El Pez y la Flecha. Revista de Investigaciones Literarias

DOI: 10.25009/pyfril.v3i6.109

Sección Redes

Vol. 3, núm. 6, mayo-agosto 2023

Instituto de Investigaciones Lingüístico-Literarias, Universidad Veracruzana

ISSN: 2954-3843

Miguel Barnet desde la ladera literantropológica. Una obra de fundación y encuentro

Miguel Barnet from the Literanthropological Slope. A Work of Foundation and Meeting

José Antonio González Alcantud 0000-0002-1483-9865a

aUniversidad de Granada, España jagalcantud1@gmail.com

Resumen:

La figura de Miguel Barnet Lanza se aborda desde el lado antropológico como una contribución específica y original a la literantropología. Para ello, se utiliza el recurso del “encuentro” primero vivencial del escritor con la Revolución, y paralelamente con la metodología de la historia oral; luego, en la resolución de esta fórmula, fructificada en torno a Biografía de un cimarrón, que, siguiendo el camino abierto por la “literatura de fundación”, Barnet convierte, gracias a su vinculación con el pensamiento de Fernando Ortiz, en “obra de fundación”. Para finalizar, Barnet, que había sido poeta en su más tierna juventud, retorna a la poética, siempre con la mirada puesta en los otros. Todo el relato aparece congruente, ya que Barnet se va transformando a lo largo del tiempo de autor en oráculo, sustentado siempre en el medio existencial de la cubanidad.

Palabras clave: Barnet; oralidad; obra de fundación; literantropología; cubanidad.

Abstract:

The figure of Miguel Barnet Lanza is approached from the anthropological side as a specific and original contribution to literanthropology. For this purpose, the resource of the “encounter” is used first the writer’s experiential encounter with the Revolution, and in parallel with the methodology of oral history: then in the resolution of this formula, fructified around Biografía de un cimarrón, which following the path opened by the “literature of foundation”, Barnet turns, thanks to his link with the thought of Fernando Ortiz, into a “work of foundation”. Finally, Barnet, who had been a poet in his earliest youth, returns to poetics, always with an eye on others. The whole story appears congruent, as Barnet transforms over time from author to oracle, always sustained in the existential milieu of Cubanity.

Keywords: Barnet; orality; foundation work; literanthropology; cubanity.

Recibido: 14 de diciembre de 2022

Dictaminado: 10 de marzo de 2023

Aceptado: 21 de marzo de 2023

Esta es una historia de encuentros afortunados. Así debe entenderlo el lector. Si un vocablo debe repetirse a lo largo del escrito, sin pudor ni ocultamiento, es “encuentro”. En todos estos pasos, me acompañó una manera de ver la relación entre antropología y literatura, vista desde Europa, que yo mismo he denominado literantropología, pero que, en el reciente libro de ese título (González Alcantud, 2022), no abordé en derredor de la obra de Miguel Barnet. Es el momento de rectificar o, mejor, de hacer justicia. Estoy convencido, y lamento sinceramente no haberlo hecho antes, ya que Miguel Barnet posee una manera de hacer antropología e historia oral, a través de historias de vida, que es en extremo personal y original, porque une su discurso etnográfico con el preponderantemente literario en la Cuba de su tiempo, que viene a coincidir con el boom de la literatura latinoamericana, pero que en él toma derroteros propios.

Comenzaremos el relato en primera persona. El conocimiento que tuve de don Miguel Barnet Lanza ha transcurrido en ascenso lógico: primero fue la lectura, hace años, en la que quedé atrapado por su manera de hacer historia, literatura y antropología. La lectura de Biografía de un cimarrón (1966) me la proporcionó quizás el azar. Corría la segunda mitad de los años ochenta y me había comprometido en una aventura intelectual, gracias al conocimiento que tuve en París de la profesora Mercedes Vilanova Ribas, de la Universidad de Barcelona. Ella impulsaba, de manera pionera en España, el empleo de fuentes orales en la investigación histórica contemporánea. Lo hacía estudiando las masas invisibles, marcadas por el analfabetismo estructural, que había sido la constante en la época de la Segunda República española (Vilanova, 1996). Yo, espontánea e intuitivamente, a la par, había aplicado poco antes de nuestro encuentro parisino el método de la Oral History, de poco predicamento en mi país, para el estudio e interpretación de los movimientos sociales de los canteros de Macael, en Almería, la provincia sureña de España. Quedé inquieto e intrigado por esta coincidencia, tramada, como decía, en París, en los desayunos del recién reabierto Colegio de España, en la Ciudad Universitaria de París, que había permanecido cerrado y en ruinas dos décadas, tras su incendio intencionado, como protesta contra la dictadura franquista, en mayo de 1968. Coincidencia astral, en esos momentos en los que abandona la pasión antropológica por la “observación participante”, tan en boga entonces, que yo veía invasiva para la vida de los otros y, como tal, en parte, inmoral, por ser una intromisión sin autorización en lo ajeno. En esos momentos, vino a mis manos un ejemplar cubano de la historia de Esteban Montejo, recogida y relatada por Barnet. Desconocía por entonces que nuestro autor oficiaba de embajador cubano en la UNESCO, sita en el mismo París. Su lectura espontánea y desprovista de erudición cubana tuvo el carácter de una revelación, al igual que lo sería décadas después la obra de Ronald Fraser, a quien conocería en persona, asimismo sobre el alcalde socialista de Mijas, en Andalucía, escondido en su propia casa durante treinta tediosos años (Fraser, 2006; González Alcantud y Vilanova Ribas, 2011). Son estudios, el de Montejo y el de Cortés, que nos han llevado, a través del relato de sus vidas comunes, quizás nada extraordinarias, a la épica de lo cotidiano, a la profundidad de los hechos sociales, otorgándoles toda una dimensión ontológica.

