El Pez y la Flecha. Revista de Investigaciones Literarias

DOI: 10.25009/pyfril.pyfril.pyfril.v2i3.44

Sección Redes

Vol. 2, núm. 3, mayo-agosto 2022

Instituto de Investigaciones Lingüístico-Literarias, Universidad Veracruzana

ISSN: 2954-3843

La elegía epistolar y el eterno retorno en Las cartas que no llegaron

The epistolary elegy and the eternal return in Las cartas que no llegaron

Alfredo Loera 0000-0002-8599-9567a

aUniversidad Veracruzana, México alfredo.loera@gmail.com

Resumen:

En este artículo, se analiza la figura del eterno retorno en Las cartas que no llegaron de Mauricio Rosencof. Después de abordar la propuesta estilística de la obra, donde se muestra la forma en que el género epistolar y el género elegiaco se entremezclan en el texto, se hace una lectura donde se plantea el pensamiento abismal dentro del mundo narrado. Posteriormente, al cabo de retomar algunos antecedentes de la tradición literaria, se sugiere que tanto el pensamiento abismal como las forma elegiaca y epistolar elaboran estéticamente la circularidad del eterno retorno como base fundamental de la novela.

Palabras clave: dictadura; epístola; elegía; eterno retorno; holocausto; tupamaros

Abstract:

In this article, the figure of the eternal return is analyzed in Las cartas que no llegaron by Mauricio Rosencof. After addressing stylistic proposal work’s, which shows the way in which the epistolary genre and the elegiac genre intermingle in the text, a reading is made where the abysmal thinking is proposed within the narrated world. Subsequently, after taking up some background of the literary tradition, it is suggested that both abysmal thought, as well as the elegiac and epistolary forms aesthetically elaborate the circularity of the eternal return as the fundamental basis of the novel.

Keywords: dictatorship; epistle; elegy; eternal return; holocaust; tupamaros

Recibido: 21 de febrero 2022

Dictaminado: 22 de marzo 2022

Aceptado: 23 de abril 2022

 

Las cartas que no llegaron es ante todo una afirmación por la vida: “Viejo... pero lo que me sale es un tango, ¡quevachaché!” (Rosencof, 2000, p. 22). Por medio de la repetición del dolor y el recuerdo, se alcanza la inmanencia de lo vivo y, por lo tanto, la negación de la muerte. Después del holocausto –donde la familia ha sido exterminada– y el encierro uruguayo en el nicho, por terrorismo de Esta­do, la trascendencia de las acciones humanas comienza a desdibujarse. Ya no hay un más allá luminoso. En todo caso, lo trascedente, aquello significativo para la vida, no se encuentra jamás en lo lineal: la historia lineal no alberga en su devenir ningún alivio, ninguna salvación. El futuro ya no es el futuro. Todas las atrocidades se repiten sin importar la época: “y te imaginaba de fusil y en la trin­chera, o esquivando al cosaco de galope tendido y sable en mano, esa era otra guerra, papá, los judíos tenían fusil” (Rosencof, 2000, p. 35). Más aún, la atrocidad ha sido tan grande que ningún castigo podrá resarcirla: “Entonces un belzitseano responde, y la gente ríe y Tomash que no traduce, y le exijo, y él ‘Dijo que para qué quiere sinagoga este pueblo si ya no queda ni un judío’. Lo miro. Silencio” (Rosencof, 2000, p. 36). Es por ello que lo trascendente sólo se alcanza en una condensación de la inmanencia, en el retorno con­tinuo, sobre los tres pasos de la celda, así como también –con un carácter más radical– en la memoria circular que ha tomado como metáfora ese ir y venir en cautiverio. Es en la repetición donde la muerte y el dolor se diluyen y se colman de vigor, de invenciones, de imágenes y palabras, de sanación y reencuentro, con el deseo de decir “sí” a la vida. En la afirmación de la vida, hay, desde luego, una angustia. No obstante, la inmanencia de los dos metros de la celda, donde Rosencof y su alter ego pasaron once años en comple­to aislamiento, se convierten en un lugar infinito, pues “todo lugar sin salida se hace infinito” (Blanchot, 1992, pp. 109-112).

