El Pez y la Flecha. Revista de Investigaciones Literarias

DOI: 10.25009/pyfril.pyfril.pyfril.v2i3.38

Sección Flecha

Vol. 2, núm. 3, mayo-agosto 2022

Instituto de Investigaciones Lingüístico-Literarias, Universidad Veracruzana

ISSN: 2954-3843

Las mujeres y la dictadura argentina: tres estancias y tres tiempos

Women and the Argentine Dictatorship: three stays and three times

Mónica Bueno 0000-0002-7399-6772a

aUniversidad Nacional de Mar de Plata, Argentina mbuenoli@yahoo.com.ar

Resumen:

El presente artículo es una reflexión sobre la mirada de algunas mujeres sobre la dictadura argentina. El trabajo se divide en tres estancias, que definen tres momentos históricos y determinan la distancia con el acontecimiento represivo del Estado argentino. La primera estancia se constituye en relación con testimonios de dos mujeres en dos filmes documentales: Graciela Daleo en el documental de David Blaustein (1995) y Ana en la película de Andrés Di Tella (1994). La segunda estancia está habitada por una escritora, Laura Alcoba, y su novela La casa de los conejos (2008), y una directora de cine, Albertina Carri, y su película Los rubios (2003). Ambas son hijas de detenidos-desaparecidos. Finalmente, en la tercera estancia, analizamos Nuestra parte de noche, de 2019. La dimensión del tiempo trans­currido le permite a Mariana Enríquez nuevas formas de abordaje. Cada estancia indica una perspectiva y una hermenéutica.

Palabras clave: perspectiva; dictadura; política; literatura; imagen

Abstract:

This article is a reflection on the perspective of some women on the Argentine Dictatorship. The work is divided into three rooms, which define three historical moments and determine the distance with the repressive event of the Argentine State. The first stay is constituted in relation to the testimonies of two women in two documentary films: Graciela Daleo in the documentary by David Blaustein (1995) and Ana in the film by Andrés Di Tella (1994). The second stay is inhabited by a writer, Laura Alcoba, and her novel La casa de los conejos (2008), and a film director, Albertina Carri, and her film Los rubios (2003). Both are daughters of mis-sing detainees. Finally, in the third stay, we analyzed Nuestra parte de noche, (2019). The dimension of the elapsed time allows Mariana Enríquez new ways of approach. Each stay indicates a perspective and a hermeneutic.

Keywords: perspective; dictatorship; politics; literature; image

Recibido: 16 de febrero de 2022

Dictaminado: 23 de marzo 2022

Aceptado: 20 de abril 2022

 

Our share of night to bear / Our share of morning / Our blank in bliss to fill // Our blank in scorning / Here a star, and there a star, / Some lose their way! / Here a mist, and there a mist, / Afterwards - Day!
Emily Dickinson

Primera estancia: experiencia y testimonio

Este artículo tiene su disparador en una imagen y una escena que pertenecen a dos documentales: Cazadores de utopía de David Blaustein (1995) –que analiza la trayectoria del movimiento Montoneros, de la década del setenta, a través de reportajes a quienes militaron en sus filas como dirigentes combatientes en los mandos intermedios, así como a otros testigos políticos privilegiados– y Montoneros, una historia de Andrés Di Tella (1994) –que narra la historia de Ana, una ex-militante que evoca la experiencia de los años violentos de la Argentina en el mismo movimiento Montoneros. Las dos películas abordan el mismo objeto y tienen la misma distancia histórica, pero las perspectivas son diferentes y exhiben matices sumamente interesantes en esa relación entre la dictadura y la década de los noventa en la Argentina. La escena del testimonio conjuga, en cada una de las películas, la historia individual con la historia colectiva. La imagen es la de Ana, la protagonista del filme de Andrés Di Tella, y una polifonía inquietante, donde el presente es también un ajuste con el pasado. No se trata de la fijación homogénea y cerrada de las acciones pasadas, sino de una dinámica que define acciones entre esos sujetos que testimonian: un amigo justifica la posible delación de Ana en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA). La misma Ana se refiere a su propio cansancio de una lucha que, en el final, tenía demasiada muerte. Se distancia de los excesos militantes de su compañero desparecido. No hay héroes; hay hombres y mujeres con dolor y, a veces, arrepentimiento. Se trata de la epifanía de lo humano. La autocrítica anula la épica e instala el debate; la cámara implica al espectador. Como en el cuento de Borges, “Tema del traidor y del héroe”, el héroe y el traidor son máscaras superpuestas y definen la complejidad de un testimonio que intenta –a veces lo logra y otras fracasa– interpretar las formas de violencia y muerte como un ejercicio de la política. La escena es la de Graciela Daleo en el filme de Blaustein.1

Entre circunloquios, silencios y grandes paréntesis, el relato de Ana se extenderá desde su entrada en Montoneros, que, como para muchos de los jóvenes que participaron en las luchas de los años 70, estuvo ligada a la atracción que ejerció la iglesia católica combativa –vinculada a la teología de la liberación–, pasará por la militancia, la clandestinidad, la detención en la ESMA, la tortura y, finalmente, la liberación.2 El documental cierra con la voz de Ana y una certeza: su marido murió pensando que ella era traidora, porque ella había salido con vida de la ESMA. Como si fuera un caleidoscopio que repite las mismas imágenes, el relato de la vida de Ana condensa la historia política y expande su biografía en los espejos duplicados de su generación:

Esto empieza cuando yo tenía 16 años (la misma edad que Paula). En San Jorge y... San Jorge es un pequeño pueblito en Santa Fe, donde nací. Paula que estaba preparando su examen de historia de cuarto año (para dar en los exámenes del colegio), me pregunta qué pasó en los 70. (Ellos son jóvenes del 90). ¡Qué pasó! “¿Cuándo fue esa situación tan terrible, que hay muchas fotos, hay muchos tiroteos...?” (Di Tella, 1994).

