El Pez y la Flecha. Revista de Investigaciones Literarias

DOI: 10.25009/pyfril.v2i2.28

Sección Redes

Vol. 2, núm. 2, enero-abril 2022

Instituto de Investigaciones Lingüístico-Literarias, Universidad Veracruzana

ISSN: 2954-3843

La mythistorima1

The mythistorima

Gonzalo Martréa

aEscritor independiente, México elpezylaflecha@uv.mx

Resumen:

En la poética autoral de Gonzalo Martré, se hallan las fuentes de una vocación irrenunciable por la narrativa y el periodismo, las lecturas formativas, las amistades y enemistades literarias, las formas genéricas practicadas –cuento, relato largo, novela, historieta, reportaje, crónica, libros-documento–, los senderos por donde transitaron éstas –narraciones iniciáticas y de formación, narconovela, ciencia ficción–, acompañadas por un lenguaje realista, escatológico, pícaro, satírico. Los bajos fondos de la Ciudad de México, la homosexualidad, la violencia, el dolor y las solidaridades en los desastres y las transas y enredos de la política mexicana, entre otros asuntos, alimentaron la vocación de Martré.

Palabras clave: Poética; formación lectora; escritura creativa; hibridez; memoria.

Abstract:

In Gonzalo Martré’s authorical poetics, there are the sources of an inalienable vocation to narrative and journalism, formative readings, literary friendships and enmities, the generic forms practiced –short story, long story, novel, comic strip, reportage, chronicle , document-books–, the paths through which they traveled –initial and training narratives, narco-novel, science fiction–, accompanied by a realistic, eschatological, mischievous, satirical language. The underworld of Mexico City, homosexuality, violence, pain and solidarity in disasters and the trades and entanglements of Mexican politics, among other issues, fueled Martré’s vocation.

Keywords: Poetic; reading training; crative writting; hybrid, memory.

Enviado a dictamen: 15 de noviembre de 2021.

Aceptado: 29 de noviembre 2021.

 

¿Cómo fueron mis años de formación, dice usted?

Cuando descubrí, a la edad de cuatro años, que sabía leer con facilidad los libros de texto del primer año de primaria, la sorpresa fue de mi madre, porque en el pueblo de Aguablanca, Hidalgo, donde vivíamos, no existía el kínder.

Cuando yo tenía cuatro años –nací en 1928–, la profesora Sofía fue transferida a la escuela primaria rural del pueblo Aguablanca, por el rumbo de Tulancingo, Hidalgo, pueblo perdido en la sierra, rodeado de bosques tupidos de coníferas, que el paso del tiempo y la depredación de los rapamontes arrasaron después. Las palabras de mi infancia retozaban entre bosques y vientos; el letargo de mi vocecita se volvía canto de peñascos. Aún guardo en la memoria la placita en donde se ubicaba la escuela. En el año de 1933, Aguablanca se comunicaba con Tulancingo por brecha; ningún autobús llegaba ahí porque, debido al clima lluvioso de la región, la brecha siempre se hallaba en pésimas condiciones para el transporte a motor. A veces, permitía el paso de carretas de tracción animal, pero por lo general había que transitar en bestias ásperas, abrigando tibiezas.

Los profesores de aquella escuela, cuyo nombre se desvaneció en el tiempo, vivían en una casa comunal, porque casi todos eran de otros pueblos, lejanos. Algunos permanecían hasta el sábado–los sábados teníamos clases– y los domingos volvían a Pachuca o a su pueblo de origen. La profesora Sofía y yo no íbamos a Pachuca, sino hasta las vacaciones. Cuando eso sucedía, nos alojábamos con las maestras Lidia y Elisa López, quienes vivían y trabajaban en Pachuca. Con estas amigas, pasé, al menos, dos años, “encargado” por mi madre, quien residía en otros pueblos aún más incomunicados que Aguablanca. Pero ya había decidido que viviera con ella, pues casi no la conocía.

En Aguablanca, no existía jardín de niños. Y como a mi madre le asignaron el primer grado de primaria, me mantuvo en su salón durante la clase. Con el fin de entretenerme durante ese lapso matutino, tuve cuaderno y lápiz, para que dibujara palotes. Y me sentó en la última fila del salón, para que no diera “lata”.

El año escolar corrió. Yo, en vez de garrapatear palotes, atendía la clase, sentía regocijo cuando mi madre pasaba a alguno de mis compañeritos al pizarrón y éste no podía con el dictado, porque  yo lo escribía en mi cuaderno. Así aprendí las letras, las sílabas, las palabras y las frases cortas. No tenía libro de lectura, pero le echaba una ojeada al del compañero de junto. Gambusino de letras, pescador de palabras, volvía los ojos y en charquerío de soles el cántaro de mis lecturas se erguía, abrillantado.

