ideal superficie en que el artista ve su rostro reflejado y así averigua quién es y por qué la historia lo ha conducido a un tiempo presente concreto, muy lejos de espacio que debió habitar si no hubiera pasado aquello. Es un espejo porque permite el reencuentro con la imagen del hombre, con las obras que ha escrito, con las voces de los familiares y de los amigos. La aspiración del escritor aquí es ser su primer lector: leerse a sí mismo y saber quién es, en una suerte de anagnórisis privada. Este proceso queda signado por una frase que De la Colina encontró en las páginas de Verne, en aquellas que describen las aventuras del Capitán Nemo: Mobilis in mobile, el movimiento que ocurre sin detenerse adentro del mismo movimiento, la imposibilidad de fijar los datos, la aceptación de que no hay tierra firme ni segura en los ámbitos de la memoria. La apuesta que De la Colina plantea en el prólogo de su libro imposible es de orden, sin duda, estilístico: que el texto refleje vívidamente lo vivido; que se verifique un discurso coherente que retrate así la existencia en la escritura. Como antes quedó dicho, el reto es enorme por la alta exigencia del proyecto:
Entonces este es un libro de memorias, para ti una empresa aún más difícil que la de cualquier libro de invención, porque a la fluidez y versatilidad de cualquier vida se añaden las del olvido y la falsa memoria, y porque recordar voluntaria y conscientemente es una empresa como la que intentaste una vez en la infancia, en un lugar de Pachuca, México: copiar, siguiéndola con un trozo de carbón, la silueta de un árbol proyectada por una luz de tarde contra la cal de un muro, qué empeño quimérico y difícil y finalmente imposible, no solo por el número de ramas y de hojas del árbol, sino además por el desplazamiento descendente del sol en el horizonte, que causaba el escurrirse de la luz y de la sombra y el constante deslizamiento de la silueta del ramaje en el muro, de modo que aquello fue una lucha ya desde niño perdida contra el tiempo y la inminente noche, un episodio triste como el que frecuentemente sufre Charlie Brown solo en la loma del pitcher, sabiendo malogrados todos sus lanzamientos, sintiéndose ya perdedor, mientras la oscuridad, o la niebla, o la lluvia, o las tres cosas juntas, y sobre todo más soledad y fracaso, lo cercan inexorablemente (De la Colina, 2021, párr. 2).
La dificultad que enfrentó José de la Colina parece, por momentos, irresoluble: fijar aquello que siempre está en perpetuo movimiento, sin pausa ni descanso; que carece de la fijeza esencial para ser captado en una imagen segura y de contornos firmes. Por ello, le viene tan bien la alegoría del árbol que no pudo dibujar por culpa de la variable luz del sol y por la sombra, por la imposibilidad de identificar, además, cada rama y cada hoja movidas por el viento aun dentro del viento. En realidad, y como se deduce al leer la cita, lo que el escritor debía de calcar era en todo caso lo temporal, el tiempo. La tristeza que esta frustración provoca se emparenta con la que habita un poema de Eduardo Lizalde (1987), con la figura del famosísimo niño creado por el caricaturista Charles M. Shulz: “En la noche asesina, y solo en el montículo, / ¡qué soledad a veces, Charlie, pavorosa!” (p. 39). Charlie Brown es para José de la Colina, y también para el poeta, un inmejorable símbolo de la conciencia que se ensombrece con el reconocimiento del desengaño después de la ilusión.
Sirven al escritor también las palabras del “Prólogo fuera de lugar” para intentar prever, discernir y establecer los caminos de su escritura proyectada, como un mapa para el camino anhelado en los territorios de la creación y de la reconstrucción memorística. En el resto de las palabras, se percibe que se trata de una tarea ya impostergable, casi de una responsabilidad moral, que debía enfrentar el escritor o de una promesa consigo mismo:
Pero estás con la espalda contra la pared, ya es hora de que comiences por fin a escribir eso que antes que a nadie a ti mismo has prometido, y no hay escape, es necesario que por fin hables de todo ello, que des una primera forma a todos esos murmullos que continúan y que continuarán sin duda hasta el final de tus días pidiéndote la palabra, exigiéndote que los escribas y al escribirlos trates de leerlos, de encontrar en ellos acaso un sentido o por lo menos una imagen, un gesto, una voz.
