El Pez y la Flecha. Revista de Investigaciones Literarias

DOI: 10.25009/pyfril.v3i6.106

Sección Flecha

Vol. 3, núm. 6, mayo-agosto 2023

Instituto de Investigaciones Lingüístico-Literarias, Universidad Veracruzana

ISSN: 2954-3843

Una distopía plebeya: Al final del vacío, de J. M. Servín

A Plebeian Dystopia: J. M. Servín’s Al final del vacío.

Rodrigo García de la Sienra 0000-0002-5204-1731a

aUniversidad Veracruzana, México, rgarciadelasienra@uv.mx

Resumen:

Este ensayo se compone de dos apartados. En el primero, se propone una lectura detallada de la novela Al final del vacío, teniendo como eje de análisis el postulado de que el narrador-protagonista exhibe los rasgos de una subjetividad postraumática. Dicho análisis se apoya en la asociación entre trauma y acontecimiento propuesta por Žižek, así como en la conceptualización de Cathy Caruth acerca de la historicidad del trauma. En la segunda parte, se propone una lectura histórico-literaria que vincula la obra de Servín con el dispositivo cognitivo que José Revueltas designara como la “utopía de lo real” y se expone la manera en la que la conformación de un no-lugar distópico ofrece al autor de la novela la posibilidad de simbolizar la experiencia traumática del México de las últimas décadas.

Palabras clave: Al final del vacío; J. M. Servín; sujeto postraumático; distopía; literatura mexicana.

Abstract:

This essay consists of two sections. In the first one, a detailed reading of the novel Al final del vacío is proposed, having as axis of analysis the postulate that the narrator-protagonist exhibits the traits of a post-traumatic subjectivity. This analysis is based on the association between trauma and event proposed by Žižek, as well as on Cathy Caruth’s conceptualization of the historicity of trauma. In the second part, a historical-literary rea- ding is proposed that links Servín’s work with the cognitive device that José Revueltas designated as the utopia of the real”. It also shows in which way the conformation of a dystopian non-place offers the author of the novel the possibility of symbolizing the traumatic experience of Mexico in recent decades.

Keywords: Al final del vacío; J. M. Servín; postraumatic subject; dystopia; mexican Literature.

Recibido: 7 de marzo de 2023

Dictaminado: 11 de marzo de 2023

Aceptado: 14 de abril de 2023

Sujeto postraumático e historia

Narrada íntegramente en primera persona por su protagonista, Al final del vacío es una novela que combina dos planos narrativos distintos. Por un lado, el relato de un itinerario de búsqueda a través de una ciudad convulsa que, a raíz de un paro general, asiste al vio- lento derrumbe del edificio del orden social: a un amotinamiento generalizado, que la policía atribuía a la “delincuencia organizada”, pero que en realidad era una “embestida popular”, frente a la cual “los poderosos y sus voceros recurrían a la palabrería patriotera para ocultar que se morían de miedo” (Servín, 2015, p. 63). Por otro lado, el texto hilvana un conjunto de anécdotas y digresiones que paulatinamente precisan los rasgos subjetivos del narrador-protagonista –un sujeto cuya “memoria convertida en cascajo sólo registraba lo más inmediato para sobrevivir”, evitando a lo sumo que su identidad hecha jirones “se perdiera entre la basura, lodo y aguas negras” (Servín, 2015, p. 168)–, para el que pasado y presente parecen confabularse en un mismo colapso de las redes de sentido:

Como un resorte mal calibrado, paso de la apatía a la exaltación sin algún motivo en especial. Mis actos me han enseñado que, sin importar lo que haga, de todos modos voy a la deriva. Vivo, por decirlo de algún modo, encogiendo los hombros [...]. No siento nostalgia por el pasado y los recuerdos de todas las épocas de mi vida giran en mi cabeza, se entrecruzan y mezclan con mis emociones hasta volverlas una sola. El futuro lo tengo frente a mí, siempre, como en este lugar, y sólo veo la muerte rodeada de demonios [...]. Todo lo que tenía frente a mí era producto de las circunstancias. Me reconocía entre el cascajo, la mierda y la sangre. Los límites estaban más allá de mi identidad arruinada. Mi sentido de orientación se formaba de ruidos, ecos y voces irreconocibles en un territorio de bestias salvajes (Servín, 2015, pp. 211, 142).

El narrador-protagonista deambula en busca de Ingrid, su compañera, entre las grietas de una ciudad que, según sus propias palabras, representa su última oportunidad para escapar de sí mismo (Servín, 2015, p. 143). Ingrid, por su parte, sólo figura en el relato como una ausencia, como un vacío de contornos alucinatorios que imanta el nebuloso itinerario del protagonista. Es importante señalar que la desaparición de Ingrid, y por ende el inicio de su búsqueda, no sólo coincide con un momento de amnesia profunda por parte del protagonista –“No puedo recordar qué ocurrió [...]. No quiero. Vengo ensangrentado y no soy capaz de explicarme por qué” (Servín, 2015, p. 19)–, sino también con el momento en el que los diques de la desigualdad cedieron y la polis entera se res- quebrajó, es decir, el momento en el que “los desafiantes herederos de la migración rural, de las barriadas miserables que a cada derrumbe por temblores o aguaceros habían ido formando fronteras entre la vida y la muerte en la ciudad” (Servín, 2015, p. 67), dejan de ser solamente la figura de “un pueblo fiel a sus tiranos, destripado, dolido, descorazonado, hambriento, enfermo, triste, engaña- do, deforme y tarado” (Servín, 2015, p. 23), y se transforman en “una nueva plaga devoradora a la que no podrían controlar más que reprimiéndola” (Servín, 2015, p. 63), y que además se erige en “Suprema Corte de Justicia del Populacho” para comenzar a dictar “incautaciones y expropiaciones masivas” (Servín, 2015, p. 106).