La mayoría de los niños de Aguablanca eran indígenas, vestían blusa y pantalón de manta blanca. Unos pocos llevaban blusas bordadas al estilo regional, pero la mayoría las usaba lisas. Ahí, la pobreza era divisa; la única riqueza, el silabario de luz, cuyas caligrafías resplandecían. A la escuela oficial iban los pobres. En el pueblo, no había escuela privada. Así que los riquillos estudiaban en Tulancingo. Allá vivían y regresaban tan sólo de vacaciones. Yo parecía un grano de arroz entre frijoles negros, pues era blanco y, por añadidura, rubio. Nadie cree, ahora en mi vejez, que yo tuviese pelo claro; lo tuve rubio hasta llegar a la adolescencia, cuando me cambió a castaño oscuro. Mi piel también se oscureció. ¡Misterios de la genética! Centellas mínimas, desfosilizadas, ya por siempre, bajo la lápida de mi ADN.

En cierta ocasión, la profesora Sofía, ya avanzado el curso, pasó al pizarrón a uno de los alumnos más lerdos del salón y le dictó una frase del libro de lectura. El pobre no pudo ni con la primera palabra. Entonces lo sentó, después de un buen reglazo por el lomo, y pidió voluntarios para escribir el dictado en el pizarrón. Yo ya lo había escrito en mi cuaderno. Puse atención, ninguno de los alumnos quiso pasar al pizarrón, mas bien por pena, quizá por temor, pues la maestra Sofía creía firmemente en la máxima “la letra con sangre entra”. Sí, la profesora Sofía aplicaba correctivos violentos a los alumnos tarados: nada de pararlos en un rincón;  retorcimiento de orejas, jalones de pelos, pellizcos y mojicones constituían su método didascálico; y tenía tal éxito que siempre sacaba un 99% de alumnos aprobados con buenas calificaciones. Todos salían de su grupo sabiendo leer y escribir de corridito. ¡El miedo no andaba en burros!

Nadie levantó el dedo para pasar al pizarrón. Entonces, como ya tenía la frase escrita en mi cuaderno, levanté mi mano. La vista de mi madre cayó sobre mi brazo, pero, como me hallaba sentado al fondo del salón, no distinguió de quien era la mano; simplemente dijo: “A ver tú, el que levantó la mano, pasa al pizarrón.” Y me levanté. Para sorpresa de la profesora Sofía, caminé, cogí el gis y esperé el dictado.  Ella se quedó pasmada, pero reaccionó y fue dictando palabra por palabra. Y yo fui escribiéndolas, con letra clara y firme. Al terminar, la profesora Sofía me puso el libro en las manos y me ordenó que leyera toda la página. Lo hice, sin titubeos, sin deletrear, de corrido, haciendo pausas en los puntos y en las comas. De haber sido otro, lo hubiera felicitado. A mí, simplemente me recogió el libro y con voz  dulce, no exenta de sorpresa, me ordenó sentarme en mi lugar. Y sentí profunda la alegría de cántaro rebosado, porque había obtenido mi primer laurel de lectura: brillante el sol, puro el aire, testimonio del árbol frondoso de la sabiduría.

Al día siguiente, me mudó de pupitre y me sentó en primera fila. Resultaba que yo, a quien nunca le exigió dar la lección, sabía leer y escribir ya.

Y no paré de leer. De ahí en adelante, construí mi telar de sueños con mis vivencias arcaicas y mis ficciones púrpura danzando sobre mí los mármoles de una explanada infinita. ¡Qué  fiebre de lectura! Todas estas visiones son residuos que de improviso en mi cerebro arden y se condensan en millares de hojas de papel bond. Como mi vista no se cansó demasiado, aunque llegué a usar lentes para leer y también para ver de lejos, con la vejez me sucedió algo extraordinario: mi vista mejoró, en vez de empeorar, y de los 80 en adelante leí libros y cuartillas sin lentes. No así con la pantalla de la computadora. Los necesito, pero no me son indispensables.  Dentro de casa no requiero gafas para moverme; en la calle puedo caminar dos o tres cuadras sin ellas; pero al cabo he de ponérmelas, para más claridad y definición de objetos.