Quizás en justificación de mi despiste venga el que los relatos del movimiento de historia oral más conocidos no tuvieron en consideración inicialmente las aportaciones de Miguel Barnet, ni de otros que le precedieron y le siguieron. Y, sin embargo, a finales de los ochenta, cuando las dictaduras latinoamericanas comenzaban a ser acorraladas por la nueva ola democrática, se hacía sentir la necesidad de tomar la palabra y relatar una vez más el hecho de la injusticia social a través de la oralidad. Todo ello adjudicado no sólo a la lucha secular contra la injusticia, sino también a la existencia de un lado “mágico” de la realidad, tal como se le catalogó (Meyer, 1991). El anglocentrismo y el galocentrismo lingüísticos se manifiestan aquí, una vez más, en la selección de las genealogías, frente a la urgencia latinoamericana de tomar la palabra (Barnet, 2002).

La obra de Barnet puso abruptamente en contacto con la esclavitud, una de las formas más crueles de dominación o, mejor dicho, de inferiorización empleadas por la humanidad. La sola existencia del antiguo esclavo, ya centenario, Esteban Montejo, atravesando la prueba del tiempo, allá por los años sesenta, ya era en sí misma un hito de que la esclavitud histórica nos alcanzaba con su alargada memoria hasta el presente. La sola existencia de Montejo asombra a Barnet, que intima con él y comienza a emplear un método narrativo basado en la oralidad para comprender la vida del cimarrón. Ocurre que el método adoptado por Barnet transgrede la norma literaria al uso, ya que opta por transitar entre la ciencia, con sus pruebas de veracidad, y la literatura, con sus retóricas e inventivas. El resultado, exitoso, había encontrado algunas incomprensiones: Barnet cuenta que, cuando salió la primera edición castellana, Carlos Barral, hombre de gran cultura, quiso eliminarle las notas al libro, ya que no le parecían apropiadas para una obra literaria; y nuestro autor tuvo que argumentarle, en defensa de sus citas de erudición, que la edición francesa de la prestigiosa editorial Gallimard sí las había mantenido. El método en sí mismo era extraño, a pesar de que una tierra como la española había alumbrado la figura del “pensador”, mezcla de literatura y filosofía de la cultura, que basaba su pensamiento en el vitalismo o, como luego diría don Américo Castro, en la “vividura”.

En la segunda fase de nuestro “encuentro”, encerrados en el universo doméstico por la plaga Covid-19, hablamos en la lejanía virtual, no sin dificultad, a propósito de la obra Gallego, que, gracias a Xosé Neira, estudioso de la inmigración gallega en América, asentado en Cuba, Miguel había recreado. Seguía el rastro de Manuel Ruiz, una nueva historia de vida, hecha con mucho detalle e inscrita en el círculo de la pobreza, pero una pobreza no estática, sino que, en ciertos momentos, como la guerra civil española, vislumbra unir el destino del protagonista con el de su clase, el proletariado (González Alcantud, e. p.). Me impresionó la vivacidad de Miguel Barnet y deseé conocerlo.

La tercera fase fue la del encuentro en persona. Ocurrió en junio de 2022, en La Habana. Se me invitó a hablar de don Fernando Ortiz y el racismo. Para mí, era una gran prueba hacerlo delante de su discípulo. Tras mi intervención, Miguel, tonificado por la charla, y sin quitarse la mascarilla protectora, se lanza en un largo discurso, casi otra conferencia, que oímos embelesados. Hay mucha experiencia de vida en su haber, a pesar de la cual, y de su peso como intelectual, pues sigue honorariamente al frente de la Unión de Escritores y Artistas Cubanos, que él mismo ayudó a crear, observó que la antropología cubana precisa culminar su institucionalización académica. En la novísima sede de la Fundación Fernando Ortiz, que él mismo preside, en el palacio que fuera de la marquesa de Jústiz, bajo los retratos de Argeliers León, María Teresa Linares, Lidia Cabrera, mirándonos desde las paredes, y dando continuidad a la existencia de una etnografía potente tanto en la Cuba pre-revolucionaria como revolucionaria, sentencia: “¡Qué solita estaba la filosofía, menos mal que vino la antropología en su socorro!” Su propia dedicación a los estudios afrocubanos de las Reglas de Ochoa y Palo Monte, con método etnográfico, y acentuando el argumento de su cubanidad intransferible, a través de la transculturación orticiana, así lo muestran (Barnet, 1995).