En este relato, el sujeto se enuncia y se experimenta a sí mismo desde una radical interioridad, que en realidad resulta ser una forma peculiar de encierro carcelario, y su feroz individualismo no es más que una forma de negociación para subsistir en el desierto de lo real, allí donde cualquier idea asociada con la transformación social y la utopía parece inoperante y en consecuencia debe ser violenta- mente descartada, pues en el desierto simbólico que es la ciudad nadie “tenía la conciencia tranquila”. Y se agrega:

Todos subíamos y bajábamos la cabeza a conveniencia y todos teníamos nobles razones para hacerlo envueltos en los jirones de la patria, la familia, la seguridad personal, la soledad, el amor o el des- amparo. Nos hacíamos un traje a la medida con nuestros motivos que vestíamos una y otra vez para desfiles o carnavales deportivos. La ciudad estaba herida de muerte y sólo quedarían vivos los gusanos más fuertes y las moscas más grandes y glotonas.

Somos, al mismo tiempo, depredadores, carroñeros y parásitos. Millones sin nada que perder. Políticos, intelectuales, revolucionarios y pacifistas pueden meterse por el culo sus teorías y buenas intenciones (Servín, 2015, pp. 142-143 y 68).

El narrador-protagonista proviene de un linaje en el que “no hubo más que obreros, empleados y comerciantes” y que “de una generación a otra se templó una pobreza voluntariosa y maleable” (Servín, 2015, p. 71). Fue en el marco de ese contexto socio-familiar donde este sujeto, que se define a sí mismo como un “erudito de alcantarillado” al que le gusta leer periódicos amarillistas, se inició precozmente en la lectura, gracias a las tiras cómicas, al periódico vespertino con fotos de mujeres semidesnudas y notas policiacas que compraba su padre, así como a los relatos truculentos de los libros sobre crímenes que éste acumulaba en su librero. Fue a raíz del contacto con ese tipo de impreso que su imaginación infantil se desbordó, transformándose en un don narrativo sobre el que, al final –podemos pensar–, se sostiene incluso el propio relato novelesco:

Mi vocabulario era el de un merolico. A veces, ni yo mismo sabía qué estaba diciendo. Al final de la tarde, cansados de los juegos callejeros y antes de que nos llamaran de regreso a casa, mis amigos y yo nos sentábamos en la banqueta a contarnos historias, casi todas calenturientas cuando no de espantos; exageradas, de prisa y sin alzar mucho la voz. No faltaba quien decía haber espiado a una vecina bañándose o fajando con el novio en las azoteas de las vecindades o en un coche. Yo adaptaba esas mismas mentiras con mis lecturas. Añadía palabrotas que oía en casa o con los amigos de mi padre. Mis amigos me buscaban para que les repitiera la historia del tipo que se cogió a la viuda antes de matarla con un martillo para quedarse con las joyas. Lujo de detalles, era mi fuerte pese a que nunca la contaba igual. O la del leproso que vivía en la selva combatiendo solo a los soldados de un imperio (Servín, 2015, p. 192).

En la medida en que la lectura propicia un aislamiento del exterior, e incluso termina por despertar en el personaje rechazo y aleja- miento respecto a los demás, los libros parecerían ser un arma, una herramienta para subsanar, mediante el distanciamiento, las heridas que le son infringidas por lo real. Sin embargo, aunque propicien la creación de un espacio subjetivo, el libro y la lectura no son en modo alguno un soporte para el orden simbólico. Así lo hace ver el pasaje en el que, durante su deambulación urbana, el narrador-protagonista entra en una librería ubicada en un exconvento que ha sido saqueada y muestra un desprecio casi sacrílego por esa imagen históricamente estratificada del saber libresco:

Saqué de la maleta otra botella antes de empezar el recorrido. Harían falta mil años para que yo asimilara todo el conocimiento arrumbado ahí, entre mesas, libreros y aparadores; tan inútil como un abrigo de pieles en la ciudad. ¿De qué me serviría ser culto? ¿Para impresionar a mi vecino periodista? ¿Para que la gentuza me acuse de locura, mariconería o traición? ¿De ayuda para conseguir chamba o tragar? Ridículo. Tomé un trago. La producción de libros, me dije, tendría que suspenderse hasta que todos los títulos existentes fueran leídos y asimilados. Al menos para mandar todo a la mierda sin remordimientos. Tal vez se nos quitaría lo agachados y mochos. El populacho instruyéndose en ciencia y artes, despatarrado como ahora en plazas y jardines, jovencitas cachondas pregonando con el ejemplo filosofías sensuales y las virtudes del ocio a vejetes lujuriosos eruditos en historia y tecnología. Sí, como no. Salud (Servín, 2015, p. 54).