Años después vivíamos en Jasso, Hidalgo. Y yo tenía doce años cuando descubrí en la sala de juegos de la fábrica de cemento Cruz Azul un estante con libros, donde guardaban veinte tomos de El Tesoro de la Juventud.  Mi madre era la directora de la escuela primaria y se pasaba todo el día en ella, por lo cual yo tenía las tardes libres y normalmente las ocupaba jugando con una pandilla de niños de mi edad, enemigos acérrimos de la lectura. Los abandoné y me puse a leer en la sala esa enciclopedia infantil y juvenil que nadie ocupaba. Ahí descubrí un mundo nuevo de literatura y conocimientos, redactado con claridad.

Durante un año fui leyendo, tomo por tomo, fragmentos de novelas no tan sólo para la juventud, sino también para una edad más avanzada. No leí toda la enciclopedia, porque nos cambiamos a Tula, Hidalgo, donde vivimos un año, durante el cual mi madre viajaba al D. F., para tramitar su cambio de plaza. Cada vez que ella iba al D. F. me traía una novela en rústica. Y así leí muchas de autores extranjeros, como Dumas, Salgari, Sabatini, Víctor Hugo, etc. Y a la vez, mi madre compró una máquina de escribir y un método de mecanografía sin maestro y me puso a practicar.

Durante ese lapso en Tula, no fui a la escuela, pues ya había terminado la primaria y en ese pueblo no existía secundaria. Terminé el año escribiendo a máquina con todos los dedos y rapidez y leyendo no menos de diez novelas de la literatura universal, casi todas de autores franceses. A mi madre le urgía irse a trabajar al D. F., para que yo estudiara la secundaria. Nos trasladamos a la capital y  pronto descubrí las librerías de libros usados, cuando comenzaba mi adolescencia.

De todo lo leído, el libro que más me impactó fue Los 3 Mosqueteros de Dumas. Y también las aventuras de Sandokan. Imaginaba que yo era D’Artagnan y el propio Sandokan. En esa época, recién llegado a la capital, vendían en los puestos de periódico unos folletines titulados Cuentos y Novelas, semanario de bolsillo, de Publicaciones Herrerías, que costaban 25 centavos. Y traían un fragmento continuado de alguna novela, un par de cuentos y, a veces, un poema. Así leí, mientras cursaba la secundaria, Los Pardaillan y otras novelas de Zévaco, de Feval, una versión de El Rubaiyat –la mejor que conozco– y un sinfín de obras de la literatura universal.

Mi cultura y mi lenguaje hablado eran ya superiores a los de mis amiguitos. Era de notarse. Y algunos me pedían que les escribiera cartitas de amor para sus novias. Me pagaban 50 centavos por cada una. En la Secundaria #4, donde yo estudiaba, hubo, en 1945, un concurso de química. Entré y lo gané –conservo mi diploma. Estaba en el tercer año y determinó que, al pasar a la preparatoria, yo escogiera en el bachillerato el área de química.

¿Por qué no escogí el área de sociales, que era lo indicado por mi inclinación natural hacia la literatura? Porque yo era pobre, vestía mal y comía mal. La familia había crecido . Éramos cuatro hermanos y el sueldo de mi madre no alcanzaba para darnos una vida cómoda. En ese año de 1945, Miguel Alemán estaba en campaña política y pregonaba a los cuatro vientos que el porvenir de la juventud se hallaba en las carreras técnicas, porque el país iba a industrializarse. Yo quería salir de la pobreza. Le hice caso al candidato y, por ello, escogí el área de química, en la Preparatoria #1, de la UNAM.

En el grupo, el E-1, yo era el más culto, pero nunca presumí de eso. Pronto, en dicho grupo, se formaron subgrupos de amigos. Había coincidencia con algunos que veníamos de la misma Secundaria #4; y se nos unió un repetidor, de nombre Rodolfo Herrera Hernández, por apodo “El Huévoro”, cuya amistad cambió radicalmente mi modo de ver la vida. Por principio de cuentas, mis amigos y yo ideamos hacer un periodiquito mimeografiado. El único que sabía escribir era yo. Ellos aportaban las ideas y yo les daba forma. La mayor parte de los textos eran idea mía y se me ocurrió satirizar a ciertos condiscípulos que me caían mal. El periodiquito se llamaba El ladrido del perro y no duró mucho, pues los satirizados nos hicieron el vacío . Fue así como me probé como satírico .

La “Prepa” se cursaba en dos años. Dejé de leer mucho porque los profesores –casi todos responsables y muy buenos– eran exigentes. Con todo y eso, reprobé matemáticas de primero tres veces y el reglamento interno de la enp determinaba quitar la matrícula al así reprobado.