¿Cuál sería la frase del incipit? Acaso:
Fui del exilio como se es de un país (De la Colina, 2021, párr. 4).
Importante es notar que La mar de en medio, por lo que se lee en la cita, debió de convertirse en el registro cuidadoso de los registros verbales de los participantes del exilio, las palabras que se convirtieron en murmullos por el paso de las décadas y por la desmemoria. Así se destaca nuevamente el rasgo polifónico de esta obra inconclusa. Son palabras que, por lo que leemos, exigían materializarse por medio de la escritura: abandonar su simple estatuto de recuerdos y alcanzar por fin la materialidad del texto literario. Escribir acerca del exilio –recuperar todas esas voces y esas palabras– pudo haber servido para otorgar, por fin, las respuestas a las preguntas que los refugiados y los hijos de los exiliados se hicieron miles de veces en los períodos de mayor incertidumbre: ¿cuál es el verdadero y definitivo sentido de la experiencia que cambió radicalmente sus existencias?
Conclusiones
Entre El libro para la tarde del domingo y La mar de en medio, se encuentra toda la prosa de José de la Colina, sus amenos artículos literarios y los relatos con que él se convierte en uno de los mejores narradores mexicanos del siglo xx. Los lectores que realmente deseen conocer la literatura que se escribió en México durante dicho período tienen una cita con las crónicas y con los cuentos de José de la Colina, sobre todo si la curiosidad se hermana con los criterios más exigentes y con el placer que provoca la imaginación en su alto ejercicio. En esta ocasión, no he deseado detenerme en las obras conocidas y publicadas del escritor, sino en los proyectos de los que tenemos algunas noticias, pero no los textos completos: solamente algunas huellas significativas, que nos permiten especular. He atendido, entonces, los pocos testimonios textuales que existen –los fragmentos rescatados, las palabras de quienes los leyeron, los improbables prólogos– y he imaginado, gracias a estas pocas pistas, los derroteros que el escritor pudo haber seguido de haber tenido el dinero para pagar la publicación de la obra adolescente –es el particular caso de El libro para la tarde del domingo– o bien el método para materializar lo utópico en el volumen más memorioso de toda su carrera: La mar de en medio.
A lo largo de estas páginas, he vacilado al hablar acerca de estos dos libros de José de la Colina; los he tildado de inexistentes, imposibles o vacíos –esta última palabra me remite otra vez a la cita de George Steiner con que comencé este ensayo. Cada uno de estos tres términos sirve para destacar un rasgo de las obras, pero difícilmente su total esencia. Son libros inexistentes, si es que nos atrevemos a resaltar sobre todo su inmaterialidad: no pueden ser consultados en una biblioteca, aunque sí en la imaginada por Jorge Luis Borges en un famoso cuento. Son libros imposibles, si se considera que los proyectos desbordaban las posibilidades auténticas del autor: no lograron la vida autónoma que debería alcanzar cualquier obra artística: quedar a la merced de los lectores o del público. Son libros vacíos, si –como lo señala Steiner– se les considera como viajes que nunca se realizaron. Y sin embargo, son libros que obligadamente significan algo importante dentro de la trayectoria literaria de un escritor. He tratado de rastrear ese algo; e inevitablemente he buscado en la biografía del autor algunas de las respuestas.
Debo de reiterar la importancia que tiene para un escritor la publicación de su primer libro: el primer contacto con el público. Como ya lo estudié, ese primer libro de José de la Colina iba a servir para filiarlo con los escritores del exilio. No deja de ser interesante el vínculo que estableció, entre otros, con Otaola, quien escribió no solamente sus ideas en torno de aquel conjunto de relatos y ensayos, sino también algunas impresiones acerca de su entonces joven amigo, sin olvidar algunos detalles que podrían parecer, sólo por un momento, poco substanciales. En otro libro, Otaola (1950) nos advirtió algo que caracteriza la forma impresionista en que re- trata a sus conocidos y a sus amigos: “Lo trivial es la segunda som- bra del hombre” (p. 62). El que debió de ser el último libro de José de la Colina también hace pensar, y todavía con más intensidad, en los ambientes del exilio y en la posibilidad, para entonces definiti- va, de crear una obra que sirviera como repaso y exposición de la existencia del escritor, una existencia que se somete sin remedio a los caprichos de la historia. Muy significativa es, por ello, la frase con que pensó cerrar el prólogo, frase que le sirve para interpretar cabalmente su biografía: “Fui del exilio como se es de un país.” En La mar de en medio, habríamos hallado la descripción completa y fluida de esa su nacionalidad exiliar, de esa República del Exilio, como él la denominó.8
En fin, son libros que he estudiado a pesar de la dificultad primera: el no poder leerlos cabalmente. No por ello dejan de ser una parte central dentro de la vida literaria de José de la Colina. Los prólogos son aquí las piezas que se recuperan de aquellos naufragios.
