El Pez y la Flecha. Revista de Investigaciones Literarias
DOI: 10.25009/pyfril.pyfril.pyfril.v2i3.45
Sección Redes
Vol. 2, núm. 3, mayo-agosto 2022
Instituto de Investigaciones Lingüístico-Literarias, Universidad Veracruzana
ISSN: 2954-3843
La reducción de la historia a anécdota: Apuntes para una historia de la dictadura cívico-militar de Juan Cristóbal Romero
The reduction of history to anecdote: Apuntes para una historia de la dictadura cívico-militar by Juan Cristóbal Romero
Rodrigo del Río Joglar 0000-0002-3715-9635a
aHarvard University, Estados Unidos, rodrigodelriojoglar@gmail.com
Resumen:
Parte importante de la crítica cultural chilena ha retratado la dictadura como el acontecimiento que transforma para siempre la historia de Chile. Apuntes para una historia de la dictadura cívico-militar (2020) de Juan Cristóbal Romero realiza una intervención literaria inédita, que impacta en la historiografía del período. Mi lectura propone concentrarse en la manera en que Apuntes para una historia de la dictadura cívico-militar trama los eventos de la dictadura desde el procedimiento retórico de la anécdota. Me preocuparé por mostrar cómo una reducción anecdótica de la historia de la dictadura propone una trama histórica en la que el horror en Chile, en lugar de un corte o interrupción, tuvo –y acaso sigue teniendo– la textura de la banalidad del mal.
Palabras clave: dictadura chilena; filosofía de la historia; banalidad del mal; violencia política
Abstract:
An important part of Chilean cultural criticism has portrayed the dictatorship as the event that forever transformed the history of Chile. Apuntes para una historia de la dictadura cívico-militar (2020) by Juan Cristóbal Romero, makes an unpublished literary intervention, which impacts on the period historiography. My reading propose to concentrate on the way in which Apuntes para una historia de la dictadura cívico-militar plots the dictatorship events from the rhetorical procedure of the anecdote. I will worry about showing how an anecdotal reduction in the history of the dictatorship proposes a historical plot in which the horror in Chile, instead of a cut or interruption, had –and perhaps still has– the texture of the banality of evil.
Keywords: Chilean dictatorship; philosophy of history; banality of evil; political violence
Recibido: 15 de febrero 2022
Dictaminado: 25 de marzo 2022
Aceptado: 27 de abril 2022
“V. E. requirió mi presencia en el Ministerio de Defensa Nacional, en su sincero afán patriótico de evitar la tragedia inconmensurable de un enfrentamiento fratricida” (Prats, 1973, p. 2), escribía Carlos Prats, comandante en jefe del ejército chileno, al presidente Salvador Allende el 23 de agosto de 1973. La formalidad en el trato, el estilo elevado y un léxico afectado revelaban una escritura que todavía confiaba en la capacidad de las instituciones colectivas para contener la violencia. Sobre todo, confiaba en la institución más íntima: el lenguaje. Prats sabía el peligro en que se encontraba no sólo su cuerpo,1 sino el cuerpo político completo, encarnado en la figura del presidente. El 30 de septiembre de 1974 el agente Michael Townley detonó un aparato explosivo, dejado dos días antes en el garage de la casa en la que Carlos Prats y su esposa Sofía Cuthbert vivían su exilio en Buenos Aires.
Apuntes para una historia de la dictadura cívico-militar, del poeta chileno Juan Cristóbal Romero (2020), comienza con el siguiente fragmento: “Durante su exilio en Buenos Aires, el general Carlos Prats trabajó a jornada completa en una distribuidora de neumáticos” (p. 9). El tono preciso e informativo mezcla el nombre de Prats con un dato banal, rápidamente perforando los ojos de cualquier lector más o menos enterado de las circunstancias de la dictadura chilena. Y en ese más o menos, digamos, en la fuerza del nombre propio contrastado con la más pesada trivialidad de los hechos, se encuentra el procedimiento de acumulación que justifica el libro entero. El lector no necesita rastrear si el dato tiene bases biográficas o si es tan sólo una historia de oídas para capturar la oscura ironía de Prats, rondando entre neumáticos mientras se escondía un explosivo en su propio carro.
En el presente artículo, quiero indagar en los efectos de la escritura de Romero, que el título ya anuncia; indagar en la manera en que estos “apuntes” modifican la manera en que contamos, o podemos contar, una “historia” –en su sentido disciplinar y narrativo– de la “dictadura cívico-militar” en Chile. Mi lectura propone concentrarse en la manera en que Apuntes para una historia de la dictadura cívico-militar trama los eventos de la dictadura desde el procedimiento retórico de la anécdota. Me preocuparé por mostrar cómo una reducción anecdótica de la historia de la dictadura se distancia de relatos que entienden la dictadura como acontecimiento –o su reverso en la Unidad Popular– y propone una trama en la que el horror en Chile, en lugar de un corte o interrupción, tuvo –y acaso sigue teniendo– la textura de la banalidad.
