El Pez y la Flecha. Revista de Investigaciones Literarias

DOI: 10.25009/pyfril.v3i6.108

Sección Redes

Vol. 3, núm. 6, mayo-agosto 2023

Instituto de Investigaciones Lingüístico-Literarias, Universidad Veracruzana

ISSN: 2954-3843

La guerra cultural: testimonio y comunicación, una vía hacia la identidad

The Culture War: Testimony and Communication, a Path to Identity

Miguel Barnet 0009-0000-8429-7064a

Luis Antonio Mendoza Vega 0000-0002-6723-6857b

aFundación Fernando Ortiz, La Habana, Cuba fortizfundacion@gmail.com

bUniversidad Veracruzana, México mendozavegatributo@gmail.com

Resumen:

Esta disertación gira en torno a la monopolización de los medios de comunicación masivos que obstaculizan el desarrollo de una sensibilidad acorde a los principios y necesidades del ciudadano a pie. El valor sociológico de la literatura fomenta la memoria histórica frente al statu quo que legitima el discurso dominante, ese que busca, de alguna manera, adormecer la lucha de clases. La novela testimonial permite la reflexión respecto a la enajenación del espíritu latinoamericano y caribeño perpetuada por un modelo único de cultura, propuesto por el mundo capitalista occidental. Así, las vivencias de las comunidades marginadas marcan la apropiación del proceso histórico y de su realidad última como signos de verdad.

Palabras claves: novela testimonial; Revolución Cubana; realismo social; literatura socialista; revolución cultural.

Abstract:

This dissertation spins around the monopolization of the mass media that prevents the development of a sensibility according to the principles and needs of the ordinary citizen. The sociological value of literature fosters historical memory in the face of the status quo that legitimizes the dominant discourse, which seeks, in some way, to numb the class struggle. The testimonial novel allows us to reflect on the alienation of the Latin American and Caribbean spirit perpetuated by a unique model of culture proposed by the Western capitalist world. Thus, the experiences of mar ginalized communities offer the appropriation of the historical process and their ultimate reality as sights of truth.

Keywords: testimonial novel; Cuban Revolution; social realism; socialist literatura; cultural revolution.

Recibido: 14 de diciembre de 2022

Dictaminado: 10 de marzo de 2023

Aceptado: 21 de marzo de 2023

Presentación

Con promesas de democracia y progreso, la sociedad capitalista ha orquestado falsos valores americanos en aras de una realización individual y colectiva dentro de la avasallante modernidad, cuyas consecuencias devienen en una falta de autonomía espiritual de los pueblos. Dicho de otra manera, las ideologías por parte de la cultura de masas, provenientes de un chauvinismo específicamente norteamericano, gestionan nuevas formas de colonialismo. Su materialización mercantil fortalece un estado de cosas difícil –pero no imposible– de derrocar. La criminalización del movimiento obrero por parte de los grupos de poder exacerba y devela dicha gestión pública y política. ¿Cómo combatir semejante mal endémico? Es necesario hacer al pueblo el verdadero protagonista y creador de su propio destino, señala Miguel Barnet.

A raíz de la publicación de su libro Biografía de un cimarrón, en 1966, el antropólogo y escritor cubano debió hacer frente a las re- percusiones y críticas por su obra: ¿es un testimonio o llanamente una ficción la historia de Esteban Montejo, un esclavo afrocubano de 108 años? Dicho acontecimiento significó un hito en las letras latinoamericanas, pues se presenciaba el nacimiento de la novela testimonial en Occidente. Derivados del escándalo literario, múltiples ensayos se publicaron para dar respuesta a la interrogante, entre ellos “Testimonio y comunicación: una vía hacia la identidad”, cuya versión actualizada y corregida fue presentada por el autor en una conferencia ofrecida en Xalapa, Veracruz, México, en 2022. El asunto se reduce a la guerra cultural contemporánea en medio de la creciente implementación de políticas discriminatorias por parte de los sectores hegemónicos. Por lo anterior, el presente texto retoma temas como la revolución socialista y el papel de la literatura en ella, teniendo como referente principal la Revolución Cubana y la novela de testimonio.

Cuba, en 1959, fue el epicentro de una revolución contra la hegemonía de Estados Unidos sobre América Latina. Con la apropiación de los medios de comunicación masivos, se buscaba evitar la propagación de una engañosa forma de pensar y actuar, permitiendo en cambio el desarrollo de nuevas historias, gracias al fomento y consumo de productos nacionales. Tremendo cambio en la brújula de la ética, moral, política y economía de la isla, que buscaba la reconquista de la dignidad, el sentido histórico y la tradición caribeña, lo que permitió que el pueblo tomara un papel activo en la liberación de estructuras que el mercado extranjero propagaba.