Por supuesto, lo infinito es inefable. La palabra no es capaz de abarcarlo, pero sí puede intuirlo y aludirlo. De ahí que en las car­tas –cuerpo y forma de la novela– la palabra nunca se escriba ni se pronuncie: “Lo que no recuerdo es la palabra. Era una sola palabra y no la recuerdo” (Lespada, 2009, pp. 41), dice el narrador en la tercera sección. Es una ausencia presente, una familiaridad no dicha, pero entendible: “Ahora yo, lo que se dice yo, estoy bien, Viejo. Bueno, bien... ¡Qué te voy a contar!” (Rosencof, 2000, p. 21). Sin embargo, esta inefabilidad, este infinito, se logra por lo inmanente de la no salida: “Y hoy acá, Viejo, recorriendo el mundo a tres pasos cortos media vuelta tres pasos cortos y eso no te lo cuento, ¿para qué?” (p. 25). Al no haber salida a otro lugar físico ni “temporal”, no queda más que retornar hacia sí mismo y, en la espiral del retorno y el continuo movimiento, hollar en los otros dentro de uno mismo. Es así como se afirma la ausencia y, al mismo tiempo, se la niega. En este sentido, Las cartas que no llegaron estéticamente es ambivalente: por un lado, es un texto elegiaco; por otro, epistolar. Va y viene: su inmanencia se sustenta estilísticamente en estas dos formas discursivas. Es la afirmación-negación de la ausencia.

Para lograr dicho efecto, la novela parece haber encontrado su forma poética en la epístola. Se trata de una propuesta sumamente interesante, pues es un camino tomado por Rosencof para elaborar un tema: la misma recepción de la carta, pero también una manera de acercar la poesía, particularmente la elegiaca, al ámbito familiar.

El procedimiento no es ingenuo ni gratuito. Pone en armonía dos tonos contrapuestos: aquel del dolor y aquel del gozo, el de la muerte atroz en el holocausto, en la guerra y el encierro, y el otro, donde se narran anécdotas y memorias de tíos, abuelas, madres, padres e hijos: “Apenas un espacio en blanco separa ambas oscuridades, ambos registros, como si el de arriba (desde Polonia) estuviera leyendo al de abajo (de Uruguay)” (Lespada, 2009, p. 186). Bajo dicho supuesto, los dos tipos de lenguajes –el epistolar y el elegiaco– se entremezclan. Evidentemente, se influencian el uno al otro. Y esa es la paradoja y el núcleo de la carga poética de todo el libro. Ningún tono aparece puro, ni separado, pero ahí reside la propuesta estilística de la novela, para narrar diferentes ámbitos sin verse obligada a fraccionarse en capítulos:

La contaminación entre ambos discursos evidencia la forma en que el holocausto flanquea al niño montevideano tanto como el terrorismo de estado al adulto: entre estos dos sistemas represivos se proyecta una vida, entre ambas alambradas la narración cava su trinchera. La ficción que ocupa el vacío epistolar, esa ausencia don­de la muerte despliega su dominio (anunciada desde el título de la novela), transforma ostensiblemente la anécdota familiar en una síntesis de la historia. (Lespada, 2009, p. 187)

La epístola en Las cartas que no llegaron es la forma lírica de los sucesos familiares, ya que dicho género discursivo, por sus características, permite sostener un registro más amplio, donde lo trágico y lo cómico interactúan, sin por ello reducir su carga sublime y poética. Las cartas relatan las acciones aludiéndolas, por medio de las emociones expresadas por los personajes, en ellas y a través de ellas. El tema de la recepción de la carta, por otro lado, cierra el círculo: es el retorno elegiaco y eterno, en ausencia. Como lo dice el mismo título de la novela, estas cartas nunca llegaron, sino que son evocadas por el narrador desde el encierro. Así, las epístolas leídas, escritas y comentadas dentro del mundo narrado, sobre todo en las primeras dos secciones, se concatenan en la inmanencia del sobre cerrado a punto de ser abierto por Isaac, al final de la segunda sección. Porque, si lo pensamos bien, en el capítulo “La carta”, cuando llega ésta, hay una ambivalencia. La narración de entrada no define si es una carta enviada desde Polonia, por los familiares en el campo de concentración. Sin embargo, si seguimos la lógica de lo contado, entendemos que se trata más bien de un deseo de la familia: que llegue una carta. El narrador, en el juego de la afirmación-negación de la ausencia, abre la posibilidad de que esa carta haya sido enviada desde dicho campo. Conforme se va desarrollando el capítulo, se advierte que esto es imposible, pero, por otro lado, se genera un bucle, porque, al parecer, la carta que está en el sobre, en la mano de Isaac, el padre, es la misma que nosotros estamos leyendo como texto de la novela. El tiempo, por lo tanto, se vuelve cíclico. La carta escrita en la memoria por el personaje narrador –alter ego de Rosencof–, después de haber sido liberado, ya en la adultez del personaje, es la misma que en el pasado está por leer su padre, durante la infancia del mismo personaje: “y si fuera esta, Viejo, si esta carta que igual vas a abrir no fuera, y fuera en cambio esta que te escribo” (Rosencof, 2000, p. 32).