1
Quisiera comenzar la discusión enfocándome en la forma del libro. El primer recurso de Romero es nombrar su escrito como apuntes. Los apuntes evocan un escrito incompleto, el registro escrito de los pasos previos de una escritura terminada, que proveería un relato histórico de la dictadura. Apuntes para una historia de la dictadura cívico-militar simula las bambalinas de la escena de escritura de un historiador, presentando una serie de eventos, informaciones y declaraciones, a la expectativa de ordenarse en una narración. Pero nada hay de incompleto en el texto de Romero. Tal como explica en entrevista con Pablo Chiuminatto (2020), Romero seleccionó los textos “por la simpleza, por la ridiculez, por la ironía”, que le evocaban al encontrarlos, cortando y reduciendo su extensión hasta alcanzar una especie de expresión mínima de sentido. Además, la composición del texto tomó en cuenta tanto la diagramación de la página como la distancia entre los segmentos del texto, en un intento de producir “una experiencia tanto interna como hacia el lector donde todo conectara con todo simultáneamente”. La operación formal produce un texto que se disemina en múltiples direcciones:
Es como si hubiera bajado del cielo una estrella, pero una estrella chilena, llena de brillo, como las que alumbran el camino de nuestro país, como la que está en nuestra bandera.
Dijo Campos Menéndez al conocer la noticia de su premio.
Pinochet se graduó de la Academia de Guerra en el décimo lugar, de un total de catorce.
Lo que le valió la medalla al progreso.
De jóvenes, Manuel Guerrero y su verdugo, Miguel Estay, jugaban a la pelota y comían asados juntos.
Miguel Estay Reyno.
Alias el Fanta.
Falleció el poeta Pablo Neruda.
Se lee en la parte inferior de una portada de El Mercurio.
A su lado, en una foto diez veces más grande, unos militares lanzan libros a una hoguera.
El sacerdote jesuita Mario Zañartu fue secuestrado y llevado a la casa de los Townley, donde lo obligaron a posar desnudo con una mujer mientras eran fotografiados.
Pinochet utilizaba un uniforme de gala característico por dos ramas de olivo.
Una más que el resto de los generales chilenos. (Romero, 2020, p. 17)
Esta serie, que comprende una sola página, muestra los ritmos que produce la escritura de Apuntes para una historia de la dictadura cívico-militar. El segundo y el último segmento corresponden a la relación de Pinochet con el resto del ejército, un militar que intentaba diferenciarse de los demás por medio de marcas superficiales. El tercero y el cuarto, en cambio, dan un fondo íntimo de traición a una víctima y un victimario del “Caso Degollados”, en el que tres militantes clandestinos del Partido Comunista fueron secuestrados, torturados y asesinados. Los tres segmentos restantes retratan el precario estatuto de la cultura invadida en la dictadura, tanto secular como eclesial. Escuchamos al escritor Campos Menéndez, yerno de Pinochet, cantar loas al gobierno militar mientras recibe el Premio Nacional de Literatura. Y si, por un lado, la muerte de Neruda marcaba, además del primer acto colectivo de resistencia al golpe, por otro lado, la derrota enmarcada en el triunfo de Campos Menéndez, la humillación de Zañartu –director de la revista jesuita Mensaje– y la quema de los libros declaraba que ni siquiera los intelectuales católicos estaban más allá de la persecución de los militares.
Las reverberaciones del carácter del dictador, la traición fratricida y el asedio a la cultura aparecen, sin embargo, en la forma de fragmentos de un tejido más grande. Tres páginas antes se nos avisa que “Pablo Neruda murió doce días después del golpe” (Romero, 2020, p. 14). Tres páginas después volvemos a la historia de traición del “Caso Degollados”: “eran mis compañeros o yo. Confesó el Fanta” (p. 20). Y ya en la primera página del libro, nos encontramos con la iglesia: “Con profunda y patriótica emoción, tengo el honor de poner en manos de esta honorable Junta mi anillo pastoral con el fin de contribuir modestamente a la obra de reconstrucción de Chile. Escribió el obispo de La Serena, Alfredo Cifuentes” (Romero, 2020, p. 9). Esta última frase, sin fecha ni referente, fue dicha por Cifuentes en respuesta a la declaración en apoyo de la dictadura militar del Obispo de Valparaíso, en abril de 1974. Juntos, los hilos de imágenes ocultas en datos y de opiniones –“within the limits of one imaginary character addressing another imaginary carácter” (Eliot, 1957, p. 89)– dan pie a la topografía de los vínculos de complicidad e impunidad que sostuvieron el terror. El instrumento principal que nos guía en esta letanía son los nombres propios.