 Aquí el ideal moderno del sujeto “culto”, fundador de ciudadanía de tipo habermasiano, no sólo es considerado superfluo, sino meramente cosmético e incluso ridículo. Por debajo de él, aparece un ideal emancipatorio más radical, anárquico si se quiere: uno que condiciona la validez de la cultura libresca a la asimilación de la totalidad del archivo que metonímicamente la representa y al consecuente sacudimiento del yugo mental que mantiene al populacho con la cabeza agachada, es decir, a la completa subversión del orden social. Pero el pasaje en cuestión sentencia irónicamente la obliteración del horizonte emancipatorio, complementando el íncipit de la obra, en donde se afirma que en “esta ciudad todos cargamos con un crimen” (Servín, 2015, p. 19), así como otro fragmento en el que constatamos que, de hecho, cualquier emancipación está radicalmente cancelada: “Vivimos en una cárcel de puertas abiertas acusados de estorbo. Todos estamos condenados, no tiene caso planear la fuga” (Servín, 2015, p. 45).

a La conjugación de este encarcelamiento cabal con una culpabilidad generalizada constituye un núcleo simbólico-distópico, según el cual nuestra condición criminal está ontológicamente inscrita en nuestra genética, en nuestras genealogías, y, como el miasma de la tragedia antigua, atañe a la polis en su totalidad. El populacho, es decir, la turba, que “protege por dentro las puertas del infierno” (Servín, 2015, p. 203), no haría otra cosa más que obedecer instintivamente a un profundo sustrato criminal:

Venganza y tripa llena. La muerte es su lenguaje común. Muertos anónimos. Ejecutados con un tiro en la nuca, desangrados por heridas de arma blanca, una mujer le dispara al adúltero, un cornudo machetea a los amasios. Ojos desorbitados de drogadictos infames. Estrangulados, lapidados, quemados, ahogados. La interminable historia bajo la ley del Talión. La tragedia ordinaria nos emparenta a todos. Entre nuestros genes, hay delitos que perseguir. En el aire se respira lo que somos (Servín, 2015, p. 169). 

En lo que sigue, pretendo mostrar que la subjetividad del protagonista presenta los rasgos de una subjetividad postraumática. Pero antes de profundizar en el análisis de esa condición, es necesario subrayar que para el narrador-protagonista la disolución del orden social y simbólico, de la que da cuenta la novela, más que un acontecimiento traumático representa un evento deseado. De modo que el trauma o acontecimiento que marca indeleblemente al sujeto radica más bien en la aparición de una peculiar forma de conciencia, para la cual la emancipación como horizonte de posibilidad está definitivamente cancelada. ¿A qué podrían referirse si no los “profundos sentimientos de derrota” que los libros abrieron en el persona- je, al igual que la “manera poco digna de enfrentar el mundo” que éstos le enseñaron “mientras los devoraba sin ton ni son”? (Servín, 2015, p. 267).

Aunque el texto evita toda referencialidad nominal –topónimos, gentilicios, etc.–, manteniendo así la indeterminación que corresponde a la geografía de las utopías –su no-lugar–, incluso cuando están invertidas, el alcance ontológico de esta distopía no está reñido con su historicidad, pues además de que la economía mimética de la novela proyecta un ángulo oblicuo, desde el cual es posible reconocer la fisionomía de una megalópolis como la Ciudad de México, el carácter social y dialectalmente marcado del lenguaje del texto permite apreciar con toda acuidad que la brutal geografía de la desigualdad que ahí cobra forma es una caracterización de la sociedad mexicana:

Las vías rápidas están diseñadas para mantener bajo control al populacho. Entrar o salir de los barrios divididos o atravesados por avenidas, ejes y distribuidores viales puede ser asunto de vida o muerte. La función aislante de aquéllas aumenta los riesgos de cruzar fronteras interminables. A pie o en coche, un error de orientación podría significar el encuentro con calles fantasmales y asesinas. De otro modo, hay que someterse al transporte colectivo. La arbitrariedad de sus rutas, sus peligros y tormentos mucho dicen de la manera en que estamos acostumbrados a un miedo áspero e indefinible [...]. El transporte público es humillante. Sobre todo los microbuses. En silencio o dormitando, hay que soportar bruscos arrancones, jaloneos y ruido insoportables, asientos destartalados, sordera y agresiones al suplicar la parada. Rara vez alguien, por muy enojado que esté, se atreve a protestar. El cobrador avisa si una patrulla anda cerca, colgado de la puerta de ascenso, grita la ruta, arrea a los pasajeros y gradúa el escándalo del estéreo. Es el aditamento indispensable para que el bruto al volante se sienta dueño de nuestros destinos, ya de por sí magullados (Servín, 2015).

Es por eso que quisiera llamar la atención sobre un pasaje que permite entrever una marca de historicidad fuerte; y en esa medida, constituye un indicio indispensable para identificar en qué consiste la condición postraumática del personaje. En su errancia delirante a través del caos de la ciudad amotinada, armado con una pistola, el narrador-protagonista allana agresivamente un domicilio, con cuyos habitantes –un padre de familia de clase media, sus hijos y su suegro– tendrá una violenta confrontación. Uno de ellos, el suegro, resulta ser la encarnación del “otro”, al que el narrador-protagonista más aborrece, en tanto que le atribuye ser precisamente el prototipo de quien suele ignorar y aplastar cotidianamente a los demás. Y es por ello por lo que, al encañonarlo, el protagonista dialoga imaginariamente –en una alucinación– con Ingrid, su pareja ausente:

Aquí lo tengo, Ingrid, ¿cómo ves? Es el mismo tipo de hijo de puta que tapa el drenaje de nuestro edificio, que oye música a todo volumen con la puerta abierta, bravero. El mismo que odiamos convertido en burócrata. No, pus no sé, véngase mañana, hágale como quiera. El vacacionista borlotero y sucio, el fanfarrón lujurioso, el dizque patriota, acomplejado porque tiene el pito del tamaño de un cacahuate. ¿Le meto un tiro en la cabeza a este borrachín esquine- ro? Fracasados como él se pasan la vida inventándose un linaje con falsas hazañas de barriada (Servín, 2015, p. 161). 