La escena que elegimos, decíamos, pertenece a la película de Blaustein. Cazadores de utopía fue un filme muy mal recibido por la crítica: “El modelo elegido por David Blaustein es la peor opción posible cuando de hacer cine documental político se trata”, concluye Gonzalo Aguilar.3 Es cierto: se trata de una poetización forzada de las escenas construidas, donde los testigos-protagonistas cuentan su relato, que se torna, demasiadas veces, epopeya o folletín sentimental. Los héroes vivos y muertos deambulan por los fragmentos de una narración colectiva y plural, pero unívoca a la hora de las hermenéuticas. Es evidente que la película define una relación explícita con el pasado, ya que instala un diálogo político que quiere apartarse de la teoría de los dos demonios, pero la separación se tematiza de tal modo que suena como hipostasia. A pesar de su reductivismo y su simplificación, el filme abre un espacio nuevo para la época, ya que la abusiva carga épica del pasado actúa como densificadora del vacío del tiempo histórico en el que se produce esta película. Todos los testimonios apuntan a la exaltación de esa epopeya pretérita, que, por oposición, revela una ausencia de conciencia colectiva y heroicidad en el presente menemista de los noventa. En ese relato colectivo, la escena discontinua –cada testimonio está fragmentado e intercalado con otros fragmentos de otros– del relato de Graciela Daleo tiene una teatralidad que subraya esa épica. La escena se diseña en un espacio despojado y sugerente, que acompaña la emotividad particular de la narración de la militante apresada y torturada. Una pared descascarada y un colchón en el que Daleo aparece sentada definen, como una resonancia, los espacios del relato.4

Las dos mujeres narran su experiencia y su relato niega ese sentido de crisis de la experiencia que aquella reflexión taxativa de Benjamin (1989), al finalizar la Gran Guerra, instalara en el mundo filosófico, cultural y literario.5 Para Benjamin, uno de los determinantes de la imposibilidad de narrar la experiencia propia y ajena reside en los efectos de la Gran Guerra, de la que los hombres volvían enmudecidos. En la Argentina, no ha habido ese silencio deliberado y persistente. Por el contrario, aún hoy aquellos torturados hablan y su voz es escuchada por las nuevas generaciones.6

Las múltiples definiciones de experiencia que los investigadores han mostrado, y que en muchos casos resultan opuestas, nos lleva­ron a conjeturar que es posible pensar un concepto de experiencia que circula por las grandes obras de la literatura, la música y el cine. Con la dinámica de exposiciones y debates, estas conjeturas se convirtieron en afirmaciones a partir del análisis de un corpus, que fue definiéndose y definiendo, también, una conceptualización de la noción de experiencia artística fundada en la imbricación entre lo individual y lo social. Acotar este sentido particular a partir de la imbricación entre lo individual y lo social, así como la “traducción” de la experiencia a un objeto artístico, esto es, transformar ese sentido peculiar en experiencia estética, ha sido el marco de referencia a partir del cual hemos diseñado este trabajo.7

“Nuestra lengua no tiene palabras para expresar esta ofensa, la destrucción de un hombre”, dice Primo Levi (1988, p. 24), y en esta frase está la huella del trauma que implica toda obra de arte que se presenta como testimonio del horror. Sabemos que la representación artística de un episodio traumático social requiere un trabajo doble, donde la tensión entre experiencia social y estética se conjugue de un modo peculiar.8

En esta primera estancia, se trata de la primera persona que narra la experiencia y define el documento en la forma del testimonio. La idea de representación directa subsume la cosa en su figura y define la forma de la verdad. Es así que la tensión entre documento y monumento se torna dinámica. El testimonio resulta una de las formas más eficaces porque es la demostración y la evidencia de la veracidad de una cosa. Elegimos una imagen, la de Ana, y una escena, la de Graciela Daleo. Las dos mujeres son protagonistas e intérpretes de esos acontecimientos. Así determinan la primera estancia de este artículo y constituyen el disparador de este trabajo. Nos preguntamos por el relato de mujeres en relación con la dictadura y pensamos dos estancias más, que avanzan en el tiempo y exhiben otros modos de configurar el relato. Por supuesto, nuestra elección está restringida a los límites de un artículo.

Segunda estancia: infancia y relato

En esta estancia, revisaremos la novela de Laura Alcoba, originalmente escrita en francés, con el título de Manèges. Petite histoire argentine (2007), traducida al español por el escritor Leopoldo Brizuela bajo el título de La casa de los conejos, en 2008, y el documental Los rubios de Albertina Carri (2003). En estas dos producciones, la dinámica de tiempos y experiencias que su lugar de “Hijes” les proporciona da cuenta, indefectiblemente, de una tensión dialéctica con el pasado, que se torna forma artística. Si las dos mujeres de la primera estancia eran protagonistas de la historia de lucha armada y el terrorismo de Estado, en los relatos de Carri y Alcoba se trata de la figura del testigo de esos hechos, desde el recuerdo de la infancia.

Una decisión fundamental para un relato es el lugar desde donde se cuenta. La figura del narrador adquiere una dimensión trascendental porque la forma de la experiencia está fuertemente unida a la noción de subjetividad. El sujeto se define a sí mismo en la relación epistemológica con un objeto, real o imaginario, que forma parte de la escena de la experiencia, vivida y narrada. En ese marco, se diseñan figuras imprescindibles para que la experiencia sea comunicada. La decisión entre la primera o la tercera persona indica un equilibrio diferente entre la legitimidad de quien cuenta o la fuerza narrativa de la historia que se cuenta. Autor, escritor, narrador son evidentemente las figuras que, como un juego de espejos, se identifican o diferencian.