Apuntes para una historia de la dictadura cívico-militar no comienza con un prólogo ni contiene un aparato crítico de notas, pero incluye un índice de nombres. El índice, sin embargo, no es un para-texto (Genette, 1997) que acompaña la mediación del libro con el lector, sino que forma parte del centro de la intervención literaria.2 El índice agrega un criterio cuantitativo a la lectura. El número de entradas, si bien no implica inmediatamente importancia, sí evoca una idea de presencia. Su inclusión emite una imagen sintética de las cadenas de involucrados. Percibimos el peso que “Allende, Salvador”, “Pinochet, Augusto” o “Hiriart, Lucía” tienen en el libro. El índice nos permite imaginar concretamente la red abstracta de relaciones y sus balances de poder. Pero al mismo tiempo, el índice de nombres agrega una ambigüedad. Digamos que en su relativa autonomía aparecen allí expuestos los actores sin su política, en un espacio histórico que los registra, evitando describir o pronunciarse sobre el lugar que ocupan en la historia.
La aproximación más obvia a Apuntes para una historia de la dictadura cívico-militar sería buscar un predicado político. Pero justamente es al interior de la política que la forma del libro introduce una opacidad. Los procedimientos formales descritos oscilan entre la ficción de una exposición cruda de los hechos y una serie de mecanismos que los diseminan y oscurecen. Sin adornos, las descripciones y las opiniones indagan en peligros éticos difícilmente pronunciables desde una frontera militante. José Toribio Merino fue Comandante en Jefe de la Armada de Chile y miembro de la Junta de Gobierno presidida por Pinochet. Merino ocupa un lugar protagónico cuando se piensa en el terror de la dictadura, reconocido por alabar a Francisco Franco o tratar a miembros del Partido Comunista chileno de humanoides. ¿Qué consecuencias tiene que Romero escriba “el pasatiempo preferido de Merino era la pintura” (Romero, 2020, p. 56)? ¿Qué agrega exactamente a su figura? ¿La humaniza? ¿La vuelve absurda? ¿Muestra sus contradicciones? El libro no se pronuncia; y los otros fragmentos aumentan la perplejidad.3
2
Creo que es posible, sin embargo, disipar en parte este titubeo interpretativo. Lo que está en juego –la honestidad del libro abruma– es precisamente su historia. El hallazgo formal de Romero está íntimamente vinculado a las maneras en que Chile ha hablado sobre su propia dictadura. Vale la pena confesar un límite de mi propia lectura para explicar con precisión el vínculo entre forma e historia en Apuntes para una historia de la dictadura cívico-militar. El estatuto fragmentario de los párrafos, su género inespecífico y su técnica intertextual podrían fácilmente llevar a un lector a clasificar Apuntes para una historia de la dictadura cívico-militar como un texto pos-moderno. Por el contrario, mi análisis depende de entender Apuntes para una historia de la dictadura cívico-militar como un libro modernista. Con esto, no quiero referirme a la tradición poética del modernismo hispanoamericano, sino más bien lo emparenta con las poéticas de Ezra Pound, Hilda Doolittle, y T. S. Eliot, entre otras escrituras que aprovecharon al máximo una confrontación, simultáneamente tensa y fértil, con el pasado histórico en el que fueron creadas. Los textos modernistas, por sobre todo, presentan un quiebre con las tradiciones establecidas de las formas literarias. Al incluir Apuntes para una historia de la dictadura cívico-militar en la serie de un modernismo literario concreto, quiero evitar, al reconocer mis fuentes, la sospecha habitual sobre la pregunta por el modernismo como una teorización abstracta. Sigo en este punto el excelente y sintético ensayo de Terry Eagleton (2003): Whatever happened to english modernism? Según explica Eagleton, estamos frente a un texto modernista cuando se cumplen tres condiciones: primero, la presencia de un linaje de formas culturales valoradas socialmente, que configuran una tradición; segundo, el quiebre del texto con esta tradición mediante procedimientos formales como la parodia, la ironía o la alusión, que desmantelan los recursos textuales de la tradición; por último, Eagleton agrega un criterio histórico: la presencia de agitación política. En lo que sigue intentaré demostrar la manera en que el texto de Romero se sustenta en un deliberado intento formal de separarse de una tradición de intervenciones críticas sobre la relación entre estética y política en el periodo de la dictadura.