Ahora bien, aunque la epístola se convierte en la estructura no-velística, tanto en forma como en tema, no es esa su mayor labor. Alberga una tarea mucho más importante; y esto se hace más claro cuando se observan las alusiones y elucidaciones del mundo narrado. A final de cuentas, Las cartas que no llegaron es un relato de ausencias. El género elegiaco y el epistolar se asemejan en tanto que ambos tienen como eje rector la ausencia. El primero de ellos la afirma y el segundo la niega.

La elegía, como es sabido, es un género lírico, donde se aborda la ausencia del destinatario en un contexto funeral o amoroso. Sobre el género de la elegía, en el Diccionario de retórica, crítica y terminología literaria se aclara:

Según el Arte Poética de Horacio, que reproduce el pensamiento común de la antigüedad, la elegía procedía ya de las ceremonias fúnebres (llantos e inscripciones en honor de un difunto), ya de las acciones de gracias votivas que acompañaban las obladas de los fieles. De aquí proceden los dos caracteres bien diferenciados de la elegía: la tristeza y el dolor por la muerte de alguien, la alegría que se debe al amor. (Marchese y Forradellas, 2013, p. 115)

Este tipo de poesía, por lo demás, tiene su origen en la Grecia antigua, por el tipo de metro: dístico elegiaco, pero poseyó un mayor impulso en la literatura latina, con las elegías de Propercio, Catulo, Horacio y Ovidio, donde el tema de la ausencia fue afrontado más directamente, con las interlocuciones dirigidas a Cinthia y a Lesbia, entre muchas otras. En primera instancia, se escribieron en verso; sin embargo, ya desde ese entonces, sobre todo en Tristias de Ovidio, la elegía comenzó a hibridarse con la epístola, a raíz de su destierro en Tomos:

Ambas posibilidades fueron ensayadas felizmente por Ovidio. Los poemas del destierro, Tristias y Pónticas, o por mejor decir, Epistulae ex Ponto, son elegías que usan de la forma epistolar para lamentarse de la situación desesperada del destierro en Tomos y el recuerdo dolorido de la feliz existencia. (Núñez, 1996, p. 179)

Aunque la elegía surgió en los simposios fúnebres de Grecia, es importante observar que el tema de la elegía fue múltiple ya desde su aparición:

En sus orígenes consistió fundamentalmente de una composición fúnebre (élegos o canción de duelo), que con el tiempo fue expandiendo sus usos hasta pasar a convertirse en una lamentación por causas de índole diversa, como destierros, desgracias personales o patrióticas, derrotas, desengaños amorosos. Dado lo cual su temática llegó a ser muy amplia; tanto que el hecho de haberse originado en el seno del banquete mortuorio aunó componentes de tal modo dispares como el duelo y la alegría báquica. (Núñez, 1996, pp. 174-175)

Esta diversidad temática, con el transcurso de los siglos, a lo largo de toda la tradición retórica occidental, fue emparentando a la elegía con el género epistolar:

La amplitud temática de la elegía, al menos en sus manifestaciones clásicas (más tarde se polarizará en los ámbitos funerarios y amoroso) consiste en uno de los puntos de contacto fundamentales con la epístola, caracterizada como he analizado por idéntica apertura conceptual. Esta semejanza unida a otras que desarrollaré inmediatamente quizás puedan ser esgrimidas como causas internas para la indefinición genérica en muchas de sus manifestaciones. Lo que dicho de otra manera supone la imposibilidad de distinción a partir del componente semántico. (Núñez, 1996, p. 176)

Esa imposibilidad de distinción ocurre porque tanto la elegía como la epístola basan su entramado discursivo en la elaboración de una ausencia, las más de las veces dirigiéndose –o dedicando la enunciación– a un destinatario extratextual, la elegía para afirmar dicha ausencia y la epístola para negarla. Pero más aún, la elegía tiene un tono de lamentación y, por lo mismo, los resultados estilísticos tienden a lo sublime; contradictoriamente, por la misma naturaleza del género puede caerse en lo satírico, por exageración, por efecto de la satura en la laudatio, es decir, al saturar las virtudes con la intención de sublimar a alguien, si se llega a una hipérbole fuera de lugar, el discurso se vuelve paródico. Como consecuencia, esto de nuevo la hermana con la epístola, pues en este último género no existe, por su naturaleza, ninguna limitante retórica, sino más bien la expresión de emociones e ideas al destinatario, sin restricciones, donde a raíz de la familiaridad del mismo hay una predilección por el sermo humilis. En este sentido, no puedo dejar de recordar la idea de Pessoa (2014), bajo el heterónimo de Álvaro de Campos: “Todas las cartas de amor son, sí, / ridículas. / Sin duda no serían tales cartas de amor si no fueran / ridículas” (p. 253). Como ya se va observando, esa, precisamente, es la forma y el tono poéticos empleados por Rosencof en Las cartas que no llegaron.