El narrador en primera persona trasmuta, en el relato, la experiencia en una ficción apropiada por el “ego”. Lo verosímil encuentra su garantía en ese narrador. El acto de escribir –o filmar– es, entonces, el acto de comunicar a otro no sólo la experiencia vivida, sino también su sentido. “Escribir es a la vez revelar el mundo y proponerlo como una tarea a la generosidad del lector”, dice Barthes (1999, p. 134), y alude evidentemente a las dos notas características de la experiencia.9

La casa de los conejos hace de esa condición de la primera persona el modo de legitimación del relato. Laura Alcoba representa una voz peculiar, que recuerda y narra su infancia en el contexto de la clandestinidad y la lucha armada. Esa primera persona, validada por el recuerdo de la mujer que escribe, aporta una nueva perspectiva sobre los sucesos de los 70. El relato diseña la figura de una niña, que es un lugar intermedio entre protagonista y espectador. Los hechos que se cuentan están filtrados, refundados, de alguna manera, por esa perspectiva inaugural de ver el mundo. La ecuación infancia/recuerdo y la primera persona determinan un registro no sólo narrativo, sino también emocional. Como sabemos, todas las experiencias emocionales profundas definen en la memoria la interpretación de los hechos de ese pasado. De esta manera, la novela refiere una experiencia individual que implica también a una sociedad. Alcoba ha declarado en entrevistas que le interesa trabajar las emociones en relación con las historias que cuenta. La historia de su novela define de este modo una comunidad emocional (Rosenwein, 2006), ya que la narración de esa experiencia de sus padres en la clandestinidad, escondidos en una casa, refiere la experiencia social de la dictadura en Argentina. El miedo, en cuanto efecto, ocupa en el relato de esa primera persona un lugar, al mismo tiempo, fundamental y ambiguo. Esa ambigüedad tiene que ver con la apuesta a la perspectiva que Alcoba mantiene en toda la novela. Declara en una entrevista:

Me interesa la intensidad de la infancia más que como tema diría casi como música. Los chicos están en un contacto directo, inmediato, con las cosas y hay una forma de intensidad y verdad en esa manera de estar en el mundo, pero también en la infancia puede haber crueldad. Los chicos no soportan ser diferentes. La vergüenza es algo muy infantil (Alcoba, 2014).

En el prólogo del libro, Alcoba evoca –en uno de los sentidos del verbo: llamar al muerto– a Diana Teruggi –Didí en la novela, asesinada en noviembre de 1976– y le confiesa que la necesidad de escribir sobre aquellos años se justifica por una serie de acontecimientos que estimularon su memoria: “desde la altura de la niña que fui” (Alcoba, 2008, p. 7).

La escena del comienzo es la puesta del modo peculiar que Alcoba diseña: la evocación del fantasma que tiene, en la escritura, una manifestación evanescente, que es enigmática: ausencia y am­bigua presencia. “La Ausencia es la figura de la privación; a un tiempo deseo y tengo necesidad” (Barthes, 1996):10

Debía esperar a quedarme sola, o casi.

Esperar a que los pocos sobrevivientes ya no fueran de este mundo o esperar más todavía para atreverme a evocar ese breve retazo de infancia argentina sin temor de sus miradas, y de cierta incomprensión que creía inevitable. Temía que me dijeran: “¿Qué ganas removiendo todo aquello?” Y me abrumaba la sola perspectiva de tener que explicar. La única salida era dejar hacer al tiempo, alcanzar ese sitio de soledad y liberación que, así lo imagino, es la vejez. Eso pensaba yo, exactamente (Alcoba, 2008, p. 6).

Como señala Victoria Daona (2013), “Alcoba recupera las escenas que componen ese particular ámbito familiar, devela los secretos, rompe algunos mitos y exalta otros” (p. 10). Si la infancia es para la escritora una música, esa música es disonante, porque destruye melodías sociales, lugares comunes de interpretación.

El concepto de literatura que Alcoba exhibe en su novela se afinca en la idea del relato de una experiencia personal, que tiene en la perspectiva su fundamento. Las fisuras del traslado del recuerdo a la escritura se resuelven mediante las herramientas ficcionales que, por un lado, refuerzan la idea de testimonio que la novela exhibe y, por otro, dirimen las escenas de lo privado, de lo íntimo. Ese yo que escribe su particular infancia inventa la voz perdida del pasado, el tono de esa voz, su ritmo, que representa las modulaciones de la niñez. Alcoba construye una voz que juega con la presentización del recuerdo:

A mí ya me explicaron todo. Yo he comprendido y voy a obedecer. No voy a decir nada. Ni aunque vengan también a casa y me hagan daño. Ni aunque me retuerzan el brazo o me quemen con la plancha. Ni aunque me claven clavitos en las rodillas. Yo, yo he comprendido hasta qué punto callar es importante (Alcoba, 2008, p. 11).

Se trata, entonces, de un tono que produce un efecto de lectura, que tiene, en ese juego de representación, la efectuación de la lengua de la infancia. De esta manera, la temporalidad en la novela se anula a partir del modo del relato. La emoción, entonces, se torna dispositivo de montaje de escenas que no ocurrieron, sino que ocurren en el momento de la lectura. Ese yo “es” la nena que trata de entender su mundo.

Alcoba incomoda porque no sólo exhibe una forma de violencia, de la que ella es víctima –recordemos la escena de la cámara fotográfica como ejemplo–, sino que además cuestiona los códigos de esa comunidad y exhibe la traición.