El debate intelectual sobre la dictadura en Chile ha sido un debate sobre la temporalidad histórica. En otras palabras, una serie de intervenciones críticas sobre cómo el arte contó el arco histórico que incluye la dictadura. El sentido moderno de historia, o de una explicación histórica de los hechos, está cruzada por una estructura general que le da sentido. Para el filósofo Reinhat Koselleck (2004), en su libro Futures Past, la historia se configura desde un espacio de experiencia, cuya promesa es que los eventos pasados pueden ser superados, y un horizonte abierto de expectativas, es decir, un futuro que es a la vez un factor de cambio y de mejora. El futuro pensado históricamente, tal y como fue concebido desde finales del siglo XVIII, supone la esperanza de que el porvenir será mejor que el pasado. Ambas pulsiones de superación del pasado y de un futuro más próspero fueron integradas a la experiencia histórica al amparo del concepto de progreso.4 El tiempo histórico progresa, es decir, organiza los eventos, y los dota de sentido, en base al horizonte de que el futuro será mejor. El terror de la dictadura en Chile, sin embargo, volvió inviable afirmar la idea de progreso desde un discurso de izquierda. Hubo que cambiar la estructura de la temporalidad progresista desde la que hasta entonces se podía contar la historia.
Parte importante de la crítica en Chile ha modelado esta discusión en base a pensar el corte o la interrupción que el período produce en la historia del país. La violencia del golpe de Estado, y su consiguiente dictadura, venían a desactivar la historia chilena o, en otras palabras, su avance bajo el perfil de un progreso marcado ética y políticamente por las esperanzas revolucionarias de la construcción del socialismo. El triunfo de la Unidad Popular y su fracaso en el golpe adoptan la forma de un acontecimiento, cuyo efecto disruptivo transforma radicalmente lo que hasta entonces se concebía como la historia de Chile. Seguramente, Patricio Marchant (2000) es quien da su primera forma conceptual a esta caracterización histórica. Su texto “Desolación. Cuestión del nombre de Salvador Allende” describe la Unidad Popular en términos de “la única experiencia ético-política de la historia nacional” (p. 223), que no sólo reconfigura los destinos de una cultura, ya mentada desde protocolos neoliberales, sino de la historia cultural chilena en su totalidad –en su caso, la presión que ejerce la catástrofe de la Unidad Popular, encarnada en el golpe, sobre las lecturas de los textos poéticos de Mistral. Willy Thayer (2006) recupera la intervención de Marchant para reinterpretar el relato sobre las artes chilenas, que Nelly Richard (2007) bautiza como “escena de avanzada”, como un vínculo estético con las neovanguardias. Richard, en su clásico Márgenes e instituciones, publicado originalmente en 1986, institucionaliza una serie de prácticas y críticas del arte chileno bajo la clave de la modernización. Thayer (2006) polemiza con el discurso progresista de Richard, identificando los procedimientos vanguardistas de las artes visuales chilenas con la transformación que produce el golpe de estado de 1973: “es el Golpe y no el arte el que desarma los sobreentendidos de la cotidianeidad en cualquier ámbito” (p. 24). Revisando la intervención de Marchant, Thayer (2006) afirma que “el Golpe no ocurrió ‘en’ la historia de Chile... le ocurrió ‘a’ la historia de Chile” (pp. 20-21), operando sus efectos, sobre todo, en la temporalidad. Mientras que un sector de la intelectualidad chilena, que Thayer (2006) identifica con la voluntad modernizadora, el progresismo y la vanguardia, quisiera comprender el golpe como “un paréntesis en el continuum” de la democracia (p. 30), la posición de Willy Thayer, vía Marchant, es invertir el paréntesis, es decir, el golpe es más bien la verdad de la democracia chilena, que “siempre fue estado de excepción hecho regla” (p. 21). Tanto el enunciado original de Marchant como la polémica movilizada por Willy Thayer y sus respuestas5 singula-rizan el arco histórico de la revolución democrática y la violencia golpista como el acontecimiento desde donde se funda, recuerda y proyecta la historia contemporánea de Chile. Frente a esta tradición es que Romero encuentra una zona de diferencia, una forma histórica que interviene poéticamente, generando una forma inédita de organizar el invariable peso de los eventos.
3
Formalmente, el hallazgo retórico de Apuntes para una historia de la dictadura cívico-militar es evitar contar la historia como acontecimiento por medio de una reducción de la historia a anécdota. Creo que en el paso desde el discurso histórico hacia la forma anecdótica reside el peso de la intervención ético-política del libro. Por esta razón, es necesario entender cómo funcionan formalmente las anécdotas y en qué sentido los apuntes de Romero operan anecdóticamente.