Yo no sabía bailar. “El Huévoro” me llevó al salón La playa, ubicado en la calle de Argentina #105, frente a la zona de tolerancia más miserable del D. F., a un lado de La Merced y también de Tepito. También me presentó a sus amigos, asiduos bailarines del salón. Resultaron ser delincuentes de poca monta, rateros, estafadores, caifanes –padrotes– y briagos. Era la flota de La playa, que se reunía ahí todos los viernes, por la tarde. Su jefe era Fernando Jarquín, “El Chícharo”, estudiante fósil de Leyes, y su lugarteniente el también fósil Juan Mateos, “El Jarocho”. Con la recomendación de “El Huévoro”, ambos me acogieron con beneplácito y fui, a decir de “El Chícharo”, su prosélito favorito.

La playa era un salón de baile –no cabaret–, donde, bajo la protección de “El Chícharo” y su banda, me sentí muy a gusto. Era un antro tenebroso, repleto de putas y maleantes, con quienes me llevé muy bien. Aprendí de ellos el caló de la época. Durante todo 1948, tuve que cursar tres asignaturas pendientes en un colegio particular, laico y administrado por exiliados españoles. Ahí conocí como alumnos a Neus Expressate y Ramón Xirau. El ambiente era de cultura. Me gustaba mucho una manchega muy guapa, de nombre Marga Sanchis, pero ella era asediada por César Rodríguez Chicharro, poeta en ciernes. No se le despegaba, sin ser novios, y fastidiado por esa persistencia tan estorbosa un día le compuse a Chicharro un poema satírico en cuartetas. Por primera vez, supe lo que era la inspiración literaria, pues el epigrama me salió de corridito en octosílabos. Lo dejé sobre la mesa de estudio, para uso general de los estudiantes. Alguien lo leyó y buscaron inútilmente al autor, dado que no lo firmé. Ridiculizaba a César y sus versos. Jamás sospecharon de mí, pues ahí me decían “El Matemático”, porque, picado en el amor propio, me había aplicado concienzudamente al estudio de las matemáticas y ya era bueno en esa asignatura. Por eso, me quedaba mucho tiempo. En 1949, me inscribí en la Escuela Nacional de Ciencias Químicas de la UNAM y se presentó la disyuntiva: La Playa o la encq. Elegí la segunda opción, pues claramente veía cómo los compadritos de la danza se consumían en el fuego de ese ambiente tan sórdido. Yo quería ser otra clase de gente. El último día que fui a La playa,  a despedirme de ellos –“El Chícharo”, “El Jarocho”, “El Bomba”, “El Rapaz”, “Gilito”, “El Gallo”, “Rueda”, “El Muerto”, “El Príncipe”, “El Chato Pasta”, “El Tarifas”–, me prometí escribir algún día  una novela que acuñara todas mis experiencias en ese ambiente sombrío. Fue cuando decidí que sería escritor, aunque por lo pronto ingeniero químico. Tenía 19 años.

Los siguientes cinco años no tuve tiempo de leer mucho, si bien la carrera escogida no fue tan absorbente, pues me dio tiempo para enredarme en los sones del mambo y seguir siendo bailarín. En 1952, conseguí mi primer empleo profesional, en la fábrica Palmolive. Al año siguiente, en el ingenio Atencingo. Y en 1955, en el Ingenio Dos Patrias. Ese año me titulé y en seguida me casé con una chica bellísima de Tabasco. Tenía 28 años. ¿Tiempo para escribir? Ninguno, pero en mi mente revoloteaba la idea de que yo sería escritor. Por lo pronto, en la década del 50 apareció la época de oro de la Ciencia Ficción internacional en México. Yo devoraba cuanta revista y libro llegaba traducida y me decía que algún día sería también escritor de CF.

Así ingresé a las filas de esa muchedumbre que asegura comenzará a escribir su primer cuento o su primera novela y posterga indefinidamente el día de cumplir lo prometido a sí mismo o a su círculo familiar. Eso sí, justificaba mi tardanza y nunca le conté a nadie mis aspiraciones de escritor, ni siquiera a mi esposa, achacándole mi desidia a la falta de tiempo. Y puesto que tiempo me faltaba, conseguí un empleo que me lo diera. ¿Dónde? En la burocracia. Supe que había una vacante en la Junta Técnica Calificadora de Alcoholes, dependiente de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, y lo solicité. Lo obtuve. El sueldo era bajo, pero yo ya tenía coche y una casa propia, grande, en la Colonia del Valle. Mas seguía en las filas de los que prometían “mañana comienzo a escribir”. Y ese mañana nunca llegaba.

Ah, ¿mi nacimiento como escritor?