También incomoda el mirar el color de los otros, en Los rubios de Albertina Carri. “Nunca miramos sólo una cosa; siempre miramos la relación entre las cosas y nosotros mismos”, dice John Berger.11 Con su película Los rubios –que en algún momento planeó llamar “Documental 1. Notas para una ficción sobre la ausencia”–, Albertina Carri decidió transgredir la ley que une el documental al realismo y configurar como dispositivo de su experiencia estética una teoría de la representación. Albertina es hija del sociólogo Roberto Carri y de la Licenciada en Letras Ana María Caruso, desaparecidos el 24 de febrero de 1977. Como señala María Moreno (2007), “Según el informe de la Conadep”, sus tres hijas fueron retiradas por familiares de una comisaría de Villa Tesei: “A partir del mes de julio del mismo año se establece un intercambio de correspon­dencia entre los secuestrados y la familia [...]; quien actuó como intermediario fue un hombre que era llamado ‘Negro’ o ‘Raúl’”.

En el film, la primera persona no sólo es constitutiva del relato, sino que desarma el mecanismo de la unidad identitaria y enuncia, en una suerte de trabajo a la vista, la porosidad de esa primera persona que es doble. La actriz, Analía Couceyro, y la directora son “Albertina Carri” y comparten el espacio del film, se complementan, repiten gestos –por ejemplo, ambas realizan el análisis de ADN. En ese juego doble, Carri desnuda el artificio del testimonio que dice verdad. Representar es traer la cosa desde la ausencia, hacerla presente. Carri exhibe la dificultad de esa postulación. Si la primera persona se cuestiona en ese juego especular entre la directora y la actriz, la forma del pasado se diluye en las marcas de la ficción que todo recuerdo constituye. Los pocos testimonios que elige no sólo sirven para mostrar la dificultad de recordar, sino para impugnar en la acción de recordar la forma de la verdad: “–Yo quería evitar las cabezas parlantes pero sin aplazar los testimonios. Sabía que los iba a incluir pero no con la cabeza a toda pantalla, el nombre y el parentesco, que es lo que se suele hacer en los documentales”, señala Carri en una entrevista.

“Todos ellos eran rubios”, recuerda una vecina; y estigmatiza, en el atributo, la diferencia. “Por algo se lo llevaron” –ese “algo” se condensa en el error del recuerdo: no era rubia la familia, pero la diferencia con los vecinos del barrio humilde en el que vivían justifica, en el testigo, la desaparición forzada. De esta manera, el film quiebra la tradición del documental que dice verdad a partir del testimonio y que representa esa verdad mediante el relato del pasado. Ejemplos de esa tradición son los documentales que nombramos en la primera estancia: Cazadores de utopías y Montoneros, una historia. Los rubios recibió críticas de diversa índole. Martín Kohan (2004), en “La apariencia celebrada”, artículo publicado en el número 78 de Punto de vista, interpreta que el film es una suerte de asunción del fracaso de la generación de los padres. Escribe Kohan:

¿Qué significa, entonces, en Los rubios la atribución de rubiedad? Un error, tal vez, pero también un perverso acierto. Significa aquello que ha hecho de los padres de Albertina dos víctimas más de la represión de la dictadura militar. Y significa –lo ha dicho Albertina Carri– el fracaso del proyecto político de sus padres, que quisieron integrarse a la vida de un barrio humilde pero no pudieron impedir que los barrios siguieran percibiéndolos como personas ajenas a su mundo social. Eso significa ser rubios, por lo tanto (p. 30).12

Evidentemente, la cita refiere el malestar por la interpretación del juego que Carri ensaya en el film y que tiene su peso en la parodia como ejercicio de ficcionalización. Sin embargo, en ese juego se entrevé algo que Juan José Saer (2012) reconoce en su ensayo “El concepto de ficción”: la verdad se esconde en los pliegues de la ficción. Es tarea del espectador darle un valor y una interpretación. La lectura de Kohan exhibe la falta porque es cierto que Carri exaspera un punto problemático de los acontecimientos de la militancia de los 70: ¿que la vecina marque el extrañamiento y la diferencia implica una zona de exclusión de la militancia revolucionaria de los setenta respecto de la sociedad argentina? Lo político del film se exhibe también en el final. Las pelucas indican, de manera paródica, la obligación de asumir la identidad de ser hijos.

Señala Gonzalo Aguilar (2010): “A diferencia de casi todos los exponentes del género documental político sobre los desaparecidos, Los rubios es uno de los pocos que no sólo habla de la ‘historia del arte’ sino que utiliza procedimientos estéticos más complejos que la mera entrevista documental” (p. 180). Las resoluciones estéticas de Carri son gestos políticos: ciertas decisiones del uso de la cámara, la manera peculiar de la colocación de los testimonios, el juego con los muñequitos de Playmobil, la parodia como principio constructivo, pueden ser interpretados como banalización o despolitización de los hechos del pasado. Sin embargo, nada más político que ese modo paródico que la directora elige: sobre el discurso serio, consagrado y épico, Carri sobreimprime, como el Fausto gaucho, una risa crítica y subversiva. En una nota a pie de página, Aguilar define uno de los aspectos corrosivos del modo estético de Los rubios: “lo que la película propone es que no hay que escuchar lo que quieren decir los testimoniantes (o lo que creen decir), sino que hay que ejercitarse en la escucha de los huecos, los lapsus, las espontaneidades” (Gonzalo Aguilar, 2010, p. 179). Creemos que ese ejercicio implica no sólo la escucha, sino también la mirada de los espectadores; en definitiva, las marcas de la representación y las posibilidades que esas huellas indican. De esta manera, frente a cierta homogeneización del modo de exhibir el relato de la dictadura, Carri incomoda. La fuerza de la primera persona en el film es tal que el cuestionamiento no sólo corresponde a la película, sino también a la directora y a su comportamiento “político”, que la ha obligado una y otra vez a justificar su conducta: “Tengo una admiración muy grande por la gente que puede militar, es casi una imposibilidad mía.”13

La primera persona en los relatos de Alcoba y Carri, decíamos, se dirime como forma de la experiencia que traslada la vivencia del pasado –la perspectiva de esa vivencia tiene un peso distinto en cada uno de ellos– a un relato que refiere, escamotea, parodia y cuestiona el horror y la violencia. El tono disonante de la infancia o la ficción paródica conjugan los nombres y las cosas de manera diferente: Alcoba define en el detalle lúcido de la memoria la eficacia de la verdad que persigue y Carri parodia y distancia los objetos de su pasado, superpone otros, desdibuja.