Definir la anécdota conlleva ciertas dificultades teóricas. El uso de las anécdotas invoca más bien resistencia en las tradiciones retóricas occidentales. Oldenburg y Leff (2009) sintetizan la serie de reacciones negativas, censuras y abandono teórico padecidos por la anécdota, sobre todo dentro de las disciplinas que reclaman estatuto de verdad para sus predicados. Utilizar anécdotas debilitaría antes que reforzar un argumento.6 Los retóricos, a su vez menos preocupados de la verdad que de la eficacia del discurso, han atendido confusa y marginalmente a la anécdota, oscilando entre su caracterización de narración de mediana longitud y su función argumentativa en la forma de ejemplo (Oldenburg y Leff, 2009). Sin embargo, es precisamente esta indefinición funcional entre narrar y argumentar la que le otorga su fuerza. Oldenburg (2014) define la anécdota como una estrategia argumentativa compleja y condensa-da, basada en la narración que combina elementos de representación, evidencia, narración y ética (p. 118). En esta idea, la anécdota opera formalmente como una sinécdoque, es decir, la figura retórica en la que se utiliza una parte para hablar del todo o viceversa.7 Es precisamente por el ejercicio de condensación al que somete Romero los eventos de la dictadura que me parece justificado llamar anécdotas a los fragmentos o la serie de fragmentos que construyen sus Apuntes para una historia de la dictadura cívico-militar. Las anécdotas, en los términos de Romero, serían series de sinécdoques que condensarían la verdad histórica, fáctica e incluso ética de la experiencia de la dictadura en narraciones breves que contendrían la promesa de representarla.
Lo que está en juego, quiero insistir, es precisamente la historia como estructura temporal de sentido. La anécdota interviene la experiencia histórica, tanto en su dimensión de progreso como en su crítica a través del acontecimiento, por medio de entenderla como un artefacto textual. Los Apuntes para una historia de la dictadura cívico-militar de Romero son históricos no porque persigan una reorganización de los eventos mismos de la dictadura, sino por las estrategias de su escritura, de las maneras en que registramos el relato que nos dejó la dictadura: al hacerlo, se cuestiona el estatuto mismo de la historia para poder contar el terror de la dictadura. Privilegiar la escritura aleja el peso sobre los métodos y las disciplinas de ese relato que hemos llamado la historia de la dictadura y pone la gravedad sobre lo que realmente afectaría nuestra experiencia contemporánea del terror, que desde Romero podríamos decir que es su retórica.
Apuntes para una historia de la dictadura cívico-militar reescribe la pregunta por cómo contar la experiencia de la dictadura en la pregunta por cómo escribimos la historia. Según Hayden White (1980), la escritura histórica se sustenta sobre dos demandas. Por un lado, deseamos que la historia tenga la autoridad de la realidad misma. Creemos que un relato histórico representa, con mayor o menor eficacia, eventos del pasado. Tiene, por tanto, la fuerza de la verdad. Por otro lado, la historia provoca un deseo de narratividad, es decir, “this need or impulse to rank events with respect to their significance for the culture or group that is writing its own history” (White, 1980, p. 14). Todo relato histórico está cruzado por la acción humana, es decir, por sus aspiraciones políticas, sus teleologías explícitas o supuestas, sus ideologías secretas. La historia filtra las tramas con las que acostumbramos contar los hechos. Esto implica que los relatos históricos son estructuralmente debatibles, o sea, que se puede ofrecer al menos dos versiones de lo que ocurrió. Además, la narratividad no tiene por consecuencia sólo una selectividad al presentar los eventos, sino también una organización formal en una trama que vuelve los eventos atractivos para una audiencia: “we can comprehend the appeal of historical discourse by recognizing the extent to which it makes the real desirable, makes the real into an object of desire, and does so by its imposition, upon events that are represented as real, of the formal coherency that stories possess” (White, 1980, p. 24). En la caracterización de Hayden White, la historia promete la fuerza de lo real envuelta en la coherente textura de lo ideal. Los textos históricos cumplen con una demanda de cierre o clausura, en el sentido de que los eventos de la realidad son imbuidos de un sentido moral. Sin esta premisa teleológica, inscrita en su estructura, difícilmente se puede hablar de un texto histórico. Como contraejemplos, White cita a la crónica –que si bien posee cierta narratividad carece de esta premisa, ya que su coherencia se localiza en la vida del cronista– y los anales –breves escritos que registraban hechos en una línea de tiempo, sin jerarquía alguna.
Es en tensión con estas expectativas que Romero escribe su libro. La fuerza de verdad histórica parece afirmarse con fragmentos que evocan la retórica procesal de un informe jurídico. La voz poética simula la de un perito que recopila evidencias, reconstruye escenas y registra testimonios. En concreto, Romero (2020) sintetiza, por medio de sugerencias, la participación de los involucrados:
Julio Ponce Leroy adquirió cientos de miles de hectáreas expropia-das en la reforma agraria.
Sin importar que él mismo fuera el encargado de rematarlas.
Ponce Leroy Director de Conaf.