Aunado a la lucha, el testimonio, anota Barnet, se erige como un arte auténtico para la toma de conciencia, con base en una perspectiva de clase, sin los remanentes de viejos ideales burgueses. Una vía para el reconocimiento del pueblo como operante de su porvenir es la cultura socialista, en la cual la novela testimonial permitiría la identificación y divulgación de las ideas “de lo auténtico, lo verdadero y lo esencial”. En dicho marco, el escritor tiene un papel como investigador social, entre cuyas tareas destaca la recuperación de los relatos personales y populares, para darle el acabado justo que los posicione políticamente y en legítima defensa.

Dado que en el lenguaje se gesta un horizonte de intencionalidad, el testimonio ayudaría a reivindicar el valor de los desposeídos, los individuos sin aparente historia, representando la lucha de clases como la raíz de los problemas fundamentales de toda sociedad moderna. En última instancia, la participación del testimonio en la lucha proletaria hace del lenguaje popular, decantado y puesto en circulación, un cuerpo revolucionario. La escritura socialista anula o, al menos, revierte el maniqueísmo de la burguesa, aquella que representa a las masas con una suerte de exotismo y estetización del prejuicio y del estereotipo: recuérdese, por ejemplo, el negrismo en el Caribe o el indigenismo en Latinoamérica.

La alfabetización del ciudadano común cultiva en él una necesidad espiritual. La literatura, el cine documental y el teatro callejero abren un diálogo incesante y permanente, con la misión de crear una nueva sensibilidad y conciencia, apartadas de las empresas publicitarias, en un proceso, propiamente, descolonizador. Dicha exigencia del arte en la cultura socialista requiere asimismo un trabajo riguroso por parte del escritor, no sólo como agente de la causa, sino también como artista.

Que toda obra lleve consigo un germen de ideologización es inevitable. En cambio, atizar el valor estético del testimonio en la lucha proletaria es el bastión de una cultura insurrecta, porque un arte socialista es un pueblo armado y a la vanguardia, aventura Miguel Barnet. La novela testimonial es el lenguaje de un pueblo en reconstrucción; la fundación de una conciencia que le devuelva al trabajador, a la obrera, al segregado. Así pues el compromiso de libertad es la tarea principal del escritor de nuevos tiempos.

La dominación descansa en la fuerza; y la mentira es su signo. Mentir se convirtió en un rito. Un rito productivo y eficaz. La verdad no sólo se desconoció, sino que era imposible asirla sin un instrumental adecuado. La verdad debía surgir de la violencia. Y de la violencia de muchos. No de un zarpazo más, de un golpe asestado al azar, sino de una flagrante lucha, de una verdadera conmoción social. La verdad era la Revolución.

Férreamente monopolizados los medios masivos, desde la ancestral imprenta de mano hasta la televisión y el video, la democratización de la cultura no ha sido más que una ilusión y un espejismo en el mundo capitalista. Los trabajadores, los explotados, apenas han podido asomarse al mundo. Sus valores, sus tradiciones, han sido escamoteados sistemáticamente por un sistema al que sólo le ha interesado la producción de bienes materiales en masa y un conjunto de ideas sometidas a esa producción.

Los verdaderos contenidos artísticos y culturales, aquellos que llenarían las necesidades íntimas del pueblo y su sed de conocimientos, no han llegado a las masas. Por el contrario, los mass media han servido para envenenar conciencias y estandarizar un gusto y una sensibilidad que ya hoy se ha convertido en modelo. Modelo único, signo de la apariencia, espada de Damocles sobre la clase explotada. Los contenidos que se proponen son falaces, subproductos culturales impuestos por la demanda de un mercado consumista servil. Aún más, toda esa parafernalia de medios ha servido sólo para evitar el desarrollo de una sensibilidad y un gusto acordes a las más legítimas necesidades del hombre común. Ha creado un mal endémico y no un mensaje cultural, una fiebre em- botadora y no un sistema fluido para el mensaje ideológico, mucho menos una solución legítima y aplicable al mundo real del hombre de nuestra América.

En nuestro continente, el resultado de este virus generador de efectos malignos aparece triplicado por relación a los países desarrollados, donde los niveles de escolaridad son más altos y donde la hegemonía de la clase dominante sufre fracasos constantes. El producto final de este empeño, extraído de todo un laboratorio industrial y publicitario, es ya una realidad consustancial al mundo íntimo del hombre americano.

La producción en serie de productos culturales para las mayorías, en estimulación del consumo de bienes materiales, ha tenido acuciosas descripciones y denuncias. Se manipulan conciencias, en una acometida feroz contra los valores propios de una cultura. Un buen ejemplo de esto son las radionovelas, que al tratar el mundo de los pobres en sus relaciones con las clases altas pretenden conciliar estas dos corrientes, aplicándoles esquemas impuestos y artificiales a las clases explotadas, las que se ven obligadas a imitar el modelo falaz en aras de la felicidad y el triunfo. Como apunta Reynaldo González en su ensayo sobre este subgénero:

dotados de insólitas buenas maneras y elegancia, o dotados para adquirirlas, los protagonistas de origen humilde asumen las ideas y la disposición electiva de la clase superior, para acercársele. Sus virtudes y sensibilidad los conducen a cumplir objetivos cuya consumación incluye la necesidad de luchar por ellos. Luchan, sí, para demostrar que poseen las aptitudes individuales que se requieren para figurar en el escenario superior. Se les propone el abandono de su propia condición o clase y, por consiguiente, un olvido de las verdaderas razones que justificarían una lucha.