Presentada la tramoya autorial del “encuentro”, con sus ignorancias y revelaciones, retrocedamos ya al hallazgo del propio Barnet, que no agota sino que induce a seguir empleando la palabra encuentro. En Miguel Barnet (2020), sobrevuela siempre el impacto de la Revolución, a la cual se vincula sin hesitación, y que lo marca a fuego (pp. 35-37). Es una historia, la suya, que a mí me recuerda a los protagonistas de la película Soy Cuba, de Mijaíl Kalatózov, de 1964, coetánea a su juventud. Pero en el ambiente revolucionario de los sesenta, cuando Miguel Barnet es un joven poeta asombrado por los acontecimientos políticos que se precipitan en la Cuba revolucionaria, la mayor parte de la atmósfera intelectual está volcada a la expresión literaria. Incluso la historia da la impresión de estar retrocediendo en cuanto a peso público. Alejo Carpentier, literato y etnomusicólogo, sostenía antes de la Revolución que haría falta una cantidad de información para encarar un hecho histórico que resultaba difícil de ser abordado con las fuerzas de un solo individuo. La labor de síntesis que debiera digerir el historiador, rodeado de una infinidad de materiales titánicamente acumulados, sería ya una tarea heroica, sobrehumana. Esto lo había planeado Carpentier en 1956, antes de la ola revolucionaria. Pero cuando llegó ésta, todo quedó engullido en la precipitación de los acontecimientos (Carpentier, 1997, pp. 219-221). Para salir del encierro historicista, Carpentier recorta por el camino de lo suprarreal en El reino de este mundo, libro escrito con la experiencia haitiana. El hecho, bien datado históricamente, es el reino liberto de los antiguos esclavos, encabezado por Henri Christophe. Reflexiona sobre lo “real maravilloso”, o sea, la experiencia surreal de la realidad misma, con el trasfondo del combate asociado a la lucha de los esclavos por liberarse, si bien el caso haitiano le sirve para proyectar el “método” hacia toda América: “Lo real maravilloso se encuentra a cada paso en las vidas de hombres que inscribieron fechas en la historia del Continente y dejaron apellidos aún llevados”, escribe (pp. 9-10). El método carpentiano se aventuraría en una intersticialidad, donde, sin perder de vista la historia, harían su labor lo onírico y lo asombroso. Cuando Barnet (1983) reflexiona en clave de antropólogo sobre este influjo señala:

Creo que en El reino de este mundo, de Alejo Carpentier, Ti Noel ejerce esta función. Él es el pueblo, el nosotros que habla, que valoriza, como testigo que es de los acontecimientos. Naturalmente, es un testigo en la medida literaria. Es un personaje inventado por Carpentier, no es real, pero cumple la función de griot, de un protagonista de la novela-testimonio (p. 23).

Carpentier juega aquí, junto con Fernando Ortiz, un papel crucial en el antropólogo Barnet a la búsqueda del método, para acabar encontrando ese griot u oráculo de lo pueblo. Resulta extremadamente interesante que Barnet, en la época en que se prodigaba el Black Power en Estados Unidos –y lo que hoy los críticos llamarían el “empoderamiento” del problema racial, bien a través de esta radicalización de la problemática de la raza, bien a partir de formas más suaves, como el movimiento de la negritud, de matriz francófona, sobre todo en el Caribe de influjo galo–, se aferre con criterio al hispanismo matricial de Fernando Ortiz y su concepto de transculturación. Ese es otro encuentro feliz, en el cual ahora no vamos a profundizar, pero que lo afirmará en el horizonte de la cubanidad y de la autoctonía del método, en la idea orticiana de la transculturación.

Además de ello, la Revolución, como quedó ya indicado, fue un hecho determinante en la construcción metodológica de Barnet. Los hechos revolucionarios lo devuelven al presente, hallando –con toda la cualidad del hallazgo– que, hic et nunc, antropología y revolución van unidos: “La Revolución hizo posible que yo fuera uno de los fundadores de la Academia de Ciencias y del Instituto de Etnología y Folklore y donde bebí de las fuentes más ricas y confiables”, nos informa (2020, pp. 42-43). Allá, y más en particular en el seminario de etnología de la Biblioteca Nacional, trató durante una década a sus predecesores y coetáneos, entre los que don Miguel destaca a los citados Argeliers León y María Teresa Linares, amén de Julio Le Riverend o Manuel Moreno Fraginals, entre otros tantos.