El odio hacia este personaje, en el que encarnan las multifacéticas formas del agandalle y el desprecio del otro, pareciera tener una raigambre profunda: como si detrás de la incivilidad y la hipocresía que el narrador le atribuye se pudiera intuir algo aún más trascendente. Así lo deja ver la respuesta del suegro “dizque patriota”, no sólo ante la amenaza a la que se encuentra sometido, sino ante la subversión del orden social que la novela describe con lujo de detalle –y, a decir verdad, casi con deleite–: “Esto no va a durar mucho –dijo el viejo haciendo pucheros–, deja que les caigan y se los va a cargar la chingada. Nomás que vean los pinches tanques. Como cuando lo de los putos estudiantes, en un ratito acabaron con la bola de revoltosos y su huelguita. Así va a pasar ahora” (Servín, 2015, p. 165). Es evidente cómo, a través del comentario de este personaje, el texto exhibe la huella histórica de la represión del movimiento estudiantil de 1968. Pero si además consideramos que la novela se publicó por primera vez en el momento en el que México entraba de lleno en la etapa de horror necropolítico en la que el país está inmerso desde hace ya varios lustros, veremos que el arco histórico que sugiere la obra coincide con el lapso de cuatro décadas que se inaugura con la represión del 68 y su “réplica”, el Halconazo de 1970; se extiende a toda la década con el exterminio de los movimientos de insurrección armada conocido como la “guerra sucia”; y luego, en los ochenta, después de severas crisis económicas y del sacudimiento social que implicó el terremoto de 1985, se prolonga con la consumación del fraude electoral de 1988, así como con la traición de la expectativa renovada de emancipación que conllevó la irrupción del EZLN en 1994. Un ciclo de fracasos reiterados y de esperanzas rotas que culmina a inicios del nuevo milenio, alrededor de la fecha de publicación de la novela, con el inicio de la “guerra contra el narcotráfico”, ese punto de quiebre de generalización de la violencia y la crueldad extremas que representa una auténtica implosión del cuerpo social, con alcances que todavía estamos lejos de apreciar en toda su magnitud.

A la luz del arco histórico anteriormente referido, no sólo es posible definir con mayor claridad los rasgos de la subjetividad postraumática del narrador-protagonista, sino también entender en qué consiste el acontecimiento que imprime en el sujeto la mar- ca indeleble de su historicidad.

Slavoj Žižek (2014) asocia la noción de acontecimiento con la de trauma, ya que, para él, el acontecimiento es precisamente “algo traumático, perturbador, que parece suceder de repente y que interrumpe el curso normal de las cosas” (p. 16), afectando el corazón mismo de la subjetividad en tanto que “no es algo que ocurre en el mundo, sino un cambio del planteamiento a través del cual percibimos el mundo y nos relacionamos con él” (p. 23). En suma, es “la exposición de la realidad que nadie quiere admitir, pero que ahora se ha con- vertido en una revelación, y que ha cambiado las reglas del juego” (p. 25).

Anteriormente había sugerido cómo en este caso el acontecimiento –es decir, el cambio radical en la percepción y relación del sujeto con el mundo inducida por la “revelación” de una impla- cable verdad– radica en la conciencia respecto de que la emancipación como horizonte de posibilidad se encuentra cancelada. Pero ahora debo agregar que, en el entramado discursivo de esta novela, el trauma que implica dicha cancelación se expresa como la transformación de un deseo productivo –de un impulso erótico, en el sentido político– en un “Triunfo de la muerte”: en una representación semejante al famoso cuadro de Brueghel, que no busca simbolizar la experiencia de la muerte, sino la muerte de la capacidad de experimentar:

Un sujeto postraumático es por tanto una víctima que, como si dijéramos, sobrevive a su propia muerte. Las distintas formas de encuentros traumáticos, independientemente de su naturaleza específica (social, natural, biológica, simbólica), conducen al mismo resultado: surge un nuevo sujeto postraumático que sobrevive a la muerte (borrado) de su antigua identidad simbólica. No hay continuidad entre este nuevo sujeto postraumático (la víctima de Alzheimer, por ejemplo) y su antigua identidad: después del schock, literalmente surge un nuevo sujeto. Sus rasgos son conocidos por las numerosas descripciones: falta de lazos emocionales, profunda indiferencia y desapego; se trata de un sujeto que ya no está en “en- el-mundo” en el sentido heideggeriano de existencia personificada comprometida. Ese sujeto vive la muerte como una forma de vida (Žižek, 2014, p. 90).

Bajo este ángulo, podemos considerar esta novela como una tentativa de simbolización proveniente de un sujeto a la deriva, con una identidad quebrada, que recorre la ciudad “como un certificado de defunción ambulante” y que, a lo sumo, aspira a sobrellevar su “sensación de muerte interior” (Servín, 2015, p. 142). Si el narrador-protagonista que encarna a este sujeto en efecto no puede –ni quiere– recordar los sucesos previos al inicio de su propio acto enunciativo es porque de hecho ha perdido toda noción de la profundidad histórica, es decir, toda capacidad de abrevar en las fuentes del pasado para proyectarse hacia el futuro –para generar experiencia. Su falta de implicación en el mundo lo obliga a narrar –a narrarse– desde un estricto no-lugar distópico y un presente vacío: a intentar simbolizar(se) desde “el cascajo, la mierda y la sangre” y con la mirada fija en la visión de “la muerte rodeada de demonios”. Ahora bien, es importante notar que la tentativa de simbolización que constituye esta novela representa un llamado para que un lector venga a conformar una trama de sentido histórico a partir de esa negatividad, mediante un gesto análogo a la escena de lectura en la que el narrador-protagonista “leía los últimos capítulos de una historia en la que un tipo escapaba de su encierro y torturas en un calabozo, viajando con la imaginación a través del tiempo” (Servín, 2015, p. 276). Aunque, como se verá, aquí la liberación que se produce no es la del lector, sino la de la experiencia enajenada del sujeto postraumático.