Jamás se toca el fondo, jamás se va a la raíz de los problemas. Todo será tabú. El gran tabú de la cultura occidental moderna. Resulta así, de ahí, un historicismo y una enajenación de la sensibilidad y del gusto que cubren sus vidas totalmente, como un manto nuclear que los adormila y conforma a un estado de inercia absoluta.

Con hermosos modelos de conducta individualista, con automóviles último modelo o lágrimas de glicerina, se han dosificado cruelmente las mayores y más atroces mentiras, los peores engaños, el más efectivo chantaje de unos hombres a otros.

Sin autonomía espiritual alguna, sino más bien sometidos a la voluntad de un modo de ser y hacer ajenos a sus más legítimos intereses, los pueblos de nuestra América han sufrido el inmisericorde bombardeo de píldoras doradas para sueños que no son los suyos. Se asesina un ideal en virtud de una ilusión pasajera. Los medios de información, como un Doctor Fausto, logran que la idea extraña encandile los ojos, sea aceptada. Se consuma el triunfo del conjuro mágico sobre la fertilidad espontánea.

La patología del enajenamiento se vuelve algo familiar y común, imposible ya casi de distinguir del estado de normalidad. He ahí la trampa. Bien dice Philip Slater que “cuando se haya dado forma física a todos estos impulsos y logros de la cultura de masas, no podremos ver el cielo, los árboles, ni ninguna cosa corriente; tan inundados estaremos por la maquinaria que habremos vomitado de nuestras entrañas ulceradas”.

Somos un producto manufacturado. Una mercancía. “La inocencia imaginable de una visión primitiva, natural –en una relación sujeto-objeto–, no forma parte siquiera de la especulación romántica”.

¿A qué ha contribuido la sociedad consumista moderna con todo su aparato tecnológico? A convertir al hombre en una máquina reproductora de ideas procesadas mercantilmente. Esto equivale a una guerra psicológica. Los medios masivos se han empleado para promover esa guerra, como la diplomacia se ha empleado para otra guerra, hermana de ésta: la política. Paralelamente, antropólogos capitalistas y comunicadores sociales han empleado sus recursos contra los pueblos, llevándolos al centro de sus intereses y sometiéndolos. La presunta meta científica se tornó meta política, engaño flagrante.

Pululan los millares de informes científicos, etnológicos y sociológicos en centros de estudio y agencias de inteligencia de todo el mundo capitalista. Estos informes no han servido más que como plataforma para el empleo de métodos sofisticados de explotación y coloniaje. La guerra psicológica con el empleo de esa información ha restado las fuerzas espontáneas y estrangulado las conciencias. A mayor y más profundo conocimiento de las variadas idiosincrasias de los pueblos, mayor avasallamiento y estrangulación.

La antropología hegemónica ha presentado a los conglomerados sociales como cuerpos estáticos, regidos por leyes intransigentes, por esquemas incontrovertibles. Los pueblos, así, podían ser condu- cidos perfectamente por los resortes mágicos de la ciencia moderna hacia la inacción total frente al colonialismo y la dominación.

Por otra parte, la prensa burguesa ha presentado al pueblo, a su vez, como un conglomerado de “inagotable fuente de crímenes y violaciones, sobre todo cuando el agrandamiento de este tipo de suceso significaba la subestimación de hechos más edificadores y más significativos de una vida nueva, también protagonizados por el pueblo”, según Armand Mattelart (1971, p. 16).

No es casual que el norteamericano Saul Bellow, premio Nobel de Literatura expresara: “Nosotros perpetramos cualquier mal en aras de nobles ideales.” Y que William Faulkner dijera: “Nuestro símbolo sexual es el automóvil.” De la misma manera se enarbolan falsos valores paradigmáticos en virtud de conceptos ambiguos, como ocurrió en Cuba durante la pseudorrepública, con el lema de la cubanidad es amor –o la cubanidad, simplemente–, noción hueca, alrededor de la cual se produjo el rito más estéril y canonizador de lo superfluo y chauvinista, de la falsedad e incluso la traición nacional. Una cubanidad cuyos protagonistas servían de mimos de opereta de los modelos de la cultura norteamericana.

En 1959, esta situación cambió radicalmente. Ello fue posible por la instrumentación de un conjunto de medidas definitivas: los medios de difusión masiva fueron nacionalizados y puestos al servicio del pueblo. La radio, la televisión, las imprentas, las salas de teatro, ya no servirían más como propagadores de una falsa cultura, alienante y conformista.