En ese preciso momento, se produce el encuentro con Esteban Montejo. Merece la pena leer de la propia pluma de Barnet, los antecedentes y el hallazgo del antiguo cimarrón:

Hice investigaciones sobre las danzas cubanas de los siglos XvII, XvIII y XIX; las zarabandas, los minuets, las polkas, las choconas amulatadas, las contradanzas, las danzas, y todo tipo de bailes de parejas hasta el danzón y el son. Entre col y col fui haciendo modestas contribuciones a la inmensa obra El Barracón, de Juan Pérez de la Riva, y conocí en 1963 a Esteban Montejo que me inspiró la Biografía de un cimarrón. Claro, eso no estaba en mi agenda de trabajo. Y como todo lo que se hace con pasión lo hice en la semiclandestinidad. Sólo conocían del proyecto Calixta, Margarita y Rogelio y ya cuando finalicé la investigación se la hice llegar al capitán Núñez Jiménez, que entonces era el presidente de la Academia. Argeliers León lo leyó y lo bautizó. Calixta y Margarita Dalton fueron las primeras en hacerme observaciones metodológicas, y la obra se publicó en enero de 1966, unos días antes de cumplir yo 26 años (2020, p. 44).

Obra de juventud, llamada a proyectarse en el tiempo. Reclama la atención la deuda de gratitud que don Miguel tiene con todos lo que lo ayudaron a culminar este primer encuentro literantropológico. Es el caso de la monografía Juan Pérez Jolote, obra del etnólogo mexicano Ricardo Pozas, que retrata la historia de vida de un hombre chamula, de habla tzotzil, de Chiapas. Desde las primeras líneas, Pozas (2020) marca la significación social –tomando todas las distancias de la cogitación intimista– de su obra: la historia de Juan Pérez Jolote:

[Este libro –escribe–] es el relato de la vida social de un hombre en quien se refleja la cultura de un grupo indígena, cultura en proceso de cambio debido al contacto con nuestra civilización. El marco de las relaciones en que se mueve el hombre de nuestra biografía, escrito aquí en sus rasgos más importantes, debe ser considerado como una pequeña monografía de la cultura chamula (p. 5).

La relación entre Barnet y Pozas se hizo directa en otro luminoso encuentro:

A mí me impactó mucho la presencia en Cuba de don Ricardo Pozas, que fue mi maestro, el maestro de nosotros en los años 60’. Yo había leído y había hecho lo indecible para que se publicara en Cuba –y finalmente se publicó– su libro Juan Pérez Jolote, un libro muy interesante, muy conmovedor (González, 2007, p. 10).

El método se va labrando en los encuentros. Desde luego, por otra parte, estos cruces de caminos, físicos e intelectuales, coexisten con genealogías de lo oral en el Caribe y en la propia Revolución Cubana, que han sido explicitadas por otros autores, y sobre las cuales no vamos a retornar (Azourgargh, 1996, pp. 7-32). Empero nosotros hemos adoptado la posición del antropólogo, no la del del crítico literario; y ahí es donde pretendemos enfatizar la posición antropológica de Barnet. De ahí que adjudicar a su método, tan prontamente establecido, puros orígenes literarios, por ejemplo, en Truman Capote, del cual fue traductor Barnet, sólo puede ser producto de un “ictus transitorio de algún crítico”, según afirma el propio Azourgargh (1996, pp. 7-32). Si bien estudió en la escuela norteamericana, toda su deuda la quiere tener con el mundo latinoamericano y cubano, a pesar de la importancia de la antropología en Estados Unidos. Cuando le pregunté a Miguel Barnet por Oscar Lewis y sus estudios de antropología de la pobreza, reaccionó sin mucho entusiasmo, reconociendo que si bien él le ayudó, al principio, en sus estudios en Cuba, se sintió en el papel del explotado, catalogando en algún momento la obra del norteamericano de “imperialista”, ya que expropiaba, con sus obras, a los “pobres” la fuerza de transformación, al dejarlos atados a la rueda del destino.

Más cercana a su manera de ver las cosas estará Elena Poniatowska y su relato de la matanza de la plaza de Tlatelolco, en el 68. La obra de Poniatowska se inclinará por una polifonía de voces, con la finalidad de dar testimonio de un hecho dramático, oscurecido por el poder epocal (Poniatowska, 2007). Ahora bien, Barnet encuentra esa misma polifonía en el interior de las historias de vida singulares. No obstante, la intencionalidad de Barnet y Poniatowska será la misma: subvertir las realidades injustas, la violencia persistente de la historia, la dependencia y la subalternidad.

Queda claro que Miguel (1983), al margen de las influencias, no es un emulador; y busca su propio y original método: “Como cada uno ‘va a la plaza con su canasta’, es decir, que ‘cada maestro tiene su librito’, yo me propuse algo distinto [a Pozas]. Y ahí comencé a lucubrar sobre el relato etnográfico, la novela realidad o la novela-testimonio, como se ha venido calificando este género” (p. 21). En este punto, gruñe por lo bajo: “La maldita palabra novela me oprimió bastante. Mis intenciones se resquebrajaron a veces, porque yo me negaba a escribir una novela. Lo que me proponía era un relato etnográfico” (p. 21). Busca intuitivamente establecer su fórmula, no atándose ni a lo uno ni a lo otro:

Sabía que si yo hubiera hecho un informe de Historia de Vida no hubiera trascendido, hubiera muerto en el camino, se hubiera malogrado. Me propuse crear un corpus bien dinámico, interactivo y lo hice con esa intuición que me dio la vida, porque por mucho que tú estudies y te prepares y te informes –te podrás imaginar la cantidad de libros de antropología y métodos de investigación sociológica que he leído en mi vida– lo que más me ha ayudado ha sido la intuición: decir por este camino no, por este otro, sí (González, 2007: p. 11).