En su clásico estudio Unclaimed Experience. Trauma, Narrative, and History, Cathy Caruth (1996) describe con agudeza el carácter estructuralmente paradójico de este tipo de referencia histórica:

El poder histórico del trauma no radica en la simple reiteración de la experiencia después de que ha sido olvidada, sino en el hecho de que el trauma sólo puede ser experimentado mediante el olvido que le es inherente [...]. Que el regreso [efectivo de la vivencia] sea desplazado por el trauma resulta significativo en tanto que es su retiro –el espacio de la inconciencia– lo que, paradójicamente, pre- serva al evento en su literalidad. Pues, que la historia sea la historia del trauma significa que sólo es referencial en la medida en la que no se le percibe integralmente cuando ocurre, o por decirlo de otra manera, que la historia sólo puede ser aprehendida en la inaccesibilidad de su ocurrencia [...]. O con palabras ligeramente diferentes, podríamos decir que la naturaleza traumática de la historia significa que los eventos solo son históricos en la medida en la que implican a los demás (Caruth, 1996, pp. 17-18).1

El acontecimiento con el que aquí nos enfrentamos consiste en la inversión de la valencia del deseo a causa de la reiteración in- cesante de su fracaso, con la consiguiente tanatización de la carga libidinal, erótica, y el congelamiento del proceso mediante el cual el sujeto proyectaba la fuerza vivencial de su memoria hacia el fu- turo, engastándose así en una trama de sentido histórico. De ahí la eternización de un presente circular, que imprime a la historia una consistencia de perennidad distópica y de encierro infernal: la obliteración de la emancipación como horizonte de posibilidad, cuya consecuencia lógica es la “muerte en vida” del sujeto.

Atrapado en un presente vacío, que en realidad es la prisión cir- cular de la repetición, y a pesar de su olvido –o mejor dicho, gracias a él–, el sujeto postraumático alcanza a tender un puente hacia una alteridad que de ese modo se ve llamada a liberar, mediante el viaje imaginario, desde otro lugar y otro tiempo, la trama de sentido de una historia que aquél no puede experimentar sino como olvido y obliteración de sí, esto es, como ese vacío extremo del que da cuenta el título de la novela. En efecto, a través de su ambigua relación con la lectura –y su reverso, el relato–, el narrador-protagonista logra definir un espacio de simbolización estrictamente negativo –distópico–, desde el cual induce a los otros a reconstruir una historia extraviada, a realizar un viaje Al final del vacío, o, lo que es lo mismo, a leer, en el sentido de prestar atención a la voz del vacío, en aras de la restitución del contenido histórico que Caruth denomina la literalidad del acontecimiento, pero que quizás podríamos llamar también su literariedad.2

Así, puesto que la recuperación de la experiencia extraviada convierte a la historia en un entramado de alteridades que se teje a partir de la negatividad la lectura y el relato, nuestro ejercicio hermenéutico de elucidación del contenido histórico del acontecimiento –su literariedad– resulta ser una suerte de ética de la memoria o, por así decir, de “escucha del síntoma”. Las líneas que siguen a continuación constituyen un intento por situar el gesto distópico de J. M. Servín dentro de un contexto histórico-literario más amplio, dentro del cual parecería tener su más apropiado ámbito de resonancia. 

Novela y distopía. Apunte histórico-literario

Cuando leí Al final del vacío, experimenté una sensación de familiaridad, que inicialmente atribuí a la lectura previa de otros textos del mismo autor –Cuartos para gente sola, Por amor al dólar– y más particularmente a la presencia en todos ellos de una voz narrativa en primera persona que por momentos hace incluso pensar que se está frente a una serie de relatos integrados.3 Pero enseguida caí en cuenta de que la familiaridad que percibía no era tanto con otras obras del propio Servín como con las de otro autor mexicano, José Revueltas, cuyos relatos también constituyen una incursión de frontera en los lindes de nuestra república literaria, mediante la exploración representativa de los bajos fondos y del lumpen. En efecto, Servín y Revueltas comparten la pertenencia a una tradición narrativa que en México tiene su más lejano antecedente en Fernández de Lizardi, y cuyos grandes méritos literarios provienen, al menos en parte, de su capacidad para incorporar dentro del edificio de la representación literaria, mediante una modulación estética de la voz –del tono–, a personajes provenientes de sectores marginales. Servín parece incluso homenajear implícitamente a Revueltas cuando su narrador refiere un intercambio con otro personaje en los siguientes términos: “–Chíngale en lo que nos acabamos el pomito –me ordenó el Mastín con voz cadenciosa y alargaaada, la misma con la que sus compinches y él reconocían jactanciosos su linaje como delincuentes esquineros–” (Servín, 2015, p. 126). Es un pasaje que inevitablemente hace pensar en esa “voz de cadencias largas, indolentes” con la que Polonio, personaje de El apando, expresaba “la comodidad, la complacencia y cierta noción jerárquica de la casta orgullosa, inconsciente y gratuita de ser hampones” (Revueltas, 1969, p. 14).

No sorprende entonces que la dimensión plástica del trabajo de Servín sobre la representación también exhiba una afinidad importante con la estética del realismo literario que Revueltas plasmó a lo largo de su narrativa, y que además postuló de manera reflexiva en textos como el “Prólogo a Los muros de agua”, en donde incorpora el relato epistolar de su visita al Lazareto de Guadalajara y expone su método para captar el “horror diferido” o el “horror a punto de ser” que inspiran los cuerpos enfermos de los leprosos. Goya, Goitia y, por supuesto, Brueghel son los referentes plásticos que Revueltas emplea en su tentativa por describir el “movimiento interno propio”, el “modo”, o, más específicamente, por establecer el “método” conforme al cual le resulte posible aprehender literaria- mente el “lado moridor de la realidad” (Revueltas, 1978, pp. 15-19).