Friedrich Schiller (1963), en Poesía ingenua y poesía sentimental, sobre la relación entre la elegía y la sátira comenta:

Así el poeta sentimental [para Schiller el poeta moderno] tiene siempre que vérselas con dos representaciones y sentimientos en pugna, con la realidad como límite y con su idea como lo infinito, y la emoción mixta que provoca dará siempre testimonio de esa doble fuente. Como se está, pues, ante una pluralidad de principios, lo que importa es cuál de los dos prevalecerá en el sentimiento del poeta y en su expresión, y es posible, por lo tanto, diversidad de tratamiento. Porque surge ahora el problema de si el poeta prefiere insistir más bien en la realidad o en el ideal: de si prefiere representar la realidad como objeto de aversión o el ideal como objeto de simpatía. Su exposición será pues satírica o será elegíaca. (p. 51)

Más adelante agrega:

Cuando un poeta contrapone al arte la naturaleza y a la realidad el ideal, de tal manera que la representación de ese ideal es lo que prepondera y el complacerse en él se vuelve sentimiento dominante, lo llamo elegiaco [poesía elegiaca]. También este género se subdivide, como la sátira, en dos clases. O bien la naturaleza y el ideal son objeto de dolor, cuando la naturaleza se representa como pérdida y el ideal como inalcanzado, o lo son de alegría, al representarse como reales. De lo primero resulta la elegía en sentido estricto. (p. 63)

Por lo tanto, la elegía representa un ideal como perdido o inalcanzado. Ahí reside lo sublime de este género, pero, como ya se enfatizó, desde el origen de la tradición el tono elegiaco fue traspuesto a la epístola, tal vez para remarcar su función comunicativa y lograr la persuasión. Al parecer, el primero o el más importante en hacer esta mezcla fue Ovidio, quien, desde luego, buscó conmover al emperador Octavio Augusto para que le revocara el destierro. Schiller (1963), conocedor de este hecho, comenta el trabajo del poeta latino y dice:

El dolor por las alegrías perdidas, por la edad de oro desaparecida del mundo, por la dicha desvanecida de la juventud, del amor, etc., no puede volverse tema de poesía elegíaca sino cuando esos estados de paz sensible pueden representarse a la vez como objetos de armonía moral. Por eso las líricas lamentaciones que Ovidio entona desde su destierro del Ponto, por más conmovedoras que sean y por mucho que tengan también de poético en algunos pasajes yo no puedo considerarlas, en su conjunto, obra artística. Hay en su dolor demasiada poca energía, demasiada poca espiritualidad y nobleza. Es la necesidad, no el entusiasmo, lo que hace proferir esas quejas; se respira en ellas, si no un alma vulgar, sí el estado de ánimo vulgar de un espíritu, su yo más noble, a quien su destino aplastó contra la tierra. Ciertamente si recordamos que el objeto de su dolor es Roma, y la Roma de Augusto, perdonamos al hijo de la alegría su aflicción; pero aun la espléndida Roma, con todos sus halagos, si la fantasía no empieza por ennoblecerla no es más que una magnitud finita, vale decir un tema indigno para la poesía, que, elevada por encima de todo lo que la realidad presenta, sólo tiene derecho de lamentarse por lo infinito. (p. 65)

Nótese la distinción hecha por Schiller acerca de lo “vulgar” en las elegías epistolares de Ovidio. Esa vulgaridad, desde luego, se trata de la hibridación del tono sublime elegiaco con el sermo humilis característico de la carta, perceptible en Ovidio, pero completamente enraizado en la tradición por la influencia de Erasmo de Rotterdam:

El lenguaje epistolar quedará asociado al registro conversacional de estilo claro y simple, muy lejos del ornato medieval codificado por el cursus. Por este motivo Erasmo añade a los tres genera epistolarum tradicionales, correspondientes a las tres causae oratoriae, judicial, deliberativo y demostrativo, un cuarto género, ‘familiar’, caracterizado por la flexibilidad. (Núñez, 1996, p. 187)

Lo inalcanzable o la ausencia del ideal –la unidad vital de la familia de Cartas que no llegaron– se sigue afirmando (elegía) y a la vez se niega (epístola). Se le habla como si estuviera y no estuviera, de forma simultánea. El narrador de la novela de Rosencof al hablar con su padre muerto-vivo, al hacer hablar a sus familiares de Po­lonia desde la ambigüedad de la muerte-vida, está entramando un texto con dicha naturaleza. Se trata de un tipo de elegía epistolar. Por ello es que la novela adquiere una fuerte carga lírica. Lespada (2009) lo explica así:

Lo que quisiera destacar ahora es algo que he venido señalando a lo largo del análisis, y que tal vez ha llegado el momento de delinear más claramente. Hemos visto que la novela soslaya las explicaciones, datos, fechas, evitando cualquier tono de la proclama maxima-lista; hasta las alusiones al horror y la tortura provienen de relatos analógicos. El rechazo de la mimesis como relato especular de la realidad, la falta de referencias directas a la dictadura –cuya palabra ni siquiera aparece– u otros términos que remitan a discursos más o menos codificados ideológicamente, nos habla de un yo narrativo –en sus diversas manifestaciones– estrechamente vinculado al len­guaje poético. En este sentido podemos hablar de un texto liberado del cautiverio racionalista de la lógica del testimonio. Y además, en tanto lenguaje poético, participa de la paradoja específica de la formación lírica –tal como la formula Theodor W. Adorno–, según la cual la subjetividad se trasmuta en objetividad, y su estado de individuación en contenido social (p. 195).

Cabría hacerse la pregunta de ¿por qué se emplea dentro de la novela de Rosencof el género epistolar como vehículo de la elegía? Sería lo mismo que cuestionar ¿por qué la carta es la forma poéti­ca? La novela parece darnos la respuesta: “Una carta, ahora, no es como antes. No es lo mismo. Acá sí. Acá uno comprende lo que era una carta antes: papel, lapicera, el sobre, tiempo para escribirla trabajosamente. Todo. En una carta iba todo” (Rosencof, 2000, p. 26). Al parecer, la carta aún posee cierta aura, cierto silencio previo: se trata del preámbulo necesario para la poesía. La carta en la modernidad posterior al holocausto todavía resplandece, pues, al existir otros medios de comunicación escritos más rápidos, la escritura de cartas se ha estetizado, ha adquirido una cualidad de forma estética; existe, en todo caso, un extrañamiento en el hecho de escribirla y leerla. Por su parte, las formas líricas clásicas, concretamente el verso, dan la impresión de ya no poseer dicha posibilidad poética; al menos, esto está implícito en la novela, en especial si se recuerdan las palabras de Adorno, referidas por Lespada (2009), sobre la imposibilidad de escribir poesía después de Auschwitz. Al menos eso puede intuirse de algunos pasajes de la obra: “Yo te comprendo entonces, Viejo, porque lo vivo acá; en el Más Allá del Muro hay fax, teléfono, e-mail, el avión en medio día sin escalas te la entrega en mano propia. La carta, afuera, hoy, es lo de menos. Acá, lo de más” (p. 27).

Cuando el niño montevideano observa al padre escribirla, entiende que la escritura de la carta es otro tipo de escritura, relacionada con la poesía: “Entonces saca el taponcito del tintero y moja y escribe. A veces para y le da vueltas a la cucharita. Cuando mi papá escribe, mi hermano y yo no nos podemos pelear ni gritar ni nada. Cuando mi papá escribe no hay que hacer ruido” (Rosencof, 2000, p. 11). Más adelante dice: “Te pienso escribiendo. Escribiendo ahora, que estás por todas partes, en la plancha de hierro que está en el estante, en el dedal-escudo de sastrecillo valiente con el que nos defendiste” (Rosencof, 2000, p. 33). La carta es el único medio que la familia tiene para afirmar-negar la presencia de los otros, tanto en el pasado como el futuro, tanto en el campo de concentración de Polonia como en el cautiverio del personaje narrador en Uruguay:

A papá le temblaba el labio inferior cuando, desde el taller, le mostró a mamá, sosteniendo casi con temor, un rectángulo de papel sellado, aún sin abrir, entero, vivo, lleno de vuelos, tal vez con halo; y su voz, la voz del Viejo que había gritado todo su mundo en el “Rosa”, apenas pudo murmurar, desde el taller, a mamá con una pausa en suspenso, un “carta..., vino carta”. (Rosencof, 2000, p. 24)

La importancia de la escritura de la carta en el cautiverio para el alter ego de Rosencof (2000) también otorga un aura, un algo “vivo, lleno de vuelos, tal vez con halo” a la epístola: “Y estas son las cartas, mi Viejo, que te quise escribir desde donde escribir no se podía, y que te escribo hoy, mi Viejo, desde donde sí puedo” (p. 33). Es una forma de traer de la memoria el dolor, ya purgado, ya desde un ideal infinito, si seguimos a Schiller, lo que para el poeta alemán era la cualidad específica de la elegía, algo inalcanzable, pues “las cartas nunca llegaron”. Es una nostalgia en el sentido etimológico: “volver al dolor”. A final de cuentas, una elegía epistolar.