En general, la historia oral como método adoptado por la historia contemporánea y la antropología social ha hecho una renuncia a las posibilidades analíticas generalistas de la ciencia humanística, que busca establecer científicamente las reglas del método al modo comtiano y/o durkheimiano, es decir, siguiendo un estricto positivismo. Desde esa suerte de “derrota” epistémica, se acerca a la oralidad, a través de una mirada única –o de varias, pero siempre limitadas para el tamaño de una objetivación–, a las vidas de los sujetos. Un solo personaje, a partir de su propia vida, puede ofrecer un modelo, que además nos acerca al modelo narrativo literario (Becker, 1974, p. 35).

El “método” barnetiano, personal, y construido al paso de la actualidad, hace verdadero el aserto libertario que señala que “el método es el camino después de haberlo recorrido”, que se inaugura con el encuentro con Esteban Montejo. La existencia de su hombre la conoce a través de la prensa, en 1963. Ésta le informa, de manera escueta, de la existencia de un anciano en la provincia de Las Villas, que en su larga vida había alcanzado a ser esclavo. Acude a la llamada de la curiosidad: “Su vida era interesante”, nos dice Barnet, “pero lo que más nos impresionó fue su declaración de haber sido esclavo fugitivo, cimarrón” (1980, p. 6). Cuando lo trata, comienza preguntándole por lo común, es decir, por las religiones afrocubanas. En esta prueba, encontró un hombre de palabra fluida: “No fue difícil lograr un diálogo vivo, utilizando, desde luego, los recursos habituales de la investigación etnológica” (Barnet, 1980, p. 6). Sabe que hay que corresponder, por lo que –señala Barnet– “le hicimos obsequios sencillos: tabacos, distintivos, fotografías, etcétera” (Barnet, 1980, p. 6). Tras haber intimado en largas conversaciones –seis veces, y algunas veces de cinco horas–, “fuimos ampliando la temática con preguntas sobre la esclavitud, la vida en los barracones y la vida en el monte, de cimarrón” (Barnet, 1980, p. 6). La vida en los barracones en realidad era el objeto oficial de su investigación, pero se desvía de lo oficial para encontrarse con lo existencial:

Una vez obtenido el panorama de su vida, decidimos contemplar los aspectos más sobresalientes, cuya riqueza nos hizo pensar en la posibilidad de confeccionar un libro donde fueran apareciendo en el orden cronológico en que ocurrieron en la vida del informante. Preferimos que el libro fuese un relato en primera persona, de manera que no se perdiera la espontaneidad, pudiendo así insertar vocablos y giros idiomáticos propios del habla de Esteban (1980, p. 7).

Las siguientes secuencias, hasta que Esteban se sintió cómodo para hacer libres asociaciones de ideas, tuvieron que ver con la confianza emanada de la relación con el investigador. Todo método previo quedó supeditado de esta forma al aquí y al ahora: “Aunque elaboramos las preguntas básicas con la consulta de algunos libros y cuestionarios etnológicos, fue en la práctica como surgieron las más directamente vinculadas a la vida del informante” (p. 7). Había que cubrir aspectos “invisibles” de la vida esclava: “Nos preocupaban problemas específicos como el ambiente social de los barracones y la vida célibe de cimarrón” (p. 7). De manera que al final la coincidencia de “intereses” entre el investigado y el investigador condujo a la plenitud del encuentro y a la confianza: “Miraba insistentemente hacia nuestra libreta de apuntes y casi nos obligaba a recoger todo lo que decía” (p. 7). La parte técnica quedó igualmente registrada, pero más por razones de orden lingüístico: “Muchas de nuestras sesiones fueron grabadas en cintas magnetofónicas. Esto nos permitió familiarizarnos más con formas de lenguaje, giros, sintaxis, arcaísmos y modismos de su habla” (p. 7). La exactitud de la recolecta del testimonio oral no era, de esta forma, un dictado del investigador en antropología e historia oral, sino del dialectólogo, que él respeta, sabedor del valor literario de lo dialectal:

En todo el relato se podrá apreciar que hemos tenido que parafrasear mucho de lo que él nos contaba. De haber copiado fielmente los giros de su lenguaje, el libro se habría hecho difícil de comprender y en exceso reiterante. Sin embargo, fuimos cuidadosos en extremo al conservar las sintaxis cuando se repetía en cada página (1980, p. 9).