Cuando cumplí 35 años, decidí que si iba a ser escritor debía comenzar ya u olvidarme del asunto. Había leído Trópico de cáncer de Henry Miller y decidí escribir algo con su estilo. Compré una máquina de escribir y comencé un libro de cuentos basados en ciertos pasajes de mi vida o en relatos aprendidos por ahí. Lo titulé Los endemoniados. Constó de 7 relatos. Volqué en dos de ellos, autobiográficos, las aventuras vandálicas de una pandilla de compañeros de la escuela –un estilo desacostumbrado en la República de las Letras–, plagadas de palabrotas y de situaciones violentas y hasta escatológicas. Quería romper con los viejos moldes, anquilosados, de la literatura en México; causar el efecto del cuadro Desayuno en la hierba de Manet y el de la composición Consagración de la Primavera de Stravinksky.

Recuerdo bien cuando di el primer teclazo a mi Remington. Me hallaba alojado en el Hotel Roma de Cosamaloapan, Veracruz. Mi trabajo me ocupaba dos horas al día, una por la mañana y otra por la tarde –análisis y registro de producción y balance de materiales–; el resto del tiempo me la pasaba en el hotel, leyendo –a partir de esa temporada lo ocupé escribiendo. El título original era Los líquidos rubíes –tomado del Rubaiyat. Cada capítulo llevaba el nombre genérico de alguna bebida alcohólica. Luego lo cambié a Los endemoniados, pues René Avilés Fabila me dijo que el título no cuadraba con el contenido. En 1967, a la edad de 39 años, casado y con cuatro hijos, lo llevé a varias editoriales... y todas me lo rechazaron. Decidí publicarlo por mi cuenta y así lo hice. La crítica me relacionó negativamente con Rubén Salazar Mallén, quien hacía treinta años había escandalizado a las buenas conciencias literarias con algo parecido.

En ese mismo 1967, hubo un escándalo mayúsculo con la novela Los juegos, del joven escritor René Avilés Fabila, quien satirizó a la mafia literaria que encabezaba Fernando Benítez. Busqué al autor y me presenté. Me acogió y también me introdujo a un grupo de seguidores suyos, que escribían artículos culturales en el suplemento de arte del periódico El Nacional. Gente de izquierda y amigos del alcohol. Así ingresé a la República de las Letras. Mis primeros contactos fueron los narradores René Avilés, “El Águila Negra”, Gerardo de la Torre y el poeta Antonio Castañeda.

Me llevaron con el poeta español, exiliado, Juan Rejano, director del suplemento cultural de El Nacional, quien acogía con beneplácito a los nuevos valores. Lejos de escandalizarse con mis cuentos, me animó a escribir para el suplemento y me orientó en tal quehacer. Caí en blandito en medio de un grupo de colaboradores de Rejano, quien se reunía todos los sábados, después de cobrar sus artículos, en la cantina anexa Salón Palacio, donde presidía el poeta y narrador Alfredo Cardona Peña. A tal grupo le puse Liga de Escritores y Artistas Borrachos (leab) y me ligué a él indisolublemente por muchos años, hasta su extinción. Estaba compuesto en aquel entonces por Manuel Blanco, Xorge del Campo, Alejandro Ariceaga, Jesús Luis Benítez, René Avilés Fabila, Gerardo de la Torre, Antonio Castañeda, José Luis Colín, Humberto Musacchio y Mario Santana, quienes no faltaban a las reuniones alcohólicas los sábados. Había otros que caían esporádicamente, como Rogelio Villarreal Huerta, Rodolfo Mier Tonché y Roberto López Moreno.

¿Cómo fue mi desarrollo posterior?

Mi segundo libro fue la novela Safari en la Zona Rosa (1970), en la Editorial mylsa, cuyo gerente, un árabe, me llevó al baile con el tiraje. Fue un éxito –que me llenó de satisfacción, pero no de dinero–, con el tema del homosexualismo, tabú hasta entonces en la República de las Letras, porque lo publicado al respecto nunca salía del clóset. Me tildaron de pornógrafo. Puede decirse que fui pionero en tal tema.

Durante la década del 70, fui el argumentista principal de la historieta Fantomas. La amenaza elegante, que dirigía Cardona Peña, aunque en 1979 me retiré de ella. Con el tiempo, hasta la fecha, sirvió para darme a conocer en todo Latinoamérica. Fantomas. La amenaza elegante se ha vuelto un personaje literario de culto.

Empeñado en ser un escritor original, no apegado a las mojigaterías usuales de la época, di a luz dos novelas cortas: Coprofernalia –Ed. fem, 1973–, novela escatológica y de humor negro, y Jet Set (1973), satírico-humorística de la clase alta internacional, con lo cual mi fama de escritor outsider quedó bien cimentada. El presidente de la República de las Letras, junto con sus abyectos abacomites, me arrojó al corral del ninguneo. La escatología rara vez había sido cultivada por los escritores, fundada en idioma español por Quevedo y, a veces, seguida en pequeños relatos. Jamás había surgido una novela en español. Yo fui pionero y soy aún el único en la República de las Letras que la cultiva. El director de la pequeña editorial fem, Rogelio Villarreal Huerta, era por aquel entonces el único que se atrevía a editar a los escritores conflictivos como yo.