El eterno retorno como tema elegiaco

La figura del eterno retorno como tema elegiaco en Las cartas que no llegaron se manifiesta por la inmanencia creada en el mundo narrado a partir de la persecución a las distintas generaciones de judíos y el cautiverio del alter ego de Rosencof. El espacio y el tiempo cíclicos se vuelven infinitos; más aún, abismales. No hay un fondo alcanzable; y por lo tanto, aquello en la oscuridad de las honduras siempre se encontrará perdido. El relato mismo así concluye: “‘el Viejo me dijo una palabra’, ‘qué palabra’, dijo, ‘una palabra’, esta, y así fue cómo la palabra jamás dicha fue golpeada” (Rosencof, 2000, p. 56). Sólo se hace mención de la palabra, símbolo de lo inefable –acto de la poesía–, mediante la alusión de su significado: “Moishe, qué haces ahí parado, sentate, come” (p. 56). Pero jamás la muestra, porque el narrador no puede mirar hasta el fondo del abismo generado, como ya se dijo, por la inmanencia de su no-salida, de los “tres pasos cortos media vuelta tres pasos cortos y eso no te lo cuento” (p. 25), ni del encierro en el campo de concentración. Esto se magnifica por la incertidumbre de la libertad: no sabe si será liberado. El “Más Allá del Muro” (p. 55) se convierte en una abstracción, algo irreal, un deseo siempre postergado. El hermetismo de su condición vuelve su mundo restringido y, al mismo tiempo, infinito, abismal:

Yo duermo de cara a una puerta, yo vivo de frente a una puerta que tengo sólo a mis espaldas cuando los tres pasos cortos me llevan hasta el rincón de las gallinas (o del bataraz), pero ahí me mando la media vuelta y la puerta, que es hermética, consistente, gorda, donde a veces llego con mis nudillos tímidos.

Y quiero volver, a estos dos metros cuadrados, cubil, refugio, madriguera, nicho, donde una puerta-tapia me tapia herméticamente y en la que nunca percibí la ausencia de algo [...]. Las palabras estaban herméticamente prohibidas, para siempre. (Rosencof, 2000, pp. 53 y 55)

Las fuerzas constituyentes de su universo se vuelven finitas y determinadas, repetidas. Son siempre las mismas. No tienen trascendencia. Se reproducen una y otra vez. Aunado a esto, la soledad radical se convierte en una provocación, pues en ella se sueltan los demonios y éstos, por su carácter demoniaco, siempre cuestionan. La respuesta, aunque silenciosa, en estos casos es impostergable. ¿Cuál es la réplica del personaje narrador? ¿Un decir “sí” inmanente o un decir “no”, trascendental, pero fallido?

Lo cierto es que los personajes de la novela no tienen alternativa. Ninguno puede escoger en el mundo material, no así en el metafísico, pues las fuerzas externas del mundo han decidido erradicarlos, tapiarlos herméticamente, ponerlos bajo tierra, deshumanizarlos. Desde un punto de vista externo, la trascendencia les ha sido clausurada, pero esto no significa que sean despojados de dicha condición humana. No les queda de otra, sino que volverse hacia el interior, hacia sus propias oscuridades. Es un pensamiento en abismo, el creado por Rosencof. Habla de la inmanencia del devenir humano, la continua repetición de las fuerzas que determinan la vida, ya sean históricas, políticas o sociales. Es, en muchos sentidos, el eterno retorno. El personaje narrador advierte la simultaneidad de las acciones sin importar la época en que fueron realizadas. Todo se repite. No deja de quedar perplejo, pero la experiencia del cautiverio le revela que quizás esa es una de las características más esenciales de la existencia:

Tal vez haya sido simultáneo. Mi entrada allá, la Palabra, tu palabra, acá. Pero eso de simultáneo está verde, no se entiende bien, no lo entiendo bien. [...]. Uno escribe en presente, pero cuando estampa el punto, ese punto y todo lo demás, incluyendo esto que estoy agregando y no puedo detener, ya es pasado. Ergo, el presente no existe. No tengo presente. Con lo simultaneo, igual. No tengo simultáneo. ¿Cuánto tiempo transcurre en el envío de una imagen? Digamos, si yo me proyecto con el pensamiento, si logro proyectarme, si eso fuera o si es posible, cuánto tiempo tarda esa imagen en recorrer la distancia de este nicho de frontera [la prisión] hasta el comedor donde se sentaron a comer mis viejos junto al silencioso. No lo sé. Pero tampoco proyecté un carajo, ni me proyecté. Se dio. Creo que se dio. Estoy seguro. Sólo yo estoy seguro y a seguro lo llevaron preso. Toma nota.