El pueblo entraría como verdadero protagonista. Se hacían polvo aquellas historias de Cenicientas que soñaban con príncipes azules para mitigar la frustración y el tedio cotidiano, con tíos ricos a la manera de un rey Midas, criaditas dóciles sometidas a la voluntad de adinerados caballeros... Eran los tiempos de mujeres impías que vivían en casas mugrientas y podían ser capaces, sin embargo, de destruir el corazón de aquellos señores ricachones de nobles sentimientos, modelos inevitables del cine mexicano y argentino.

La historia posterior iba a demostrar que la vida interior del pueblo no era tan anodina y simplona como nos querían hacer creer los fabricantes de dentríficos y jabones. El pueblo de los cien años de lucha, que comenzó su pelea con un machete en la mano y la continuó con un tanque, derribando las estructuras de una sociedad podrida, tenía unas historias diferentes y –lo que es más importante– una manera diferente también de contar esas historias, que sería expresada a través del testimonio.

Aquellas cualidades inherentes al viejo concepto de cubanidad aparecen hoy, a la luz de la Revolución, como vicios de inercia, indisciplina y egoísmo individualista, por no hablar de frivolidad, hipérbole, pereza proverbial, actitudes oblicuas, escamoteadoras de la verdad o la tragedia, divagaciones mentales o fantasías volátiles.

Propagandizando hazañas derivadas del instinto y no de la reflexión, nuestros pueblos han sido vistos como una masa estática, en camino siempre hacia el sometimiento y la nada.

Los verdaderos valores de nuestra cultura, como los de nuestro pueblo, jamás iban a ser propagandizados. Por el contrario, sus sucedáneos recibirían todo el peso de los medios de información, re duciendo el área ideológica en función de la sociedad de consumo, o de una estrategia emergente tanto en el campo de la ética moral como en el de la política.

Por eso, cuando se inicia en Cuba la campaña de consumir productos nacionales, campaña real y efectiva, ese llamado a la conciencia nacional fue para el mercado extranjero –habituado a la pasividad y el silencio–, y para el sistema de propaganda, como la irrupción de un elefante en una cristalería.

Lo nuevo fue extraño y difícil de aceptar, acostumbrado como estaba el público a recibir productos revestidos de intenciones diferentes, como la ejecutada por la vieja política de lo sentimental; se llevó consigo mucho de esos valores de baratura y permitió que el rescate de otros, de contenido más sustancioso, como la dignidad nacional, el sentido histórico caribeño, la tradición artística, fueran puestos en práctica por los medios que antes propagandizaban lo superfluo y chabacano. Una conciencia histórica fundada en la experiencia colectiva permitió que la tendencia hacia la iden- tidad, activa y práctica, fuera premisa inalienable para la gestión de cualquier actividad artística o cultural. Los verdaderos resultados fueron reivindicados mediante una interpretación científica de la cultura y el lenguaje. Interpretación que sustituiría las resonancias huecas y los falsos clisés.

Crear una nueva cultura es la respuesta. Sólo una concepción científica de la cultura generará un arte auténtico y nuevo.

Tomar del pasado lo mejor y más valedero, y mirar hacia el futuro en un sentido histórico, es premisa inexorable en este proceso. Lo verdadero es lo que la luz de la tradición ha marcado en las conciencias colectivas, lo que ha rezumado la vida. Únicamente aquellas expresiones que traducen una verdad, que están desprovistas del mal del antagonismo de clases, reflejan esa luz en toda su magnitud. Antonio Gramsci supo interpretar esto cuando escribió:

Luchar por un arte nuevo significaría luchar por crear artificialmente. Se debe hablar de luchar por una nueva cultura, vale decir por una nueva vida moral que no puede sino encontrarse íntimamente ligada a una nueva intuición de la vida y transformarla en una nueva manera de ser y de sentir la realidad y por consiguiente en un mundo consustancial a los «artistas posibles» y a las «obras de arte posibles».

Para que este arte posible deje de ser una utopía, un sueño que encandile los ojos de los ilusos, es necesario quebrar las estructu ras burguesas, echar abajo todo el edificio de la dominación y el vasallaje de las conciencias y crear nuevas y posibles vías para la identidad. Devolver el habla al pueblo y otorgarle el derecho de ser gestor de sus propios mensajes, esa es la verdadera vía. Lo demás es una mentira convertida en signo de la peor dominación. Espectador activo y ejecutante, ese ha de ser el papel que juegue el pueblo en un proceso democrático real. El desenvolvimiento de la razón, del talento y la capacidad sólo se la devuelve al pueblo el socialismo, derecho que, como expresara Máximo Gorki, “le arrebataron por doquier en el mundo”.

Es la masa, en franca respuesta, la que con una revolución arrebata los medios de dominación a la clase poderosa y destruye por completo el tendencioso y dinámicamente orquestado aparato de la información enajenante.