En 1975, fue publicado, por Edamex, un segundo volumen de cuentos, titulado La noche de la séptima llama, cuentos satíricos y perturbadores. El ninguneo fue radical. Dejé de existir. Llevé este volumen al director del Fondo de Cultura Económica, Antonio Carrillo Flores, quien se lo pasó al gerente editorial, Jaime García Terrés, achichincle de Paz, quien lo rechazó. El tipo me dijo que no era la clase de literatura que publicaba el Fondo de Cultura Económica. Un exquisito, pues.

En 1976, comencé a escribir artículos de opinión en el periódico Excélsior y duré 4 años, al cabo de los cuales el gangster que dirigía el periódico me corrió, porque mis artículos afectaban sus intereses personales, no los del periódico.  Inmediatamente, entré, en 1980, a El Universal, en donde duré 14 años y salí por las mismas causas. Mis artículos estaban casi siempre impregnados de sátira y por ello fui uno de los colaboradores más leídos.

El ninguneo en la República de las Letras fue roto en 1978, por mi novela Los símbolos transparentes, segundo lugar de un concurso internacional literario amañado, donde el primero se otorgó fraudulentamente. Esta novela se convirtió, con el tiempo, en mi obra emblemática. Ha tenido cinco ediciones. Además, me situó para siempre como uno de los mejores novelistas mexicanos. En el 2012, la cuarta edición fue publicada por Alfaguara. Creí haber ingresado, por fin, a las grandes ligas, pero fue llamarada de petate. Random House no me publicó ninguna más. Y para colmo, mi contacto ahí, Ramón Córdoba, murió de un infarto cardíaco.

El cerco del ninguneo había sido roto momentáneamente, pero se volvió a cerrar, pues a mi novela satírica El Pornócrata –Ed. Posada, 1978– se le hizo un silencio total. Cuarenta años después, Noemí Luna publicó una segunda edición ilustrada, en su editorial El eterno femenino.

En ese mismo año de 1978, fue publicado el primer tomo de mi trilogía picaresca El Chanfalla, en la misma editorial, V Siglos, que me había publicado Los símbolos transparentes. En ella, realicé, al fin, mi vieja promesa de escribir sobre los bajos fondos de la Ciudad de México, a través de la vida de un pícaro, malvado desde su nacimiento hasta su muerte. Obtuve unas pocas reseñas favorables, ninguna negativa, pero no me importó: no iba a cambiar mi ímpetu literario, seguiría escribiendo obras que ningún otro escritor se atrevería a publicar.

En 1983, publiqué, con el mismo resultado, el segundo tomo de mi trilogía, Entre Tiras, Porros y Caifanes, en Edamex, pues V Siglos había desaparecido. Con el tiempo, Edamex se convirtió, exitosamente, en la sucesora de Costa-Amic, pues cobraba a los autores para publicarlos, sin control de calidad. Yo fui de sus primeros autores y jamás me cobró la edición.

Mi imaginación era muy fértil y mi rapidez de escritura hacía que produjera libro tras libro. Mi tercer volumen de cuentos, de título Dime con quién andas y te diré quién Herpes, fue publicado en 1985, por Editorial Claves Latinoamericanas. Abundan los cuentos muy originales, satíricos, de ciencia ficción y fantasía. Poco a poco, me iba consolidando también como un autor de Ciencia ficción. En 1986, me aventuré con el ensayo. La Universidad Nacional Autónoma de México me publicó El movimiento popular estudiantil en la novela mexicana. La crítica negativa a una novela de Taibo ii me acarreó su odio, consecuencia que padecí de ahí en adelante hasta la fecha. Es mi mayor enemigo y no me lo quito de encima. Ese mismo año mi mujer se divorció de mí. Fue un golpe sicológico, que duré seis meses en superar.

Luego publiqué un libro de relatos de humor negro, basados en la nota roja mexicana: El síndrome de Huitzilopochtli –Edamex, 1986–, primer libro completo de humor negro publicado en México. Pionero una vez más. Tuvo una segunda edición, corregida, con el nombre de El retorno de Marilyn Monroe –Cofradía de Coyotes, 2009.

Volví a la novela corta y el cuento en Apenas seda azul –Gernika, 1988–, ciencia ficción y fantasía.