Yerno de Pinochet. (p. 27)
Pero el crimen nunca aparece en plenitud. La voz no se pronuncia. No es más que una pregunta implícita del lector. Porque el fin no es enlistar los crímenes de la dictadura, sino escribir su historia. O aún más precisamente, su fin no es escribir su historia, sino registrar en la escritura lo que la dictadura le hizo a la historia, los efectos que tuvo sobre sus presupuestos de progreso y sus reclamos de verdad. Parte de esta impresión se percibe cuando el mecanismo pericial de la voz poética se desborda, al modo de una máquina hambrienta, en secuencias que dejan la estela indecidible de su pertinencia testimonial, política o ética:
Matemáticas 3,0
Redacción 4,6 Condiciones de mando 7,0
Calificaciones del subalférez Augusto Pinochet. (Romero, 2020, p. 11)
Volver al archivo de las calificaciones de Pinochet en la academia militar podría parecer una ironía, casi una broma amarga, en la que la anecdótica lista condensaría el carácter de un dictador ignorante, pero avezado en su liderazgo autoritario. Esta tentación alegórica es prontamente desarmada por el libro:
Castellano 4,0
Inglés 3,0
Matemáticas 2,0
Calificaciones de Lucía Hiriart en Quinto de Humanidades. (Romero, 2020, p. 12)
Al oponer las calificaciones de Augusto Pinochet con las de su pareja Lucía Hiriart, mengua el efecto de la primera. Las calificaciones de Lucía por sí solas evitan condensar cualquier experiencia. Parecen más bien insistir en una operación alegórica que fracasa al repetirse. La seducción del vaticinio del primer fragmento mengua en el trivial enunciado del segundo: Lucía fue una mala estudiante. Pero la atenuación en estos fragmentos no refiere únicamente a la trivialización de la verdad, también presentan un rasgo más general, que afecta a la promesa de verdad de la totalidad del libro. En estos fragmentos y, a niveles distintos, en cada uno de los fragmentos, se ha omitido un recurso esencial de la escritura histórica, lo que en buena medida justifica la expectativa de que un texto pueda tener la dignidad de la evidencia, que principalmente pasa por la declaración explícita de las fuentes. Y es que no sabemos cómo Romero ha llegado a los datos. ¿Hubo un ejercicio de archivo o invención?
¿Consultó informes? ¿Fue a los registros de las calificaciones de la escuela militar o a los de la secundaria donde estudió Lucía Hiriart? La tensión aumenta en el caso de fragmentos como “se destruyeron hasta libros de cubismo, creyendo que trataban de Cuba” (Romero, 2020, p. 80), parte de la mitología de las aberraciones del gobierno militar, o aún más en “a Pinochet el espíritu del general Prats se le aparecía de noche” (p. 59). Cercanos al rumor, en el que la fantasía comparte la textura de la realidad, los fragmentos hacen temblar el estatuto de verdad de fragmentos en apariencia más verdaderos, mentadamente más seguros de su participación en simbolizar la verdad histórica, tal como “1823 personas fueron muertas entre el 12 de septiembre y el 31 de diciembre de 1973” (p. 40). Este procedimiento, por supuesto, está lejos de intentar relativizar la verdad de la estadística o del registro. En todo caso, expande los límites de los protocolos, las fuentes y las epistemologías con las que se construye la verdad de una época cruzada por la seguridad del horror contrastada con la opacidad de las causas, de las motivaciones e incluso –diríamos de una forma caída– de los destinos de sus participantes. De ahí que en buena medida el procedimiento de Apuntes para una historia de la dictadura cívico-militar evite la opinión propia y se refugie en la opinión de los otros. La anécdota, bien lo sabemos, presupone un pacto de confianza del receptor. Sin esa fe, que incluye su verdad, el mecanismo resulta ineficaz.
Romero, por ejemplo, nunca afirma que Augusto Pinochet tenía un carácter rastrero. En cambio, ofrece, en una secuencia, la opinión de Orlando Letelier, una de sus víctimas por atentado terrorista, y de Federico Willoughby, su secretario de prensa:
Era adulador y servil, como el barbero que te persigue con el cepillo después de cortarte el pelo y no deja de cepillarte hasta que le das su propina.
Orlando Letelier sobre el carácter de Pinochet.
Si había que ser católico, era católico; si había que ser masón, era masón; si había que cuadrarse ante los políticos, se les cuadraba a los políticos; si era ante Fidel Castro, se le cuadraba a Fidel.
Federico Willoughby sobre las convicciones del general. (Romero, 2020, p. 28)
El uso de los testimonios es una instancia más de una tesis que circunda Apuntes para una historia de la dictadura cívico-militar: la historia sólo puede entregar una verdad a trasmano. El archivo y la memoria son el único soporte material, al mismo tiempo, inevitable y precario, con el que se puede reconstruir esta época.
La estadística, el testimonio, el mito y el rumor: todos caben en la anécdota. Los apuntes de Romero replican la precariedad de los soportes con que recordamos la época del terror estatal y, por lo tanto, efectúan una reducción del tema, “una historia de la dictadura cívico-militar”, a una anécdota. El libro defiende que en esta expansión de materiales los rumores y las opiniones, todo eso que se dice al paso y sin razón de trascendencia, es tan fundamental para la verdad histórica como los registros formales, los documentos institucionales y los datos estadísticos. Sólo mediante este ejercicio de voluntario empobrecimiento retórico, ajeno a toda alegoría, es que el texto puede cumplir su promesa de volverse historia.