La muñeca, en el recuerdo de Alcoba (2008), no es sólo la re­presentación de la infancia, sino también la eficacia disonante entre ese mundo y el de los militantes escondidos en La casa de los conejos: “Pero yo, yo lo veo todo... Que mi madre cierre los ojos, ¿me protege, también? Yo me guardo todas las preguntas para mí y no abro más la boca. De todas maneras, no hemos vuelto a pasar ante la muñeca, la misma que la mía, pero mejor” (p. 25). Las palabras refieren también el desacuerdo entre esa superposición de esferas que el relato exhibe –lo social, lo político, el barrio, la infancia. La palabra “embute”, que la narradora recuerda, pero que debe redefinir a partir de la búsqueda de la significación en una lengua en la que decide no escribir, condensa esas significaciones secretas que la comunicación exige.14

Las pelucas, en Los rubios, funcionan en ese doble sentido: son signos acerca de quiénes somos y también acerca de cómo cambiamos a partir de las definiciones de los otros. El lenguaje, entonces, es un mecanismo complicado, a veces hasta perverso, que dice referir lo que esconde y escamotea. “Eran rubios” es el dispositivo del film, que refiere no la cosa, sino la mirada sobre ella.

Reclama Agamben (2005): “El autor señala el punto en el cual una vida se juega en la obra, por eso el autor no puede permanecer en la obra incumplido y no dicho”. De esta manera, transforma el borde enigmático, reconocido por Foucault respecto de la “función autor”, en gesto de la escritura, que dispone siempre un “umbral”. El autor se define en ese borde de la obra que lo expresa y lo esconde. El lector asume la tarea de reconocer el gesto y aceptar la ausencia. “La vida puesta en obra” resulta de esa ecuación misteriosa e inquietante del nombre de autor en la obra, que, como señala Agamben, se enuncia en esa “puesta en juego de la vida en la obra” (2005). El sentido de experiencia adquiere así un punto diferente, que se expresa en la forma que esa vida logra en la obra. De esta manera, se define una ética de la escritura, en las estrategias que son decisiones del autor, necesarias para que esa experiencia se vuelva, al mismo tiempo, epifanía de lectura.

Alcoba y Carri provocan, no consuelan; y lo hacen colocando al lector fuera del control sobre la historia y sobre sus significados. Su vida puesta en obra se afinca en el desacuerdo. Por desacuerdo, lo sabemos gracias a Ranciére (1996), se entiende “un tipo determinado de situación de habla: aquella en la que uno de los interlocutores entiende y a la vez no entiende lo que dice el otro”. El desacuerdo se funda en el equívoco sobre lo que creemos es lo mismo, pero no lo es: “Quien dice blanco y quien dice blanco pero no entiende lo mismo o no entiende que el otro dice lo mismo con el nombre de la blancura”, ejemplifica Ranciére (1996, p. 8). Carri y Alcoba tienen en el desacuerdo un dispositivo, ya que sus objetos de arte muestran argumentos que remiten al litigio sobre la experiencia de la dictadura.

En el final de La casa de los conejos, aparece la literatura como estrategia vital. La eficacia del relato de “La carta robada” sirve para la vida, explica uno de los militantes: el traidor, justamente. Tomamos esa imagen. El cuento de Poe puede servirnos a nosotros para definir esta constelación “saturada de tensiones”, en el sentido que Benjamin le da al concepto en sus tesis sobre la historia; y de esta manera, hace saltar la unidad monádica de una época, porque nos permite fijar la atención en aquello que está a la vista, pero que no vemos: la perspectiva de la infancia, la traición, la porosidad de lo identitario, la ficción del recuerdo.

Tercera estancia: el horror y la forma del mal

Esta última estancia comienza con algunos lugares comunes, que nos permiten esta reflexión. La dictadura argentina fue criminal; decidió no sólo la muerte de muchos argentinos, sino que instaló la figura terrible del desaparecido. Uno de los genocidas que ocupó la presidencia de la Junta Militar, Rafael Videla, definió en una entrevista tristemente famosa esa categoría. El gesto de la mano indicando que “el desaparecido” se volatiliza en el aire y no está ni en la vida ni en la muerte es lo suficientemente contundente como para dar cuenta de esa figura. Su gesto define la forma del mal e instaura una manera del fantasma que siempre interpela a los vivos.