En 1991, me jubilé en la Universidad Nacional Autónoma de México y nunca más tuve empleo: me dediqué a la escritura de tiempo completo. Este año me casé por segunda vez.

En 1992, publiqué en Edamex un libro-reportaje sobre las explosiones de Guadalajara, titulado Guadalajara mártir.

En 1993, apareció ¿Tormenta roja sobre México ? , tercera parte de la trilogía del Chanfalla. Fue publicado por Gernika y el Departamento del Distrito Federal, junto con los otros dos tomos. Debía de ser un acontecimiento literario nacional, pero el ninguneo a que estaba sometido lo silenció.

La primera narconovela publicada en México es El cadáver errante –Posada, 1993–, obra satírica, humorística y de humor negro. En 1994, otro volumen de cuentos, La emoción que paraliza el corazón –Edamex–, especulativos, satíricos y perturbadores. Muy diferentes a todo lo escrito por los autores nacionales de cuentística. Es mi libro favorito de cuentos.

Otra vez logré un libro-reportaje a los diez años del terremoto: Costureras debajo de los escombros –Planeta, 1995. Primera vez que accedía a una editorial grande. En Planeta, también publiqué El Debate y El Gabinete, en 1994, libros-documento del momento. Ya estaba consolidándome en dicha editorial, porque su director había defenestrado a Taibo ii, pero el director, Jaime Aljure, fue cambiado por no poder sacar del barranco a la editorial, que había sufrido un fuerte golpe financiero por aquellos “errores de diciembre”.

En 1997, el Instituto Veracruzano de Cultura me publicó Rumberos de ayer, crónica reportaje sobre la migración de músicos cubanos a México, en los años 30-50.

En 1998, los compañeros cienciaficcioneros me designaron presidente de la recién fundada Asociación Mexicana de Ciencia Ficción y Fantasía (AMCYF). El cargo duraba dos años y lo desempeñé con tal eficiencia que fue el máximo esplendor de la época de oro de la cf mexicana. Realicé la Tercera Convención Nacional de la AMCYF, publiqué una revista mensual y un libro sobre la historia de la cf mexicana, amén de fundar un Cineclub de cf en la Universidad Nacional Autónoma de México. Taibo ii me saboteó al final y la AMCYF se fue al despeñadero para siempre.

En el año 2000, aparecieron cuatro novelas cortas del género negro: Cementerio de trenes, Los dineros de Dios, Pájaros en el alambre y La casa de todos, con el sello editorial La Tinta indeleble, la cual no existía: en realidad, fueron ediciones de autor. Originalmente, iban a ser publicados en Planeta, pero al cambio de su director regresó Taibo II, quien intrigó para que no se publicaran.

En abril del año 2000, sufrí un infarto, que me puso a las puertas de la muerte. Durante los dos años anteriores había escrito la que considero mi obra mayor satírica, El címbalo de oro (2001), la cual también debió de haber sido un acontecimiento nacional literario, pero pasó desapercibida. Fue edición de autor, bajo el apócrifo sello La tinta indeleble.

En el año 2000, intenté, por primera vez, que el Fondo de Cultura Económica me publicara mi trilogía del Chanfalla. El director era Gonzalo Celorio, tipo infatuado que no me recibió. Fox lo defenestró y en su lugar entró Consuelo Sáizar, a la cual también fui a ver, para lo mismo. El gerente editorial era Adolfo Castañón, quien me aborrecía porque, primero, en el Excélsior y, luego, en El Universal hice críticas satíricas a Octavio Paz, su padre intelectual. Castañón, a quien apodé Fito Kosteño, impidió que mi trilogía fuese publicada ahí. Emprendí una campaña mediática contra los dos, a través de una revista virtual, que titulé La Rana Roja.

En el 2001, en La Tinta Indeleble, apareció Cuando la basura nos tape, cuentos especulativos de ciencia ficción y fantasía.

En el 2004, el Instituto Politécnico Nacional me publicó La ciencia ficción en México, ensayo y catálogo, producto de investigación que comprende desde el siglo xviii hasta el 2002.

En el 2008, el Instituto Veracruzano de Cultura me publicó ¡Qué viva por siempre el carnaval jarocho!, historia y reportaje sobre esas fiestas.

El año 2008 sufrí una recaída cardiaca. Pensé que iba a morir pronto y escribí un libro para publicarse después de mi muerte: El último libelungo. Como no morí, ahí lo guardo. Contiene algunos pasajes de mi vida y es demoledoramente satírico.