4
Romero cerca localmente el estatuto de verdad del discurso histórico. De forma más general, su texto critica la expectativa de narratividad. No sólo los hechos particulares se enfrentan al precario estatuto de su verdad, sino también la trama en la que están trenzados. El relato –en caso de que todavía podamos usar esta unidad narrativa– carece de clausura. Su matriz de sentido está completamente dislocada por la manera en que se organizan los fragmentos, sin ninguna marca de su jerarquía. Su textualidad porfiada e iterativa traslada esta tarea al lector. Lo que presenciamos son series de repeticiones: de nombres propios, de acciones, de estructuras oracionales. El abismo de la repetición provoca, por un lado, un efecto acumulativo de horror, no tan distinto a la incansable repetición de feminicidios de “La parte de los crímenes” de Roberto Bolaño (2004). Leemos: “al momento de ser quemada, Carmen Gloria Quintana estudiaba ingeniería en la Universidad de Santiago” (Romero, 2020, p. 48); “una vez muertos, a los detenidos se les quemaba la cara y las huellas dactilares con un soplete” (p. 72); o, más extensamente:
Amputación de la lengua.
Fractura de los dedos de las manos. Quemaduras con cigarrillo.
Simulacros de fusilamientos.
Torturas que sufrió Víctor Jara en el Estadio Nacional. (Romero, 2020, p. 16)
La aparición reiterativa de los crímenes en Apuntes para una historia de la dictadura cívico-militar le otorga al horror la escala de lo absoluto. La anécdota, por lo tanto, tiene un efecto fuerte y expansivo sobre la expectativa de progreso de la historia; un efecto, digámoslo, aún más radical que el de comprender la dictadura como acontecimiento. La anécdota borra la línea entre hechos aparentemente banales y la violencia política, sin equipararlos, pero haciéndolos partícipes de un mismo tejido poético. La repetición logra, a momentos, la crítica de un discurso que haría de la violencia un Dios omnímodo y, por tanto, a la dictadura el acontecimiento que funda la historia contemporánea de Chile. Romero lo evita llevando la repetición a su paroxismo. Este es el caso de una de las referencias a Miguel Krassnoff, militar acusado y condenado por violaciones a los derechos humanos:
La madre de Miguel Krassnoff se llamaba Dhyna. Dhyna. (p. 59)
Aquí Romero nos somete a la tentación de la alegoría. Aceptar que la dictadura tiene la dignidad del acontecimiento reescribiría alegóricamente el nombre de la madre de Krassnoff, por su homología con la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA), órgano desde donde los militares, entre ellos Krassnoff, secuestraban, torturaban y desaparecían personas durante la dictadura. Semejante a las calificaciones de Pinochet, leer alegóricamente el fragmento daría la impresión de que la historia, hipostasiada en sujeto, inscribiría estas homologías como bromas para los lectores futuros, una broma amarga, cuyo objeto seríamos nosotros, y su bufón, el progreso.
Es desde esta simultánea conexión de todo con todo, desde estas resonancias retóricas, que el lector se ve enfrentado, entonces, a una decisión interpretativa: o la historia tiene un sentido providencial, progresista, habla por sí sola en metáforas secretas, encriptadas en el tráfago de los hechos, o la historia no tiene un sentido providencial, no progresa, y la resonancia entre los fragmentos es un efecto literario, nunca histórico, en el que la verdad se resuelve en su valor anecdótico. En esta segunda vía, volvemos a encontrar, de forma más radical, la reducción de la historia a anécdota. Por un lado, los hechos históricos pierden su dignidad providencial y poco pueden explicar sin un plan o una filosofía de la historia que justifique los horrores; por otro lado, ganan los módicos privilegios de la anécdota, es decir, su transmisión directa de una experiencia de persona a persona, entre escrituras sin atribuciones, hasta perderse en el anonimato, y su insuperable velocidad modernista, que pule la imagen hasta producir, en palabras de Romero, una “expresión mínima de sentido” (Chiuminatto, 2020).