Mariana Enríquez es una de las escritoras actuales que ha construido su lugar en la literatura argentina a partir de la postulación de su gótico “criollo”. Todos sabemos que la literatura gótica explora la tensión entre el hombre y el mundo con un efecto fundamental: producir miedo. Nos detenemos un momento en este efecto. De acuerdo con los estudios sobre el género, la literatura gótica busca un tipo de placer en los lectores a partir de la experiencia ficticia del terror, entendido como una forma extrema del miedo, que “nos lleva más allá de nosotros mismos”. “El miedo es una de las emociones más antiguas y poderosas de la humanidad, y el miedo más antiguo y poderoso es el temor a lo desconocido”, señala Lovecraft (1999) en su célebre ensayo El horror sobrenatural en la literatura. Agrega: “El alcance de lo espectral y lo macabro es por lo general bastante limitado, pues exige por parte del lector cierto grado de imaginación y una considerable capacidad de evasión de la vida cotidiana”. De esta manera, el efecto del gótico precisa de una disponibilidad del lector para suspender la experiencia vital por la experiencia estética. Para muchos filósofos y escritores, en esa posibilidad se encuentra la huella de lo sublime. Como sabemos, el concepto de lo sublime atraviesa la historia de la cultura y de la filosofía. Desde el famoso tratado de Longino, De lo sublime, el concepto tiene como nota característica la grandeza. Longino aclara que es grande realmente sólo “aquello que proporciona material para nuevas reflexiones”. (Una nota: en la filosofía china, el concepto de lo sublime –yugen– significa oscuro, profundo y misterioso; y en la poesía japonesa, el concepto ha sido utilizado para describir la sutil profundidad de las cosas). Lo sublime, entonces, provoca pensamiento en lo que no se ha pensado, en las zonas oscuras de lo humano. Tiene, entonces, claras filiaciones con el gótico. Para Longino, como para Kant, lo sublime, siendo subjetivo, es universal.

En América Latina, quien primero puso en litigio el concepto moderno de fantástico y determinó con más fuerza la vinculación de la literatura latinoamericana con el gótico fue Julio Cortázar. En “Notas sobre lo gótico en el Río de la Plata”, de 1975, señala:

Para desconcierto de la crítica, que no encuentra una explicación satisfactoria, la literatura rioplatense cuenta con una serie de escritores cuya obra se basa en mayor o menor medida en lo fantástico, entendido en una acepción muy amplia que va de lo sobrenatural a lo misterioso, de lo terrorífico a lo insólito, y donde la presencia de lo específicamente «gótico» es con frecuencia perceptible. (Cortázar, 1975)

De esta manera, con la categoría de lo gótico –atendamos al neutro en el sentido en que Barthes (2005) lo marca: “aquello que desbarata el paradigma” (p. 87)– habría, para Cortázar, un modo gótico, que está tanto en la vida cuanto en la literatura y que, argumentan­do con su propia experiencia, tiene los atributos que señalábamos en relación con lo sublime: desbarata nuestras creencias y posibilita pensamiento. Muchos años después, María Negroni (2009) retoma esta presunción de Cortázar y arma una suerte de mapa de lo gótico en Museo negro.

Mariana Enríquez se inscribe taxativamente en esa tradición, desde sus primeros textos. Hibrida eficazmente temas actuales –la juventud, el rock, la figura del “pibe chorro”– con su mirada sobre lo gótico.

Tal vez una anécdota que Enríquez cuenta en una entrevista (Guerriero, 2013) nos sirva para pensar la particular inscripción en la tradición del gótico que la escritora realiza: en sus comienzos como escritora, Juan Forn, editor de Planeta en ese momento, luego de leer una novela suya, concluye: «Tu generación cree que puede hacer ciertas cosas en la literatura». Enríquez agrega: “Y yo no entendía de qué me hablaba. ¿Qué generación? Yo era sola. Era un bicho raro. Yo leía a Emily Brontë” (p. 17). La afirmación de Forn justifica nuestra tercera estancia. La distancia histórica respecto a la dictadura es mayor y, por lo tanto, la perspectiva “caballera” –al modo de la pintura– permite exploraciones, experimentos, hibridaciones, “esas ciertas cosas” de las que habla Forn y que hace un uso particular de lo gótico.

Nuestra parte de noche es una novela de Enríquez, publicada en 2019. La historia, que transcurre entre 1960 y 1997, exhibe los ele­mentos que el gótico requiere. La estructura indica la complejidad de la forma de una novela extensa: tiene seis partes. Cada parte, como una suerte de mosaico narrativo, reclama y completa la otra. “Las garras del dios vivo enero de 1981” es la primera parte y nos cuenta el viaje –huida– de Juan y su hijo Gaspar. Enríquez va logrando ya en esta parte lo que tradicionalmente se llama “atmós-fera”, y que en el caso del gótico implica efectos emocionales que se dirimen entre el horror, el terror y el desconcierto. Que la autora decida ubicar este comienzo –sabemos lo que el íncipit implica en la literatura en general y en la novela en particular– en 1981 y lo subraye en el título implica una dimensión doble acerca de la efectuación del mal, ya que lo inquietante del relato personal se subsume en un contexto represivo y oscuro. La segunda parte, “La mano izquierda. El Dr. Bradford entra en la Oscuridad, Misiones, Argentina, enero de 1983”, refuerza ese doble entramado de la historia familiar y el contexto de la dictadura argentina, que continúa en la tercera parte, titulada “La cosa mala de las casas solas, Buenos Aires, 1985-1986”.

El salto hacia el pasado de la cuarta parte de la novela, titulada “Círculos de tiza, 1960-1976”, muestra también un doble engranaje, que refiere en otro espacio una época finalizada. No es casual que el límite sea 1976. La quinta parte, “El pozo de Zañartú, por Olga Gallardo, 1993”, exhibe sin ninguna duda, la política de la memoria que la novela tiene. Se trata del ficticio préstamo de la voz a otro. Tal como la gauchesca, Enríquez (2019) inventa un testimonio del horror en la búsqueda de los cuerpos de desaparecidos en una localidad de Misiones.15 Olga Gallardo nos dice: “En Buenos Aires, escribí la crónica sobre el pozo, la última de una serie sobre el Operativo Itatí y la represión en los yerbatales del Litoral cercanos a la frontera. Esta crónica, sin embargo, es distinta: pertenece a una escritura íntima, menos ligada a la información y a la historia”. El testimonio, como veíamos en la primera estancia, da cuenta del horror en un sistema doble y ensamblado entre lo privado, lo familiar y el crimen del Estado, como si el horror fuera una suerte de nube que cubre todas las zonas del pasado. La sexta parte, “Las flores negras que crecen en el cielo, 1987-1997”, implica, en el avance del tiempo, no sólo la hermenéutica que algunos de los personajes pueden hacer de un pasado oscuro y abyecto, sino que describe las consecuencias posibles y futuras.