Servín, por su parte, en uno de los más notables pasajes de Al final del vacío, hace a su protagonista incursionar en un no-lugar semejante al Lazareto revueltiano: un gigantesco comedor en el que una cohorte de “cojos, mancos, rencos”, “tullidos en sillas de ruedas y muletas”, comen gratuitamente, servidos por mujeres robustas y morenas, monstruosas, como aquella que “parecía una figura de cera escurrida bajo una bata sin mangas”, una figura descrita de esta manera:

con una red negra en la cabeza cubría los mechones resecos pega- dos al tejido de lo que fueron las orejas; en su lugar quedaban unas cavidades retorcidas como fruta seca. Sólo tenía un brazo, intacto, firme, de mujer joven con dedos ágiles y uñas largas pintadas con barniz azul. El hoyo de la boca había tomado el lugar de la barbilla y el pellejo estirado bajaba hasta el cuello. Miraba por dos orificios rojizos (Servín, 2015, p. 204)./p>

Imposible no recordar, después de leer ese pasaje, los ojos y el rostro del leproso descrito por Revueltas:

Ojos de batracio –esos dos círculos perfectos, hundidos, no saltones como un sapo o una rana, así que justamente sin semejanza alguna con los batracios–, la frente protuberante pero con los huesos quebrados, como si estuviera compuesta de pequeñas losas disparejas; la nariz en medio de los ojos [...]. La mutilación de sus dedos y de aquel pie no es mutilación, no se siente; es decir, como ocurre con alguien a quien han cortado una de las extremidades. Se ve que aquello simplemente se ha caído. Se ha desprendido igual que la ceniza de un cigarro (Revueltas, 1978, p. 16).

Quisiera subrayar, sin embargo, que el vínculo que aquí intento mostrar no se sitúa en el plano de las influencias, sino en el del método: de aquello que el propio Revueltas hubiera calificado como la praxis, es decir, la relación entre la obra y la reflexión teórica.

Ahí mismo, en el Lazareto de Guadalajara, después de asistir a una puesta en escena protagonizada por los leprosos, Revueltas afirma: “Creo que para nosotros los mexicanos no existe el horror: de tal modo estamos acostumbrados a él” (Revueltas, 1978, p. 17). Mientras que, por su parte, frente al monstruoso espectáculo de esos “malvivientes deformes o lisiados que se apretujaban para exigir comida o buscaban un espacio libre para tragar”, el narrador-personaje de Al final del vacío, sostiene: “El horror forma parte de nuestras funciones vitales y se desarrolla como un poderoso anticuerpo. Reconocí su esencia. El asco era síntoma de debilidad. Cualquier intento por escapar es aplastado por la turba que protege por dentro las puertas del infierno” (Servín, 2015, p. 203).

En el contexto carcelario de Lecumberri, donde también concibió El apando, Revueltas escribió algunas notas, en donde postulaba la “unidad teórico-práctica del arte” y en donde afirmaba que “toda gran obra de arte crea una teoría”, es decir, “una teoría de la realidad”. Se trata de una visión del realismo literario que no sólo no se opone a la utopía, sino que de hecho la plantea como una condición necesaria para la creación: “La utopía jamás ha sido algo que amenace al arte. ¿Cómo explicarnos a los Lucas Cranach y a los Brueghel, sin la utopía? ¿No son una utopía los Desastres de la guerra, de Goya? Utopía de lo real, espanto de lo real” (Revueltas, 1987, p. 202).

A la luz de lo anteriormente expuesto, me atrevo a postular que la utopía de lo real no es sino la búsqueda del método artístico para poner de manifiesto la dialéctica del acontecimiento: la expresión realista y a la vez utópica –es decir distópica– de una traumática realidad que, como dice Žižek (2014), nadie quiere admitir.

Es sabido que, en el momento de su publicación, El apando decepcionó las expectativas de quienes deseaban que Revueltas escribiera algo así como la “gran novela” del movimiento estudiantil y que esa obra más bien fue leída como una denuncia de las condiciones de la vida carcelaria en México. Sin embargo, si nos ceñimos a la premisa de que la obra es un postulado teórico, y asumimos que en el caso de El apando dicho postulado se vincula con la idea –planteada en su momento por el propio Revueltas– de que la cárcel es una matriz simbólica (Sáinz et al, 1977, p. 12), no será difícil identificar cómo, en efecto, en la novela la cárcel es una y cómo las rejas son las de la ciudad, el país y el mundo. Y entonces podremos identificar en esa magistral obra de Revueltas una formulación distópica muy semejante a la que cobra forma en Al final del vacío, según la cual la condición carcelaria no se refiere exclusivamente a la prisión física, sino a una de índole social, con alcances ontológicos. Pero la formulación distópica que surge con la obra postrera de Revueltas y se prolonga con Al final del vacío sólo se puede entender cabalmente si se tiene en cuenta el momento utópico que la antecede, el cual tuvo su más clara expresión en la literatura contracultural del México de los años sesenta. En su momento, novelas como La tumba (1964) y De perfil (1966), de José Agustín, o Gazapo (1965), de Gustavo Sainz, fueron los signos tempranos de un quiebre sociocultural de gran profundidad en la sociedad mexicana, que tuvo su clímax en 1968, con el movimiento estudiantil. En palabras del propio Agustín, la literatura que en su momento hicieron autores como él constituyó una de “las primeras manifestaciones de un cambio de piel, una revolución cultural [que] no sólo inició al país en la postmodernidad sino que procedió a definir el espíritu de los nuevos tiempos” (Agustín, 2004, p. 10). Y en ese sentido, más allá del carácter estigmatizante que pudiera haber tenido, el epítome “Literatura de la Onda” contribuye, aún hoy en día, a dotar de inteligibilidad al fenómeno, sobre todo si se toma en cuenta su origen popular, es decir, su arraigo en un difuso sentir colectivo al que, según ese mismo autor, dio expresión:

La palabra “onda” implica movimiento y comunicación, algo intangible que no percibimos hasta que nos volvemos el receptor adecuado para sintonizar distantes frecuencias que, invisibles, inciden en la realidad. En México se empezó a usar coloquialmente a principios de los años 1960 y desde un principio resultó un verdadero complejo de significados [...]. Sin embargo, sobre todo, sugería algo decisivo y trascendente. En ese sentido la onda era un espíritu específico, contracultural. “Agarrar la onda” significaba entender algo dificultoso, ser flexible, abierto y capaz de reconsiderar, pero también era iniciación en un proceso arquetípico; es decir, en un principio y una meta, en una sustancia mítica que con el tiempo pavimentó el camino de un fenómeno social, juvenil, contracultural, que se llamó la onda en la bisagra de los años 1960 y 1970 (Agustín, 2004, p. 13).

Desde mi perspectiva, el éxito de los autores de la Onda responde al hecho de que son ellos quienes lograron graficar mejor que nadie el sacudimiento que ese “proceso arquetípico” representó para las estructuras sociales y culturales del país. Con la misma ascendencia popularizante –o, mejor dicho, plebeya– que J. M. Servín, la novelística más representativa de la Onda también plantea un recorrido transversal del yo narrativo, que implica una genuina desterritorialización, indisociable de la exploración lingüística del entorno inmediato. Pero dicha exploración se singulariza dentro de la tradición literaria nacional por la fugacidad de un horizonte juvenil que en apariencia carece de cualquier profundidad histórica.

La reticencia de estos textos frente a la Historia provocó que se les considerara como excesivamente cercanos a la literatura de consumo (Gunia, 2004, p. 27) y que incluso se les haya caracteriza- do como un “realismo estilo kódak” (Müller, 1992). Por mi parte, sostengo que su más genuina significación radica precisamente en ese aparente rechazo de la profundidad histórica, pues sucede con estas obras algo análogo a lo que plantea Agamben (2007) en su famoso Ensayo sobre la destrucción de la experiencia, donde describe cómo, frente a las grandes maravillas de la tierra, el sujeto contemporáneo “prefiere que la experiencia sea capturada por la máquina de fotos”, debido a que tal vez “en el fondo de ese rechazo en apariencia demente se esconda un germen de sabiduría donde podamos adivinar la semilla en hibernación de una experiencia fu- tura” (p. 10). Gracias al atisbo de esta experiencia futura, es posible sugerir que la pobreza literaria de la Onda responde al deseo de esos escritores de sustraerse al peso de una literatura hegemónica, discursivamente lastrada por varias décadas de Revolución Institucionalizada, y también de distanciarse radicalmente de posturas elitistas y autorreferenciales, que eran importantes dentro del horizonte literario en México de aquellos mismos años.

El deseo contracultural de la Onda, su “barbarie” –en el sentido positivo, benjaminiano, del término–, habría de encarnar años después, en 1979, en Adonis García, el narrador-personaje de El vampiro de la colonia Roma (1996), de Luis Zapata, pues en efecto el protagonista de esa novela es un nuevo bárbaro, que decide con- fiar a un magnetófono el gozoso despojamiento de su experiencia frente a un “entrevistador” indeterminado, cuya voz queda elidida. A lo largo de las siete “cintas” que conforman esa “transcripción”, escuchamos a Adonis usar el lenguaje con una libertad inusitada y hacer relación de una trayectoria personal y homoerótica en rizoma, propia de “un sujeto narrativo nómada, sin lugar fijo, que se constituye a sí mismo como fuente de proliferación de múltiples trayectorias sin origen ni destino, regidas tan sólo por la lógica del deseo” (Medina, 2008, p. 507). Bajo el impulso de esta “utopía gaya”, la supuesta grandeza palaciega de la Ciudad de México –la “Ciudad de los Palacios”–, consagrada con grandilocuencia por una longeva tradición literaria que aún el Carlos Fuentes de La región más transparente pareciera sancionar, se transforma en una cartografía erótica, en la que cuerpos y placeres circulan libremente, al punto en que la ciudad misma aparece como un cuerpo erotizado y la Torre Latinoamericana como “el falo más grande de Latinoamérica” (Zapata, 1996, p. 159). Ahora bien, en la medida en que Adonis García termina por convertir su cuerpo y su sexualidad en una empresa cada vez más rentable y planificada, la utopía en la que el valor de uso –o de goce– resistía ante la ubicuidad social del valor de cambio cede ante la fuerza ineluctable de la iniciativa individual sin interferencias del neoliberalismo. Y es aquí donde podemos apreciar la inscripción del acontecimiento, aunque de manera oblicua, elusiva.

Durante la década y media que transcurre entre la publicación de La tumba y la de El vampiro de la colonia Roma, no sólo tuvieron lugar el movimiento estudiantil de 1968 y su sangrienta represión, sino también, sobre todo, la apropiación de la dinámica social que estuvo en el origen de la “revolución cultural” y su consiguiente reconversión bajo la égida del principio de circulación del valor de cambio y del fetichismo de la mercancía. Coincido con Alberto Medina (2008) en que es “en esa intersección entre revolución y consumo, entre el objeto de la represión de Tlatelolco y la seducción capitalista que la sucede” (pp. 511-512) donde debemos situar el acontecimiento del que participaron tanto la Onda como el movimiento homosexual y otros fenómenos sociales concomitantes. Como lo observa atinadamente el propio Medina, ya en la novela de Zapata se percibe una sombra de corrupción, ocasionada por la presencia insidiosa de la enfermedad, del contagio que “no sólo anuncia la radical interrupción de la utopía años después con la llegada del sida, sino también la intromisión de una lógica de asimilación capitalista” (p. 516).