Referencias
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1 Puede leerse “La noche de San Juan” en la recopilación de cuentos de José de la Colina (2004).
2 Véase el libro de entrevistas que realizaron José de la Colina y Tomás Pérez Turrent (1986) al director aragonés. En las páginas dedicadas a Los olvidados, se consigna la anécdota: la presencia de José de la Colina en el casting del film y la explicación acerca del porqué Buñuel no lo escogió para participar en la producción –su aspecto físico no correspondía con el de un niño típicamente mexicano.
3 Acerca de este proyecto editorial, puede consultarse el artículo de Lluís Agustí y Pablo Rueda Ramírez (2020). Los autores del artículo mencionan que en las solapas de Hipogrifo violento (1954), de Ramón J. Sender, se daba aviso de la aparición del Libro para las tardes del domingo. La obra de José de la Colina quedó “en preparación” junto con siete libros más que no aparecieron (p. 534).
4 La importancia que los hispanomexicanos concedieron a la obra de Gómez de la Serna es un dato interesante. La ambigüedad con que Ramón reaccionó tras la insurrección de 1936 hizo que muchos de sus contemporáneos se sintieran poco cómodos con su comportamiento político. Ramón se exilió en Buenos Aires y en 1949 hace una visita a su país. Es entonces cuando se reúne con Franco. A pesar de todo lo anterior, los hispanomexicanos supieron valorar su obra más allá de las cuestiones políticas. Un ejemplo de ello es la inserción de un cuento –“El santo de piedra”– en la juvenil revista Segrel (Gómez de la Serna, 2019)
5 Acerca de este “entrañable narrador”, tan apreciado durante su juventud, en 2009 José de la Colina (2018) publicó un ensayo en el periódico Milenio. Allí rememora las primeras impresiones que tuvo tras la lectura de sus cuentos.
6 En el Diccionario biobibliográfico de los escritores, editoriales y revistas del exilio republicano de 1939, de Manuel Aznar Soler y José Ramón López-García (2016), se indica que José de la Colina “publicó por primera vez un cuento, ‘Viudo de una voz’, en 1953 en la revista Ideas de México, dirigida por Arturo Souto Alabarce, revista en la que aparecieron dos relatos más. Entre 1954 y 1955, Juan Rejano le publicó cinco relatos en la Revista Mexicana de Cultura y otro apareció en México en la Cultura. En 1956 publicó su cuento ‘El tercero’ en la Revista Mexicana de Literatura, que dirigían entonces Carlos Fuentes y Emmanuel Carballo –en la segunda etapa de la revista, iniciada en 1960, además de publicar otros tres relatos suyos, formó parte del consejo de redacción, bajo la dirección de Juan García Ponce y Tomás Segovia”. Puede consultarse la bibliografía en que aparecen consignados los primeros cuentos de José de la Colina en el Diccionario de escritores mexicanos del siglo xx de la UNAM, coordinado por Ocampo (2020). Otra fuente imprescindible para ubicar la trayectoria juvenil de nuestro autor es el Diccionario del exilio español en México. De Carlos Blanco Aguinaga a Ramón Xirau, de Eduardo Mateo Gambarte (1997), por su muy completa bibliografía.
7 Acerca de la presencia del exilio y la Guerra Civil en sus narraciones, pueden consultarse los artículos de C. Álvarez Ramiro (1999) y m. j. Villalba (2011).
8 En una nota introductoria a un artículo de José de la Colina (2020), los editores de Milenio advierten sobre la existencia de una carpeta en que el escritor acumuló aproximadamente cien páginas relacionadas con el proyecto de La mar de en medio: fragmentos, apuntes, cartas. Los editores de Milenio proponen la noción de que se trataría de una autobiografía.