Liberar a las masas de todas esas coyunturas sólo puede hacerlo una revolución. Prometeo encadenado se soltará las amarras cuan- do, como en Cuba, el aprendizaje y el placer de experimentar en carne propia esa liberación sea un derecho de todos y un ejercicio permanente y no circunstancial. Un ejercicio tal sólo se llevará a cabo plenamente cuando forme parte activa de la dinámica de todo un conjunto de acciones encaminadas al rescate de una cultura. Sin afanes tendenciosos, sin paternalismo, sin revanchismo. Con la participación de todos verdaderamente, para que la acción sea plena y el rescate profundo.

La cultura tradicional de nuestro país se ha gestado a través de la historia con los productos más genuinos de la creación popular. El proceso de valoración de esta cultura se basa en los principios del materialismo dialéctico e histórico. La valoración de esta cultura asume un carácter francamente ideológico; rescata la identidad nacional y deviene cultura de masas o cultura socialista a partir de la asimilación universal de estos valores. Todo este rescate debe hacerse con instrumentos científicos y no improvisadamente. De ahí que el papel del testimonio, y en particular de la novela de testimonio, a través del uso de la vía oral, constituye un paso de suprema importancia en este sentido.

Específicamente, la novela-testimonio ha contribuido en Cuba a la información, convirtiéndose en soporte totalizador de la misma; ha enriquecido la visión de la realidad histórica y social y ha devuelto a las masas su sentido de identidad, sirviendo a la vez de espejo cóncavo y retrovisor. La política cubana, en perfecta armonía con la intención del investigador social o del escritor, está encaminada al rescate de los valores culturales plenos, así como a su identificación y divulgación.

El gestor de la novela-testimonio recoge los relatos de viva voz de sus informantes y luego los trasmite en forma decantada, no sin antes hacerlos filtrar por el laboratorio que es el propio informan- te, que desbasta, pule y recrea sus propios discursos.

El mensaje fiel es así trasmitido y el pueblo se convierte, pues, en gestor de sus propios sueños, de sus más caras aspiraciones. Es bueno, después de todo, recordar a Alfonso Reyes, cuando decía que la palabra era cápsula verbal y que quien la dispara posee una determinada intencionalidad. “La voz de los desposeídos posee también su propia intencionalidad, pero es más pura y espontánea por su carácter de nueva, sin estrenos, desasida del manto retórico. Es, además, resonador de muchas voces.”

El gestor de la novela-testimonio debe cuidar este lenguaje, preservar sus esencias prístinas, sus giros, sus contenidos. De no hacerlo así, estaría traicionando el mensaje y serviría, como han servido tantos novelistas burgueses, de chamán tergiversador de la verdad. Crear un equilibrio justo, una medida adecuada, es quizás la tarea más sutil, más difícil en este terreno. Aquí estamos tocan- do el consabido fondo arenoso del lenguaje. El fuego ondulante y cromático donde tantos se han quemado las manos, quemando así las alas de ese pájaro casi inasible que es el lenguaje. “Aquí está –es- cribió Federico García Lorca–, mira. Yo tengo el fuego en mis manos. Yo lo entiendo y trabajo con él perfectamente, pero no puedo hablar de él sin literatura... Quemaré el Partenón por la noche, para empezar a levantarlo por la mañana y no terminarlo nunca”.

La Revolución Cubana ha enseñado al pueblo un lenguaje real, no un lenguaje manualesco y mucho menos emergente. Los proyectos se llevan a cabo, entre victorias y reveses, pero se cumplen para no frustrar el ideal popular de construir una sociedad nueva. El lenguaje ha contribuido notablemente a estos hechos y realizaciones. Un lenguaje convincente, con prácticas y fructíferas de- mostraciones de su efectividad, se ha logrado dentro de un largo proceso de enseñanza y una comunicación que garantiza la verdad.

La novela-testimonio, al rescatar ese orgullo popular, al reivindicar los valores que estaban escamoteados y revelar la verdadera identidad social del pueblo, ha contribuido al conocimiento y adaptación de la psiquis colectiva cubana a la idea de lo auténtico, de lo verdadero, de lo esencial.

La historia ha sido interpretada por primera vez en función de la lucha de clases y no cuestionada superficialmente o descrita en planes convencionales o con base en mitos y esquemas del pasado burgués. Esta interpretación asume la función de representar a la sociedad para sí misma y muestra cómo, en una dialéctica perfecta- mente histórica, el pasado repercute en el presente y será la plata- forma para abordar el futuro.

Las imágenes y los personajes puestos a jugar en el género de la novela-testimonio pretenden mostrar los aspectos ontológicos de la historia, los procesos sociales y sus dinámicas internas; estudiar los casos individuales en función de los patrones de conducta colectivos; y dar claves eficaces e imparciales para la interpretación de la historia social y no para su burda descripción, como ha sido usual en los manuales extraídos de los viejos y apolillados archivos y de las tendenciosas cabezas de los etnólogos e historiadores del pasado.

El lenguaje es, en gran medida, el contenido de estas obras. En el lenguaje radica la médula de las concepciones e ideales del pueblo. El lenguaje, con sus proverbios, refranes, greguerías, constituyó el cuerpo vital de la ideología de las masas. Ese lenguaje, res- catado y decantado, será siempre el centro de las interpretaciones que se hagan en su contra o en su favor.