El investigador Barnet había hallado una poética etnográfica –a la que ponía música la dialectología– más que la exactitud positivista de la narración. De esta forma, Barnet vislumbra en la “novela testimonio”, idea de autoría y originalidad propia, su método y fin. Todo a partir de Biografía de un cimarrón:

Todas mis novelas –escribe recientemente, reafirmándose en los orígenes– desde Cimarrón hasta Oficio de ángel, pasando por Canción de Rachel, Gallego o La vida real tienen directa o tangencialmente la impronta de lo testimonial, convencido como estoy que la acogida de las mismas por el público lector tiene que ver con el tono confesional que poseen. Eso las hace más vivas, más palpables y más cercanas al alma humana, que es tan esquiva y enigmática (2020, p. 45).

Empero, para evitar la deriva subjetivista e intimista, que no conduce en pos de ninguna dirección, Barnet habla de la supresión parcial del ego en el relato, asunto en el cual coincide parcialmente con la antropología social clásica, que pretendía la anulación completa del yo del investigador: “La supresión del yo del escritor o del sociólogo; o si no la supresión, para ser más justos, la discreción en el uso del yo, en la presencia del autor y su ego en las obras” (1983, p. 23). El ego autorial no queda plenamente anulado, asoma discretamente. Juego de yoidades que tienen su derecho a expresarse, siempre y cuando conduzcan, en virtud de una genealogía, a lo colectivo, a lo pueblo.

Barnet, como ha afirmado en numerosas ocasiones, no quiere hacer el tipo de etnografía que ha visto en Oscar Lewis, basada en relatos largos, puntillistas, por mor de la ciencia, pero tediosos literariamente hablando. Es tajante al respecto:

Un libro como La vida, de Oscar Lewis, un gran aporte a la psicología y a la sociología de las masas marginales, es reiterante porque no es literatura, es sencilla y llanamente: Yo escribo lo que tú me dices y como me lo dices. Ese camino no tiene mucho que ver con el de la novela-testimonio que yo estoy practicando. Porque, a mi entender, la imaginación literaria debe ir del brazo de la imaginación cuando ésta no lesione el carácter de su personaje, cuando no traicione su lenguaje. La única manera en que un autor puede sacarle provecho a un fenómeno es aplicando su fantasía, inventando dentro de una esencia real (1983, pp. 29-30).

De paso, además de criticar el exceso de hiperrealidad de Lewis, deja caer Barnet su crítica a la concepción de éste sobre la cultura de la pobreza. Critica, en particular, a ese puertorriqueño en Nueva York, cuya existencia es expuesta con detalle en La vida (Lewis, 1969, pp. XVII-XIV), que Barnet entiende carece de “voluntad de ser”, un déficit difícil de digerir para alguien como un revolucionario cubano que aspira a la transformación social:

Espero haber demostrado con este libro –escribe Barnet– que la vida de los hombres de la llamada cultura de la pobreza no siempre carece de una voluntad de ser, de una conciencia histórica. Y que aun cuando esté anclada en un sentimiento de marginalidad la llama de esa vida alienta hacia el futuro (1986, p. 7).

En este punto, sigue la historia oral. Miguel Barnet sostiene que la máxima fidelidad al relato la sostiene la expresividad y la contextualidad, mediante el giro literario que la acaba convirtiendo en “novela”, muy a su pesar. Años después sigue afirmándose en sus posiciones iniciales:

Es un proceso de decantación de las estructuras y de los contenidos semánticos. El fracaso de la antropología es que pretende registrar las historias de vida a través de la correa de transmisión de la oralidad, el de reproducir textualmente el o los discursos individuales o colectivos del objeto de estudio (González, 2007, p. 7).

Nos está señalando Barnet el fracaso del “método”, si no tiene presente al lector. La disciplina antropológica no ha nacido para el solipsismo científico, ya que está naturalmente inclinada a la reflexividad, a comunicar con un público lo más vasto posible.

Mas envueltos en el mundo del oxímoron, la historia oral nos introduce asimismo por los caminos de sus propias fallas. Barnet habla de las debilidades de la memoria que presenta su entrevistado, que en muchos casos espera que se la devuelva organizada: “Los famosos ‘errores’ de las fuentes orales –escribe Joutard– tienen otra dimensión: son materia histórica como las supuestas ‘fallas de la memoria colectiva’” (1986, p. 357). Es más, como reflexionó Philippe Joutard sobre sus experiencias recogiendo las historias de los sujetos reaccionarios del sur de Francia: “Incluso son síntoma de la verdad del testimonio oral que corresponde a la imagen de una realidad que nunca es unívoca sino equívoca. Una historia demasiado clara, sin fallas ni vacilaciones, con una cronología bien organizada es sospechosa” (p. 357). En función de la veracidad, el relator intenta cubrir los aspectos de la memoria, la exactitud de los datos y su ubicación en el tiempo y en el espacio, que ya no son perceptibles claramente para el informante. Algunos elementos de su vida se configuran como lejanamente mitologizados, fijados en el tiempo. Así, por ejemplo, “la vida en el monte queda en el recuerdo como una época muy remota y confusa” (Barnet, 1980, p. 8). Esta es la función veraz, más que verosímil, que tiene el relato tramado por Barnet a sus veintipocos años, y que lo seguirá para siempre, en el resto de su vida y obra.