En el 2009, publiqué La Rana Roja –Cofradía de Coyotes–, antología de poesía satírica y poesía escatológica. En este libro, aparecieron todos los epigramas escritos contra Consuelo Sáizar, Fito Kosteño y Rafael Tovar, que yo había escrito con el seudónimo de Francisco de la Parra de Grillas. La editorial Cofradía de Coyotes era pequeña, marginal, de mala distribución, pero su dueño y director, Eduardo Villegas Guevara, era amigo mío y me acogió. A veces, me ha publicado sin cobrarme; en otras ocasiones, yo he financiado la edición.

Tabasco: el diluvio que viene –Cofradía de Coyotes, 2010– contiene tres relatos largos, catastróficos. El que da nombre al libro es un ajuste de cuentas con mi exmujer. Este fue el segundo libro que me publicó la editorial marginal Cofradía de Coyotes, la cual de ahí en adelante se encargó de casi todas mis publicaciones.

En el 2011, sufrí otra recaída cardiaca. Y otra vez pensé que iba a morir pronto. Por lo tanto, escribí otro libro: El último concierto –La Tinta indeleble. Y sucedió lo mismo: no morí y ahí lo guardo, para cuando esto ocurra sea regalado.

Antología personal de cuentos satíricos (2011) fue el siguiente libro, en la Cofradía de Coyotes. La siguieron Plutonio en la sangre (Cofradía de Coyotes, 2012), novela satírica, en parte de cf y en parte de política internacional; Breton, la Walkiria y el Último Libelungo –Cofradía de Coyotes, 2012–, novela de pasiones seniles, con toques surrealistas; Gool, el día en que México ganó el mundial –Ed. Caligrama, 2012–, novela de ciencia ficción satírica; Idilio salvaje –Cofradía de Coyotes, 2012–, novela corta satírica sobre Consuelo Sáizar y Fito Kosteño; El abuelo, la cigarra y la hormiga (2012), cuentos infantiles para los niños hidalguenses, edición ilustrada, de lujo, publicada por Ceculta de Hidalgo; La batalla de Metztitlán –Cofradía de Coyotes, 2012–, cuentos juveniles; El regreso de Fantomas. La Amenaza Elegante –uam-Azcapotzalco, 2013–, novela con ilustraciones; La hora de los tuzos –Cofradía de Coyotes, 2016–, cuentos de ciencia ficción, fantasía y sátira, que fue el tomo último de cuentos: no escribí más cuento, fantasía desbordada; La película perdida –Cofradía de Coyotes, 2017–, novela satírica, secuela de El cadáver errante; La justicia de Fantomas –La Tinta Indeleble, 2017–, novela semigráfica, satírica –el costo de esta novela, debido a la profusión de ilustraciones, fue alto; también una decepción, pues creía que se iba a vender rápido y bien; sucedió lo contrario: lento y mal; ¿Qué pasa en el Congo? –Cofradía de Coyotes, 2019–, novela satírica sobre una pandemia artificial, no controlable –regalé la edición íntegra en el homenaje que me hizo el inbal en la Sala Ponce, el día 8 de diciembre de 2019–; Pigmalión en Tabasco –Texto Andante, 2020–, novela corta autobiográfica y romántica, en edición de lujo, limitada a 100 ejemplares, que regalé íntegra; El agente de la dea –Cofradía de Coyotes, 2020–, novela de humor negro y escatológica –segunda novela escatológica de mi larga producción; primera novela de la pandemia.

Cuando me jubilé, comencé a escribir una crónica de la corrupción en México –Sabor a pri–, desde Miguel Alemán –hasta donde me alcanzara el tiempo, sexenio por sexenio– hasta Peña Nieto. Tardé en ello 20 años y salieron cinco tomos, los cueles nunca, hasta la fecha, encontraron editor. Yo imprimí de mi peculio un tiro de 100 ejemplares y de ahí no pasó. El Fondo de Cultura de Taibo ii se negó a publicarlo. En respuesta le escribí un libelo.

¿Que como evalúo mi obra?

Escribí de todo: cuento, relato, novela, reportaje, ensayo, durante 52 años. Soy lo que algunos llaman polígrafo; otros, como el poeta griego Yorgos Seferis, un cultivador de la mythistorima, impregnada toda ella de sátira –que fue compulsiva desde mi primera novela, alcanzando al cuento y los panfletos o libelos largos–, ciencia ficción –segundo lugar de mi quehacer literario–, fantasía pura, humor negro, escatología, terror, romanticismo. Soy todo eso y quizá mucho más.

Notas

1 Mythistorima, palabra griega –acuñada por el premio Nobel Yorgos Seferis, en su poemario del mismo nombre– que sintetiza eficientemente tres conceptos complementarios: mito, historia y novela.