El código usual del lenguaje popular no debe ser alterado al punto de convertirlo en un estereotipo o en un lenguaje críptico, como han hecho muchos novelistas con presuntas intenciones sociales. El espacio exterior debe aparecer siempre como caja de resonancia del espacio interior en la novela de testimonio, en el cine documental o en la poesía social. El hombre, su discurso vital y su angustia tienen que ser el tronco de este árbol gigante. El maniqueísmo fue el cáncer que destruyó la idea de una posible individualidad social. Los personajes de muchas novelas supuestamente populares adolecían y adolecen de un lenguaje maniqueo y falso, más bien un metalenguaje inventado por laboratoristas desconocedores de la química de las palabras.

Lo que el escritor burgués veía en el pueblo, en sus esencias, era una imagen casi aséptica, asemejada de alguna manera a la ciencia fría; una ilusión objetiva, apariencia empírica, mundo de la superficie, de la falsa conciencia o, cuando menos, de un paternalismo solapado que opacaba la verdad con nociones epidérmicas o tintes aguados. Evidentemente en estos párrafos no pienso en escritores tan brillantes como Balzac, Gorki o Maupassant. Para ellos, ese lenguaje fue naturaleza y no caricatura.

Las escaramuzas inventadas por muchos escritores latinoamericanos, utilizando la lengua hablada y los giros e inflexiones de raíz vernácula, han contribuido a falsear la imagen de un hombre coherente y capaz de ser portador de una visión cosmogónica de la realidad. Todo un arsenal de retórica folklorista –léase siboneyismo en Cuba, negrismo en el Caribe, criollismo indigenista en América Latina– ha servido para cubrir al hombre con una capa superficial que ni siquiera separándola con una espátula le permite descollar. Como expresé en un texto sobre la novela-testimonio (2016):

El error está en que el escritor, ansioso de beber en las fuentes populares para revitalizar su lengua, se olvida que esa lengua, así, en su estado de pureza, tiene estructuras muy peculiares que no comunican universalmente. El problema es saber elevar estas formas, estas estructuras, a otras formas, a otras estructuras: las cultas. Esto es lo que supo hacer Mark Twain en su Huckleberry Finn, y luego Salinger en su Catcher in the Rye. Ellos escriben con las palabras del uso diario, con los giros inclusive, pero muy decantados.

En estos libros no existen esos parlamentos casi abstractos, her- méticos, de los libros populistas. Aquí se ha elevado esta forma popular a una expresión culta sin descomponer su savia. Los personajes de Rulfo pueden emular con esos de Twain, de Faulkner, porque se mueven en un escenario real, no en un zoológico (pp. 223, 224).

Ese lenguaje popular es el resultado de un proceso histórico que hay que conocer y estudiar; es una síntesis y no un recurso para la sensualidad o la felicidad pasajera y graciosa. Estudiar ese proceso con los instrumentos científicos adecuados es, entonces, imprescindible para su captación. Porque ese lenguaje es como el eslabón de una cadena que permitirá articular la memoria colectiva, el nosotros y no el yo paranoico de la sociedad consumista. Para atar esos hilos, es fundamental no perder de vista el abordaje sociológico de la historia, esto es, estudiar, en función de la comprensión y del análisis, todos los testimonios, por veraces que puedan parecer, y ponerlos a la luz de las leyes que rigen el destino social e histórico del hombre.

Captar lo vivo con una visión de futuro y no como lo haría un anticuario al que sólo le interesaría lo vivo en su función de pasado.

En la novela-testimonio, a nuestro entender, el pasado es algo que está en constante evolución, que se transforma y perfecciona. Las fuentes orales de la novela-testimonio funcionan en este sentido y dentro de dos postulados. ¿No hablan muchas veces los informan- tes centenarios de un pasado tan lejano que es casi inasible con un lenguaje actual, con frases hechas en la brega del presente?

La clave de este género es la comprensión de todas las partes, la función social y el sentido histórico. No se trata de recrear un mundo por su pátina ancestral o por el encanto o regodeo de la nostalgia o la tradición; se trata de comprender el presente y poder proveernos de claves para abordar el futuro.

En Cuba, por otra parte, la novela-testimonio no debe ser de ningún modo el relato de un personaje atípico o sensacional, de un tipo humano simpático o un aventurero, que provee al lector de fuente de goce y diversión superflua, sino la representación de un mundo al revés. La óptica del pueblo, sus vivencias a través de él mismo, sobre todo cuando ellas sirven de hito para marcar el destino de un proceso histórico a ojos de águila. Los personajes de la novela-testimonio deben comunicar encarnando su época, proveyendo de esquemas permanentes a la historia y apropiándose de la realidad. Los personajes de estas obras, aun cuando estén muertos o sean reflejo de un pasado remoto, deben permanecer sobreviviendo a su tiempo. Serían el signo de la verdad.