Julia Kristeva (1988) ha señalado que en la abyección existe “una de esas violentas y oscuras rebeliones del ser contra aquello que lo amenaza y que le parece venir de un afuera o de un adentro exorbitante, arrojado al lado de lo posible y de lo tolerable, de lo pensable” (p. 23). Es al mismo tiempo la fascinación del deseo, el miedo y el rechazo. Lo abyecto fascina y repugna. La literatura ha sido, desde siempre, un lugar donde es posible representar lo abyecto y sus implicancias en lo humano. Los escritores han ensayado diferentes estrategias para lograrlo. El gótico es una de esas maneras de búsqueda que constituyen una tradición universal. Nuestra parte de noche (Enríquez, 2019) propone una entrada a lo abyecto a través de lo gótico. Es así que el relato toma múltiples aristas, que fundan esa doble valencia de lo abyecto en lo privado y en lo público, en lo íntimo y en lo político. El cuerpo torturado, la herida punzante, el cadáver y el fantasma son hitos de la violencia de unos sobre otros que la novela presenta. La escena de la segunda parte, que narra el terrible descubrimiento de Juan, es un claro ejemplo de lo ominoso y abyecto en la historia familiar:

Juan siguió. Había más jaulas. Los otros niños y niñas eran más grandes.
Muchos lo miraban detenidamente con sus ojos negros: algunos eran niños guaraníes que probablemente no sabían hablar español. Otros quizá eran hijos de los hombres y las mujeres que se entregaban en sacrificio a la Oscuridad. Algunos reaccionaban a su aparición yéndose hacia el fondo de la jaula, otros apenas abrían los ojos. Vio criaturas con los dientes limados de forma tal que sus dentaduras parecían sierras; vio a chicos con la obvia marca de la tortura en sus piernas, sus espaldas, sus genitales; olió la podredumbre de chicos que ya debían estar muertos ¿Dejaban los cadáveres ahí para que el olor se les volviera familiar a los demás? (Enríquez, 2019, p. 126)

El testimonio de Olga Gallardo –la quinta parte de la novela–describe, como señalamos, las consecuencias del horror de la dictadura. El desparecido es cadáver y su cuerpo –los restos de su cuerpo– se hace visible en el presente, trayendo al extraviado y otorgándole su perdida condición de viviente que ha sido. Se exhibe la ética de una comunidad que no olvida. La novela exaspera el límite de nuestra propia condición de vivientes. Concluye Kristeva (1988): “Tanto el deshecho como el cadáver me indican aquello que yo descarto permanentemente para vivir” (p. 28). La frase condensa la operación política de la novela de Enríquez. Una de las condiciones de la literatura es el uso de la imaginación para dar cuenta de una experiencia que no puede, no debe ser vivida. La experiencia de la falta, del exceso, de los poderes del horror son representaciones recurrentes en la novela, que hace que la literatura se torne significante de un significado que atraviesa y constituye lo humano: el mal.

El gótico es para Enríquez una matriz productiva, que le permite experimentar con zonas de lo humano que han sido estigmatizadas desde la otredad. Esa otredad tranquiliza por la distancia. Lo mismo está a salvo. La novela nos propone una reflexión sobre el mal, donde lo monstruoso, lo abyecto, lo horroroso se constituye en la ambivalencia humana. No es tranquilizadora la propuesta de la novela porque el mal es cotidiano, familiar y justificado por las acciones y los argumentos de los personajes que son cercanos, familiares.

En una entrevista, Enríquez ha declarado:

el horror de la dictadura me formó emocional y literariamente. Hasta los ocho años pasé toda mi primera infancia en dictadura. Y luego había muchos textos sobre lo que pasó, el Nunca más, el informe sobre derechos humanos; empezaron aparecer muchos textos periodísticos de la dictadura, parecía muy irreal. (Gómez, 2020)

La irrealidad de la que habla la escritora define su lugar en la literatura. Ahí estaba el mal y esa percepción inundaba todos los lugares de su infancia. Es por eso que entre las lecturas formadoras que Enríquez menciona aparece Sobre héroes y tumbas de Ernesto Sábato, particularmente uno de sus capítulos: “Informe sobre ciegos”. Este capítulo, que fue publicado en forma independiente, no es gótico, pero definitivamente es una exploración sobre el mal. Sábato ensaya en su novela una tesis acerca del concepto del mal, que se fundamenta en una hermenéutica particular de la tradición gnóstica y que le permite al escritor leer también la política de la mitad del siglo XX. Enríquez retoma esa idea del doble, de la tensión entre lo que está en la superficie y lo que permanece en las profundidades, y le da su propia interpretación en el contexto de la dictadura y la postdictadura. Enríquez no necesita referir el horror real; decide rodearlo, crear ese punto oscuro del horror gótico que es un espejo literario del mal real. Que elija un verso de Emily Dickinson como título es fundamento de esa posición metafísica y política que de­fine el entramado estético y ético de su literatura. Sabemos que el mal es el drama de la libertad humana y la literatura, como bien lo señala Georges Bataille (1971), puede expresar esa forma aguda del mal y tiene, entonces, “un valor soberano” (p. 23).

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Notas

1 Este trabajo tiene referencias de los siguientes artículos: Bueno y Foglia (2015) y Bueno (2018).

2 Escuela para la formación de oficiales militares, que funcionó como centro clandestino de detención durante la dictadura. Perteneciente a la Armada, a partir de 2003 fue expropiada y convertida en “Espacio para la Memoria y para la Promoción y Defensa de los Derechos Humanos”.