Pero este encuentro con su método exige una ascesis puramente indagadora, investigadora, positivista, a la que no renuncia:

Primero me leo toda esa prensa y digamos que, en el caso de La vida real, en Nueva York, no fui tanto a las bibliotecas como a las hemerotecas a leer la prensa latina de los años 40’, 50’ y 60’. Qué pasaba, quiénes eran los alcaldes, los concejales de barrio, cómo veían a los latinos. En el caso de Canción de Rachel, los periodiquillos teatrales, los panfletos, esos periódicos de la época que a veces tú vas a la biblioteca y están hechos polvo [...]. Del mismo modo, tuve que ir a los ingenios para saber cómo se vestían los esclavos –les daban cada seis meses o cada año ropa de cáñamo (González, 2007, p. 16).

Con esta actitud, Barnet confirma la idea de Paul Thompson, quien escribe que “entrevistar con éxito requiere técnica” (1988, p. 221). Empero esa “técnica”, acaba diciendo, está basada en un entrenamiento personal, donde la empatía y el conocimiento de la cultura local del entrevistado juegan un papel fundamental: “Cuanto más sabe uno, más predispuesto está a obtener información histórica de una entrevista” (p. 222). Esto quiere decir que el experto en cuestiones locales y en destrezas comunicativas y lingüísticas, por regla general un autóctono, está en posición de obtener el máximo beneficio de la información que se le pueda proporcionar. Pero también es cierto que el autóctono es quien arriesga más con sus exhumaciones de la conciencia individual y colectiva, al otear el conflicto amenazante.

En el terreno ético, Barnet, más allá del método, se siente impelido a devolver las confesiones que le han hecho sus informantes. Es el caso de la biografía de la cupletista Rachel, quien sentencia al inicio de la obra, en frase redonda tantas veces citada: “Habla de ella, de su vida, tal y como ella me la contó y tal como yo luego se la conté a ella” (2013a, p. 7). El pago a la gratuidad de la confidencia es devolverle su propia vida explicada, narrada, bella, congruente, poética. El resultado literario debe estar orientado por la legibilidad del relato. Y aquí llega el resultado crucial: “Sabemos –escribe– que poner a hablar a un informante es, en cierta medida, hacer literatura” (Barnet, 2013a, p.7), aunque, advierte, “no intentamos nosotros crear un documento literario, una novela” (p. 7). Barnet siempre sigue sintiendo la necesidad de convertir la historia de vida en literatura, en darle el giro inteligible, si bien no se siente cómodo con la fórmula convencional de “novela”, que ha completado con la noción veraz de “testimonio”.

En La vida real, veinte años después de Biografía de un cimarrón, asoma la historia de un emigrante cubano en Nueva York, sus trabajos y sus días. Y en el prólogo, vuelve a insistir en su lograda fórmula “testimonial”, donde opera ahora la “memoria”, una categoría que ha ido tomando presencia en las últimas décadas:

La memoria, como parte de la imaginación, ha sido la piedra de toque de este libro. Si he recreado situaciones dramáticas y personajes reales ha sido en plena concordancia con la clave fundamental de toda mi obra testimonial. No he adulterado los contextos, ni traicionado el discurso oral, confesional, de mis informantes; antes bien, he respetado incluso los giros lingüísticos de quienes se sitúan ante el micrófono de una grabadora con cierto empaque retórico, como dictando una novela. Creo que en ese tono reside también un valor estético innegable (1986, p. 6).

La memoria del pasado como del presente, y como proyección del futuro, se convierte, de esta manera, en una pieza maestra del edificio literario, que, siendo recreación, sin embargo, no aspira a ser verosímil, sino verdadera, a través de la historia oral, escogida como método. Siendo la memoria a la vez individual, como H. Bergson contempló, y colectiva y social, como M. Halbwachs confirmó, es un factor de primer plano, que convierte al relator, etnógrafo-literato, en testigo y albacea del presente.

Existe, por lo tanto, en Barnet una concepción histórica que, podríamos decir, se transforma en épica de la vida corriente, que conjuga perfectamente con la idea de “la novela de mi vida” (1986, p. 6), a través de la vida contada de los demás, de los otros, que se sustancia en la memoria. De ello, surge Oficio de ángel, donde Barnet tira del recuerdo biográfico y lo muta en pura literatura. Ya estamos llegando al núcleo duro del autor, a su encuentro consigo mismo. La considera una “novela” con “evocación lírica”.