En la introducción de mi libro Biografía de un cimarrón (2016), publicado por primera vez en 1966, expresé: “Este libro no hace más que narrar vivencias comunes a muchos hombres de su misma nacionali- dad. La etnología las recoge para los estudiosos del medio social, historiadores y folkloristas. Nuestra satisfacción mayor es la de reflejarlas a través de un legítimo actor del proceso histórico cubano” (p. 9).

Anteriormente, la cultura estaba en manos de empresas publicitarias: la apología del jabón de olor, en lugar de la obra de arte; la producción en serie de las radionovelas, en vez de las ediciones masivas de los clásicos de la literatura. Es bueno recordar que en Cuba, antes del triunfo de la Revolución, El derecho de nacer ocupaba un lugar cimero en las audiencias; empero, en el mismo año de 1959 la Editorial Nacional editaba cien mil ejemplares del Quijote.

Con la campaña masiva de la alfabetización y el sistemático régimen de estudios del cubano, la lectura ha aumentado en cifras exorbitantes. No es suficiente la producción editorial para cubrir la demanda del lector. Ahora la decisión sobre los libros que se editan o las obras que se propagandizan, en general, está orientada a satisfacer las crecientes necesidades espirituales de las masas.

La masividad en el arte está condicionada por el carácter colectivo del trabajo en esta esfera, por la producción en gran escala y en general por la utilización de los medios masivos. Como expresara el entonces Ministro de Cultura, Armando Hart, en su discurso de clausura ante el 11 Congreso de la UNEAC, en 1977:

el arte en masa hacia el socialismo representa cada vez con mayor fuerza una exigencia social y se expresa en una demanda del desarrollo económico, porque satisface necesidades espirituales que tienen que ver con el llamado tiempo libre de los trabajadores y en especial de los jóvenes, y porque ejerce una gran influencia ideológica sobre las nuevas generaciones.

El culto a la irracionalidad o a la emotividad gratuitas, sedativo de las más sanas intenciones del pueblo, desapareció radicalmente de nuestro país. La novela-testimonio, el cine documental cubano o el teatro a la intemperie –en llanos y lomas, en fábricas y escuelas–, pueden servir, y de hecho están cumpliendo este rol, de emisores de las ideas del pueblo, de sus reflexiones sobre el pasado, de sus con- tradicciones presentes, de sus metas y aspiraciones más legítimas.

Como apunta Mattelart (1975):

se trata de poner en jaque la dimensión unilineal emisor-receptor, que establece una relación sólo ficticia y mercantil entre los dos po- los. El material elaborado debe cumplir con el requisito de la circularidad, expresión genuina de un verdadero circuito de comunicación, según una aceptación no mitificadora. Es decir, que lanzado por su emisor «a las masas», debe retornar a su emisor, desalineado y enriquecido por los resultados de su paso por las masas (p. 20).

Emílievich Meyerhold hablaba de la urgencia de una verdadera co municación y utilizaba la palabra fluido para tipificarla. “La meta del teatro no es mostrar un producto artístico acabado, sino hacer cooperar al espectador en la creación del drama. El fluido debe ir no sólo de la escena al público, sino también a la inversa.” La infraestructura que posibilita esta vuelta al emisor sólo puede lograrse cuando se ha llevado a cabo un proceso raigal de descolonización y de eliminación, aunque paulatina, del espíritu de la lucha de clases.

La clara ósmosis lograda entre el escritor, que debe ser el pueblo armado de ideas de vanguardia, y el pueblo es lo único que abrirá en América Latina, como lo ha hecho en Cuba, ese camino nuevo con el que soñaba Che Guevara (1965):

Cuando la revolución tomó el poder, se produjo el éxodo de los domesticados totales; los demás, revolucionarios o no, vieron un camino nuevo. La investigación artística cobró nuevo impulso. Sin embargo, las rutas estaban más o menos trazadas y el sentido del concepto fuga se escondió tras la palabra libertad.

Es cierto que en muchos aún pervivían conceptos individualistas. No entendieron que la Revolución significaba un rompimiento drástico con viejas estructuras enajenantes. Otros emprendieron las rutas inauguradas y lentamente fueron despojándose de los atuendos burgueses. Únicamente partiendo de esa nueva realidad, de esa tierra recién sembrada, húmeda y olorosa, podía haberse creado lo que es, sin lugar a dudas, una concepción más dinámica y coherente de la vida del pueblo.

Con el uso de un lenguaje diáfano y revelador, asequible –con una concepción materialista de la historia–, ubicado claramente en el centro de gravitación del hombre común, y contando con un instrumental específicamente aplicable, es posible contribuir a la ideologización y profundización de la identidad a través de géneros como la novela-testimonio.