3 Completamos la cita: “queda claro que la película de Blaustein en vez de ser una historia de la guerrilla, de sus propuestas y sus defecciones, de sus expectativas y de su fracaso, fue más que nada un ejercicio piadoso pero al mismo tiempo tremendamente frustrante y frustrado de recuperar la historia montonera, no para entenderla, evaluarla, discutirla y finalmente cuestionarla, sino para endiosarla, y finalmente para usarla de pretexto para demonizar al presente, enaltecer al pasado y en definitiva vaciar de sentido a los proyectos políticos posibles” (Aguilar, 2010, p. 89).

4 Las leyes de Punto Final (1986) y Obediencia Debida (1987), junto a los indultos realizados por Carlos Menem, son conocidos como Leyes de Impunidad –fueron anuladas en 2003. Mientras la de Obediencia Debida eximía de culpa a los militares que cometieron actos contra los derechos humanos, cumpliendo órdenes superiores, la de Punto Final decretaba que no se harían más juicios por violaciones a los derechos humanos. Estas leyes fueron anuladas por el Congreso de la Nación, en 2003. La Corte Suprema de Justicia convalidó esta decisión, declarando “inconstitucionales” a ambas leyes, el 14 de junio de 2005. De esta manera, la Argentina retomó los juicios por los crímenes de lesa humanidad de la dictadura, que hasta hoy día se llevan a cabo.

5 Entre los debates actuales, la noción de experiencia ha adquirido una importancia central. Desde las reflexiones de Walter Benjamin, Theodor Adorno y Giorgio Agamben, sobre la crisis de la experiencia hasta cierto sentido de reconstitución que postulan los postestructuralistas, la experiencia aparece en el campo de la historia intelectual moderna como un núcleo productivo, heterogéneo y múltiple.

6 La cruda es un podcast de Migue Granados, de 36 episodios, en los que el actor entrevista a diferentes figuras, que representan distintas cuestiones: la pornografía, el travestismo, el cáncer, la discapacidad, las cirugías estéticas, la discriminación y racismo, entre otros. En uno de los últimos episodios, dialoga con Mantecol Ayala, un militante montonero, que nació en la villa y fue torturado y desaparecido. La voz de Mantecol, delgada y aguda, es el testimonio más terrible de aquel horror. Mantecol perdió su voz como consecuencia de la tortura: uno de los verdugos, en una de las sesiones, puso la picana en su garganta. Este podcast, según se lee en la plataforma, es el más compartido.

7 Este proyecto es resultado de iniciativas individuales y colectivas de investigadores brasileños y argentinos que, a lo largo de los últimos años, buscaron analizar las relaciones culturales entre los dos países. Desarrollando una práctica en la que se privilegió una aproximación comparada, en el sentido de leer la propia identidad por el contrapunto con la nación vecina, los argentinos y brasileños responsables por este proyecto fueron, paulatinamente, reconfigurando conceptos y metodologías, en el sentido de crear nuevas áreas de investigación, basadas en el abordaje transnacional de un mismo objeto de investigación.

8 “La representación sólo se presenta a sí misma, se presenta representando la cosa, la eclipsa y la suplanta, duplica su ausencia. Decepción de haber dejado la presa por la sombra, o incluso júbilo por haber ganado con el cambio: el arte supera a la naturaleza, la completa y la realiza” (Enaudeau, 2000, p. 45).

9 Emile Benveniste definió la primera persona como una evidencia de la experiencia de lenguaje: “No bien el pronombre ‘yo’ aparece en un enunciado donde evoca explícitamente o no el pronombre para oponerse en conjunto a él, se instaura una vez más una experiencia humana y revela el instrumento lingüístico que la funda”. “(el lenguaje sería imposible si la experiencia cada vez nueva debiera inventarse, en boca de cada quien, una expresión cada vez distinta), esta experiencia no es descrita, está ahí, inherente a la forma que la trasmite, constituyendo la persona en el discurso y por consiguiente toda persona cuanto habla” (Benveniste, 1979, p. 67).

10 Completamos la cita: “está ahí el hecho obsesivo del sentimiento amoroso. Rusbrock (‘El deseo está ahí, ardiente, eterno pero Dios está más alto que él, y los brazos levantados del Deseo no alcanzan nunca la plenitud adorada’). El discurso de la Ausencia es un texto con dos ideogramas: están los brazos levantados del deseo y están los brazos extendidos de la necesidad” (Barthes, 1996, pp. 48-49).

11 Agrega Berger (2002): “Lo que sabemos o lo que creemos afecta el modo en que vemos las cosas” (p. 45). Es evidente que la experiencia da con respecto a la cosa en sí una definición que el ojo reconoce. La experiencia estética trabaja de la misma manera; el objeto –el artefacto– se define como objeto artístico y el ojo recupera esa definición.

12 “O mejor dicho ser vistos como rubios (porque rubios no eran) para Roberto Carri y Ana María Caruso: su fracaso político y su perdición personal. Y si es así, entonces, ¿qué significa ese festivo ponerse pelucas rubias por parte de Albertina y su grupo de amigos? ¿Qué clase de apariencia está adoptando?”, concluye Kohan.

13 “En reemplazo de la familia –escribe Ana Amado–, funda una comunidad fraterna, integrada por su miniequipo de rodaje. Las pelucas rubias de todos ellos como mascarada de una filiación, a cambio de la sangre como certificación de una alianza” (Amado, 2004, p. 77).

14 De “embute” habla Graciela Daleo en el documental de Blaustein.

15 La literatura de Mariana Enríquez está atravesada por referencias a la dictadura, a la figura del desaparecido y a la violencia del Estado. En Cómo desaparecer completamente (2004), por ejemplo, la categoría del desparecido es apropiada y resignificada como una suerte de respuesta contraideológica al uso del lenguaje.