Si me he permitido hacer la reconstitución de este proceso histórico en el contexto de este ensayo, es para mostrar cómo, en su momento, el gesto distópico plasmado en El apando anticipa la reversión del impulso contracultural, cabalmente utópico, que había dado fuerza a la Onda y al movimiento estudiantil. De modo que ese texto no sólo grafica la contención de la energía libidinal (política), o de su mera represión, sino una genuina dialéctica del acontecimiento. Es la imagen dialéctica que captura, al mismo tiempo, el impulso utópico y su reconversión como suplantación fetichista en el paroxismo de su enajenación. Se puede decir entonces que El apando no fue la novela del movimiento estudiantil ni de su re- presión, sino la cifra del momento histórico en el que la utopía se revirtió en distopía, en el que la ciudad deseada se convirtió en la ciudad real. Menos el despertar del sueño utópico que su transformación en pesadilla interminable.

Terminaré señalando que si acaso podemos reconocer esta tex- tura onírica a través de las páginas de Al final del vacío es porque dicha novela responde a una praxis literaria en la que la historia reverbera en tanto registro literal –literario– del acontecimiento como trauma, es decir, en tanto verdad que sólo se revela a través del vaciamiento y la desterritorialización de la experiencia –mediante la negatividad del síntoma–, una verdad que nunca podrá ser ni plena ni positiva, y que sin embargo es necesario transmitir, esto es, convertir en tradición e historia, no sólo mediante su puesta en relato, sino, más todavía, mediante su escucha.

Referencias

Agamben, G. (2007). Infancia e historia. Ensayo sobre la destrucción de la experiencia. Buenos Aires: Adriana Hidalgo.

Agustín, J. (2004). La onda que nunca existió. En Revista de Crítica Literaria Latinoamericana, 59, 9-17.

Caruth, C. (2016). Unclaimed Experience. Trauma, Narrative, and History. Baltimore: Johns Hopkins.

Gunia, I. (2004). ¿Qué onda broder? Las condiciones de formación y el desenvolvimiento de una literatura de la contracultura juvenil en el México de los años sesenta y setenta. En RevistadeCríticaLiteraria Latinoamericana, 59, 19-31.

Medina, A. (2008). De nómadas y ambulantes: Elvampirodelacolonia Romao la utopía suplantada. En RevistaCanadiensedeEstudiosHis- pánicos, 32(3), 507-521.

Müller, I. (1992). “Realismo estilo kódac”: José Agustín (La tumba 1964/1966) y Gustavo Sainz (Gazapo1965), iniciadores de la litera- tura de la cultura juvenil en el México de los años sesenta y setenta. En Iberoamericana, 2(46), 65-83.

Revueltas, J. (1969). Elapando. México: Era.

Revueltas, J. (1978). Losmurosdeagua. México: Era.

Revueltas, J. (1987). Cuestionamientos e intenciones II. México: Era.

Sainz, G. et al. (1977). Conversaciones con José Revueltas. Xalapa: Universidad Veracruzana.

Servín, J. M. (2015). Alfinaldelvacío. Oaxaca: Almadía.

Zapata, L. (1996). ElvampirodelacoloniaRoma. México: Grijalbo.

Žižek, S. (2014). Acontecimiento. México: Sexto piso.

Notas

1 “The historical power of the trauma is not just that the experience is repeated after its forgetting, but that it is only in and through its inherent forgetting that it is first experienced at all [...]. If return is displaced by trauma, then, this is significant insofar as its leaving –the space of unconsciousness– is, paradoxically, precisely what preserves the event in its literality. For history to be a history of trauma means that it is referential precisely to the extent that it is not fully perceived as it occurs; or to put it somewhat differently, that a history can be grasped only in the very inaccessibility of its occurrence [...]. To put it somewhat differently, we could say that the traumatic nature of history means that events are only historical to the extent that they implicate others”. Las traducciones no señaladas como tales en la bibliografía son mías.

2 La teoría del trauma de Caruth se deriva de una sugerente lectura de algunos textos freudianos, como Más allá del principio del placer y Moisés y el monoteísmo, en donde ella no sólo ve una elaboración ejemplar respecto a lo que significan el trauma en la historia y la historia como trauma, sino la condición fundante del psicoanálisis en tanto “ética de la memoria” que necesariamente trasciende a los individuos y a las generaciones: “La experiencia tardía del trauma en el monoteísmo judío sugiere que la historia no sólo consiste en atravesar una crisis, sino también en el paso hacia una forma de supervivencia que sólo se puede poseer dentro de una historia más amplia que la de cualquier individuo o nación singular” –“The belated experience of trauma in Jewish Monotheism suggests that history is not only the passing of a crisis but also the passing on of a survival that can only be possessed within a history larger than any single individual or any single generation” (Caruth, 1996, p. 71).

3 El narrador-protagonista de la novela afirma haber aprendido otro idioma durante el tiempo que vivió en otro país, trabajando como bracero (Servín, 2015, p. 20), lo cual, sin duda, remite al narrador-protagonista de Por amor al dólar; mientras que en boca de otro personaje se nos hace saber que el mismo narrador de Al final del vacío mató a un perro en una pelea (Servín, 2015, p. 223), tal y como lo narra el protagonista de Cuartos para gente sola.