La nueva realidad que va creciendo a nuestro alrededor, ya un poco más familiar por el tiempo transcurrido de experiencia viva y diálogo con el contorno, es la más sólida que nosotros, hombres del llamado tercer mundo, podemos concebir y forjar. Aun cuando atravesamos páramos oscuros y pedregosos, aun cuando nuestra conciencia sea sólo una entelequia y nuestras razones no estén fijamente definidas, debemos construir sobre bases nuevas, sobre materias desconocidas y terrenos gelatinosos. Es por eso que nuestra obra debe llevar siempre un elemento de ideologización y comunicación; debe proveer un cuerpo de enunciados cognoscitivos sociales. Un paisaje humano, una geografía humana, donde el hombre se sienta insertado naturalmente y no como un elemento banal. La preeminencia de su vida sobre la evocación de una naturaleza poblada de valores decorativos. Y todo esto en una función práctica. Devolver a los sueños su oculta ansia de realización, encontrar el verdadero camino hacia la identidad social, esa barrera tan ansiosa de conocimiento como de ser conocida.

Tenemos que ser la conciencia de nuestra cultura, el alma y la voz de “los hombres sin historia”. Pero no podemos seguir llevándonos por la mera intuición y el impromptu de un realismo criollo, máscara de la verdad. El procedimiento con que realizamos esta función debe ser analítico para no descuidar jamás la verdadera médula de los problemas: el valor estético, esa estética inherente a los testimonios orales, ese lenguaje popular tan falseado, tan tergiversado y adulterado por la visión colonialista.

La imagen simplista y plana del hombre del pueblo, estigmatizado por vicios y alienaciones muy diferentes a las que él podría tener, debe de ser erradicada por el hombre mismo. Desde Emilio Zola hasta la última obra de Oscar Lewis, este modelo de autor paternalista ha pretendido, desde una estación de trenes y con una libreta de apuntes o portador de equipos electrónicos y colectivos que sirven de escritores fantasmas, llegar a la última verdad sobre la condición humana, con dogmáticos presupuestos antropológicos.

La función de la novela-testimonio debe interpretarse como parte de un nuevo lenguaje cultural. La batalla frente a un engaño concreto, apuntalado con clisés de vieja factura.

A pesar de que sabemos que el arte es impuro y su naturaleza es proteica, debemos de todas maneras ir al fondo del alma del hombre. Estamos, hoy más que antes, capacitados para hacerlo. La tecnología moderna simplemente no puede tocar ese fondo. Las computadoras no encontrarán aquí tierra donde arar. La misión está puesta en manos del hombre. Sabemos que no hay nada seguro. Pero tenemos mayor conciencia y una posibilidad más real para derribar los muros de la mentira y de la alienación.

Nuestro único objetivo debe ser el de atrapar la vida. El camino hacia él tiene que ser verdadero. Marx lo dijo: “El camino hacia la verdad debe ser verdadero.” La búsqueda de la identidad sólo se convierte en algo real, verdaderamente real, cuando se ha podido arrancar la corteza de la mentira. Que el hombre aparezca como algo vivo y no artificial, como un fluido de conciencia y no como un cuerpo estático creado por un hechicero con rica imaginación literaria y ninguna conciencia social.

Somos todo o no somos nada. El signo de la verdad se impone y no por un golpe asestado al azar, sino como resultado de un pro- ceso de flagrante lucha por la búsqueda de la identidad.

La circunstancia magna que nos rodea, el constante llamado de principios, contribuye a que esta búsqueda se haga inevitable. Una de las vías para ello lo es, sin lugar a dudas, la novela-testimonio.

Fundar una conciencia nueva frente a la ignorancia y el colonialismo. Devolverles la voz a los desposeídos. Y otorgarles el sentido de utilidad que les fue negado tradicionalmente. Frente a esta realidad poco podrán los satélites y las computadoras. Los sistemas de comunicación consumista podrán invertir todos sus recursos en exaltar el disfrute de una sopa de tomate, mediante el anuncio de una bella, bellísima, lata Campbell. Nosotros queremos que el modelo único de nuestra cultura sea el alma del pueblo.

Referencias

Barnet. M. (2016). Introducción. En Biografía de un cimarrón (pp. 5-9). La Habana: Editorial Letras Cubanas.

Barnet. M. (2016). La novela testimonio: socio-literatura. En Bio- grafía de un cimarrón (pp. 207-234). La Habana: Editorial Letras Cubanas.

Barnet, M. (1980). Testimonio y comunicación: una vía hacia la identidad. En Unión, 4, 131-143. La Habana, Unión de Escritores y Artistas de Cuba.

Barnet, Miguel. (1983). La fuente viva. La Habana: Editorial Letras Cubanas. Jara, René Y Vidal, Hernán (Eds.). (1986). Testimonio y literatura. Minnesota: Society for the Study of Contemporary Hispanic and Lusophone Revolutionary Literature.

Guevara, E. (1965, marzo). El hombre nuevo. En Marcha. Montevideo, Uruguay.

Mattelart, A. (1971, junio). El medio de comunicación de masas en la lucha de clases. En Pensamiento crítico, 53, 4-44. La Habana, Cuba. 5-9). La Habana: Editorial Letras Cubanas.