Barnet es consciente que la yoidad, la cogitación del yo, exige poetizar la experiencia de vida, sin dejar de lado la experiencia antropológica como una manera de estar en el mundo. Oficio de ángel, saldrá a la luz en 1989, casi en la misma secuencia temporal de su antología poética Viendo mi vida pasar, de dos años antes (1987). En derredor de esta historia de vida pequeñoburguesa, como la del protagonista de la temprana película de Tomás Gutiérrez Alea, Memorias del subdesarrollo (1968), vive la poiesis de la Revolución Cubana en tensión. En cierta forma, esta perspectiva convierte al narrador en un griot de la cubanidad: “Barnet se ha valido, pues –infiere Sklodowska–, de una práctica narrativa que podemos llamar –casi de manera oximorónica– ‘discurso autobiográfico mediatizado’” (2002, p. 801). Se ha querido ver diferentes escalas del testimonio, no siempre coincidentes, en cada una de las “novelas” de Barnet, pero al efecto final siempre prevalece el deseo de escribir la suya propia. El apego a la cubanidad, como enigma existencial, y a los barrios habaneros de su discurrir, vinculados a la Revolución, depositaria del entusiasmo, se observa en las narraciones cortas y los poemas de Barnet, que se salva de esta manera del solipsismo rimbaudiano, que había entrevisto tempranamente (Barnet, 2013b). Aquí y allá se da ya a reflexiones más íntimas, en las que el transcurrir de su propia vida le dan autoridad y exponen su yoidad, pero siempre con el reflejo de lo colectivo: “Comprendí entonces que la amistad se concede y se quita. La amistad es una forma de conocimiento” (1989, p. 194). Y las revoluciones siempre se han nutrido de la amistad.

La memoria, encarnada ahora en el sujeto Miguel Barnet, alcanza al núcleo duro de la intimidad y, por ende, de la desnudez pública. El poeta Barnet se entrega, como el Baudelaire, al “corazón desnudo”. Empero, ni siquiera así Barnet, que desde muy pronto se había inclinado por la expresión poética, dejó de concebir esta expresión literaria, cultivada desde el principio de su carrera como un eco de lo colectivo. Si su poética aspiró, cierto, a la soledad equinoccial de Arthur Rimbaud, lo fue con los ecos de la poesía anónima africana:

La diferencia entre Rimbaud y el poeta anónimo africano –quien dice africano dice de cualquier cultura ágrafa– reside en que éste no tuvo coro y aquél, el griot [narrador profesional], levanta sus cantos cumpliendo una función social, acompañado de un sinnúmero de oyentes e imitadores que ríen, lloran, aplauden (1971, pp. 277-278).

Los ecos poéticos y épicos de la narrativa oral, de la tradición narrativa y su función con el poder, con el pensamiento en África (Vansina, 1966), asoman por doquier. Y ello exige sensibilidad y método etnográfico. Escribe el joven Barnet, siguiendo esa lógica:

Para conocer uno solo de estos versos es preciso conocer el medio social en que se produjeron. No quiero con esto insistir demasiado en la etnografía. Sin haber leído a Frobenius, sin estudiar a Fernando Ortiz, es posible disfrutar de esta poesía, pero para conocer la función que cumple en su contexto, el propósito que obliga a sus anónimos autores a decirla y a representarla, sí es necesaria una incursión en las obras dedicadas a los estudios culturales de África (1971, p. 280).

La poesía, pues, no es una gratuidad surgida de la tensión solipsista, sino una necesidad colectiva, demandada, que encumbra al oráculo, que emerge desde el submundo intersticial de la antropología: “Creo que mi poesía, más que la de otros coetáneos míos, a veces tiene sesgos extra literarios y son como pequeños ensayos antropológicos” (González, 2007, p. 14).

La pulsión de alteridad, fundamento de lo antropológico, descubierta en la juventud, retorna con fuerza en los años de madurez:

Me hundí en la sombra del otro Habité sus páramos
Sobrevolé su razón, la mudez de su historia Rasgué su sueño
Fui su espejo y su doble
Todo eso fui y no fue en vano (2017, p. 109).

¿Cómo culminar congruentemente toda esta cadena de encuentros, concitados en torno a Miguel Barnet? Quizás agrupándolos, para finalizar en torno a la idea fértil de “fundación”. Ya Octavio Paz lo había intuido al hablar de “literatura de fundación”, de haberse acercado, a través de su experiencia en la India, a la alteridad y de explorar el campo teórico con el acercamiento a la obra de Claude Lévi-Strauss. Octavio Paz escribe en 1961:

La realidad se reconoce en las imaginaciones de los poetas; y los poetas reconocen sus imágenes en la realidad. Nuestros sueños nos esperan a la vuelta de la esquina. Desarraigada y cosmopolita, la literatura hispanoamericana es regreso y búsqueda de una tradición. Al buscarla inventa. Pero invención y descubrimiento no son los términos que convienen a sus creaciones más puras. Voluntad de encarnación, literatura de fundación (1972, p. 21).

Miguel Barnet, por su parte, posee conciencia plena de lo que significa “obra de fundación”, tanto en el caso de Fernando Ortiz, su maestro en el ámbito histórico y etnográfico (Barnet, 2022), como en el literario (Gutiérrez, 2000, p. 60). Lo ha manifestado en diferentes ocasiones. En Miguel Barnet Lanza, literatura y etnografía de fundación propias han sido el resultado de una cadena de encuentros, todos ellos generados epocalmente en torno a la cubanidad y la Revolución. Me alegra haber incorporado los míos en el último tiempo y poder apostillar con mi concepción de la literantropología, con este modesto escrito de homenaje.

Referencias

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