Todo esto es muy loco, Viejo. Pero fíjate que hoy, para poder contarte lo que te cuento, a vos, que no estás o que estás donde esto no me lo oís o tal vez sí, tengo que contarte lo que se ha dado en llamar entorno, mira bien, “entorno”, donde fue oída, por mí, la Palabra, y que al alba comuniqué. Porque yo la comuniqué, tenía un interlocutor, que es hoy por hoy mi testigo. (Rosencof, 2000, pp. 54-55)

La forma de sobrevivir al terror de Estado, tanto en Polonia como en Uruguay, es comprendiendo esta circunstancia. En la profundidad del abismo, se encuentra la fortaleza de la resistencia, pues ahí está la memoria, lo trascendente: “Lo que sí se sabe de nuestros abuelos cavernícolas es que se juntaban en torno a las llamas, pero que además, además de lo que se ha dado en llamar ‘la veneración del fuego’ veneraban la memoria” (Rosencof, 2000, p. 54). La memoria que entremezcla tiempos en torno a la vida. Así, la narración se convierte en metáfora de la memoria, pues ésta, a su vez, desde un nivel sintáctico, también entremezcla los tiempos. Por ejemplo, los recortes de los niños que el prisionero guarda en Uruguay den­tro de sus zapatos son, a la vez, los niños muertos recordados muchos años después en el asilo de los viejos uruguayos, pero también los infantes muertos en el campo de concentración:

Y uno acá camina, Viejo, y los niños del zapato se deshacen, se arrollan, y sus rostros de diario viejo se arrugan en rollitos que se desmenuzan y hay que salir a buscar otros, capturar otros en ese escusado de mierda, [...], por eso te digo, hay que cuidar a los niños, como tu vecina del Hogar custodia el portarretratos, Malka, que volvió del último círculo, el trabajo te hace libre, donde murieron todos, aun los que volvieron, ella, viejita, a quien le arrebataron su pequeño, muy pequeño, y vio, los vio cómo deshacían cuatro años de vida, asombrado el niñito por ese juego que terminó con él y con ella, papá, que mece, tan viejita, un portarretratos, y canta, dulce, muy dulce, en el idioma del asilo, en yiddish sobreviviente de todos los sobrevivientes “papirene kinder, papirene kinder”, mientras lo mece y lo reclina, tan viejita ella, tan muerta, papá, y canta, “hijos de papel, hijos de papel”, y llora. Sólo llora. (Rosencof, 2000, p. 53)

Las cartas buscan la trascendencia, pero ésta ha sido borrada en el exterior. No hay modo de buscar el sentido “Más Allá del Muro”, en lo lineal, en la otra vida, sino más bien confrontando el encierro, en el círculo interminable, no sólo en la celda, también en la historia. El sentido se encuentra en los abismal inmanente, en el retorno eterno, en el dolor y el placer, en tanto lo inmanente de ese continuo volver no se considera una pesadez, sino una ligereza, en la cual se valoran la pequeñas cosas –visibles en los detalles narrados, como la araña (draculita del muro), los recortes de los niños, el rincón de las gallinas, el violín imaginario– y las grandes cosas –el holocausto, el gueto, la causa de los tupamaros, las dictaduras–, bajo la postura de un juego, sin que esto implique una frivolidad, pues se hace con la sabiduría y seriedad de un niño.

En las secciones que se refieren a los recortes de los rostros de infantes de los periódicos, por otro lado, se hace evidente también esta postura, que no deja de recordar al símbolo del niño nietzscheano de Así habló Zaratustra (1998): “Andan conmigo, uno dos tres media vuelta, y los llevo a todos lados, ¡nos vimos cada partido!, y andamos a caballo” (Rosencof, 2000, p. 43). Por supuesto, la presencia de los niños simboliza una actitud ante la vida, mucho más manifiesta en la primera sección de la novela, donde el niño montevideano domina el relato, pero que permea hacia las otras, como en este pasaje, muy de la mano con el concepto del eterno retorno, ya que el eterno retorno, desde la perspectiva nietzscheana, pero que concuerda con la actitud del personaje de Rosencof, es la respuesta a una provocación, que no es otra que aquella de la soledad radical inmersa en la propia inmanencia. Para el filósofo alemán, dicha inmanencia es la misma existencia humana. Dentro del mundo narrado de Las cartas que no llegaron, se presenta bajo la figura del encierro y la continua persecución realizada de los judíos, época tras época. A pesar del sufrimiento y la desolación, el personaje narrador, pero incluso los personajes de la familia –las tías y la abuela–, por medio del relato de las cartas que nunca llegaron, demuestran una voluntad que se manifiesta en una afirmación de la vida:

El eterno retorno como imperativo de afirmación de la vida es el que pregunta antes que nada por el ser capaz de querer eternamente lo querido, en fin, querer la vida. Aún en el más duro sufrimiento y dolor poder decir un “así lo quise”, es decir, transformar “todo fue” en un “así lo quise” –“sólo eso sería para mí la redención”. (Nietzsche, 2000, p. 58)

Asimismo, no puede dejarse de lado otro elemento muy importante para el concepto del eterno retorno: la soledad. En la novela, la soledad por supuesto da consistencia a la circularidad. La soledad se vive como una circularidad, una maldición, en el ir y venir de la celda, así como también en la perenne persecución judía. Dicha especie de castigo, que dentro de cierta tradición religiosa occidental posee el pueblo judío, ya sea por el asesinato de Abel o la crucifixión –por ejemplo, la figura del “judío errante”–, puede vivirse de dos maneras: como un tormento o como una redención: “La soledad es el momento propio de la crisis, el tiempo de la gran decisión, el modo propio de recorrer el camino que lleva a sí mismo y en él van también nuestros demonios” (Senra, 2008, p. 49). Dicha soledad, por otra parte, “provoca una respuesta. ¿Qué provoca el pensamiento del eterno retorno? Provoca una respuesta, es decir, dependiendo de lo que ocurra o lo que se diga ¿cuál va a ser la respuesta?” (Senra, 2008, p. 49). Esto se observa, por ejemplo, en el fragmento de la carta que nunca llegó, enviada desde Polonia, que Isaac leía en la memoria del narrador –como una elegía epistolar, pues dentro del mundo narrado esta carta es una invención poética–: “Acá se entra por un portón de hierro forjado, donde se lee, también forjado: ‘El trabajo te hace libre’. Ruth –cuando no– nos comenta: ‘Dios me libre del trabajo’, y casi nos reímos, y no se puede, así que la miramos y le murmuro: ‘¿No ves que estamos en fila?’” (Rosencof, 2000, p. 13). En otro fragmento de la misma carta, dice:

Y estamos como idas, locas tal vez, en harapos, sucias, con los ves­tidos descuidados, deshechos, y todas rapadas, en esta danza de la que escapo, y me fugo hacia la placita de nuestra calle, donde tomadas de la mano con Irene y Sara y todas las chicas reíamos y reíamos sin saber de qué, hasta que fatigadas de risa, se detenían la rueda-rueda. (Rosencof, 2000, p.14)

En un tercer fragmento, aparece: “El silencio es el verdadero cri­men de lesa humanidad. Y Ruth, ‘la que nos hace reír’ (porque ella siempre dice algo que nos hace reír) dice que cuando gritamos tenemos que decir ‘gol’. Que da lo mismo y no cuesta nada, y reírse un poquito del dolor hace al dolor un poco más pequeño. ‘¡Gooolll!’” (Rosencof, 2000, p. 15). La novela está plagada de este tipo de fragmentos. La actitud de los personajes es aquella del eterno retorno, según se explicó; y por otra parte, el lenguaje es el del sermo humilis, característico del género epistolar, que, por otro lado, se propone como una elegía, pues en la narración se sabe que estas cartas nunca llegaron, están perdidas, son inalcanzables. El personaje narrador es quien las evoca, para sobrevivir su propia inmanencia; es su propia creación. En su propio eterno retorno, se abisma en sí mismo. Poco después escribe:

¿Y los gritos? Hoy me pregunto, los gritos, ¿dónde van? No pueden, no deben perderse. No es posible que se pierdan, no pueden deshacerse en la nada, no pueden morir en nada, morir para nada, para algo se han creado, para algo se ha gritado, Isaac, el grito no muere, no puede morir. No muere. Nosotros sí que morimos, cada amanecer, en cada selección de Grete, en cada tren que llega. Pero nuestros gritos no, el grito no. (Rosencof, 2000, p. 15)

El género elegiaco y epistolar se mezclan de continuo y de esta manera la narración va ahondando el abismo del eterno retorno.

Bibliografía

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Senra, F. (2008, julio). La redención de la culpa en el eterno retorno. Euphyía, Revista de Filosofía, 2(3), 45-88. https://doi. org/10.33064/3euph37

Rosencof, M. (2000). Las cartas que no llegaron. Uruguay: Alfaguara.