Este encadenamiento de anécdotas da pie para lo que creo es, siguiendo a Marchant, el efecto ético-político fundamental del libro. La brevedad de los fragmentos, cuya verdad histórica se difu-mina con los rumores y cuya estructura evita toda trama organizada, es una afirmación de la banalidad de la violencia en la dictadura. Por banal no quiero decir que sean hechos insustanciales o sin relevancia; me refiero más bien a la idea de banalidad que heredamos del análisis que hace Hannah Arendt (1994) sobre el criminal de guerra nazi Adolf Eichmann, en su Eichmann in Jerusalem. La filósofa alemana intenta caracterizar la figura del burócrata nazi mientras sigue su juicio en los medios. La tesis de Arendt es que en el caso de Eichmann en lugar de una explícita voluntad de maldad, en realidad, “It was sheer thoughtlessness –something by no means identical with stupidity– that predisposed him to become one of the greatest criminals of that period” (Arendt, 1994, pp. 287-288). Bajo un principio de caridad interpretativa, Arendt cree en Eichmann cuando reclama que su participación en la organización del holocausto respondía a una obediencia a la ley, respondiendo éticamente al imperativo categórico kantiano. Las acciones de Eichmann, según Arendt, no se inspiraban en ninguna convicción ideológica profunda, más bien estaban al servicio de una política de Estado y su carácter obsecuente lo acercaban más a lo que, en esos momentos, se podía percibir como un buen ciudadano que a un sicópata. El mal que representó Eichmann en la orquestación de las torturas y asesinatos nazis sería, en términos de Arendt, banal, en el sentido de que indagando en sus presupuestos no encontramos una razón maligna e inhumana, más bien hallamos todo lo contrario: una racionalidad semejante a las de una persona común. La potencia de su argumento radica en su expansividad, porque Eichmann no estuvo solo en su obediencia a las leyes nazis: “so many were like him, and that the many were neither perverted nor sadistic, that they were, and still are, terribly and terrifyingly normal” (Arendt, 1994, p. 276).
Me parece fundamental la resonancia del concepto de Arendt en el procedimiento de Romero. La reducción anecdótica de la historia la banaliza. Esto quiere decir que, en lugar de la excepcionalidad alegórica del acontecimiento, quedamos con un relato que atenúa el sentido moral y teleológico que con fuerza se le imprime a los hechos ocurridos en dictadura y refuerza la coexistencia de lo históricamente relevante con la esfera micropolítica de la intimidad. La recompensa de esta reducción, sin embargo, es la emergencia de una serie de hilos invisibles que, por los intersticios de la banalidad, conecta la violencia política con la forma social del país al momento del golpe y la dictadura. Se muestra la forma en que el terror se volvió eficaz a través de vínculos íntimos. Uno de estos patrones discursivos importantes en Apuntes para una historia de la dictadura cívico-militar profundiza en la familia Pinochet. Vemos los hilos de la impunidad y el poder. También somos testigos de la unidad entre política de Estado y fragilidad familiar, entre otras cosas, por los vínculos clandestinos, como el supuesto hijo de la hija de Pinochet con el coronel Cristián Labbe, los paseos que el hipnotista y torturador Osvaldo Pincetti daba con su hija por el centro de tortura Villa Grimaldi o las amantes ecuatorianas de Pinochet, disgregadas por el libro. El drama familiar se oye en la voz misma de Lucía Hiriart: “en la mañana muy de velo y misa. En la tarde, flirteando descaradamente con maridos ajenos” (Romero, 2020, p. 47). Esa misma fragilidad autoriza escenas en las que la violencia sobre el sistema político se replica a modo de farsa en la vida privada del matrimonio –“Lucía Hiriart solía pegarle a su marido” (p. 95)–, hasta el punto de contaminar ambas esferas, en las que la jerarquía de Lucía, por ejemplo, al interior de la familia se traducen en fantasías de superioridad al nivel del Estado:
Si yo fuera la jefa de este gobierno, sería mucho más dura que mi marido.
Y tendría en estado de sitio a Chile entero. (Romero, 2020, p. 51)
La racionalidad instrumental y la violencia introyectada en la familia Pinochet se expande a la cadena de traiciones desde la que se empieza a vincular la sociedad chilena en dictadura. La traición afecta a figuras políticas como Salvador Allende o Eduardo Frei Montalva. Sin embargo, Apuntes para una historia de la dictadura cívico-militar recopila también historias mínimas, en las que la familia y la amistad de militantes se destruyen por la inserción de la lógica del terror en sus lazos sociales:
De jóvenes, Manuel Guerrero y su verdugo, Miguel Estay, jugaban a la pelota y comían asado juntos.
Miguel Estay Reyno. Alias el Fanta. (Romero, 2020, p. 17)
El fragmento –que ya revisamos más arriba– referencia al “Caso Degollados”, en el que Miguel Estay colaboró con el secuestro y asesinato de tres miembros del Partido Comunista. “Eran mis compañeros o yo. Confesó el Fanta” (p. 20), escribe Romero (2020), para luego expandirse en el origen del sobrenombre:
El apodo de Miguel Estay Reyno es una derivación de Fantomas. El archivillano sádico y carente de toda lealtad que protagonizaba las novelas policíacas escritas por Marcell Allain y Pierre Souvestre. De las que el Fanta era fanático. (p. 37)
Este pasaje me parece fundamental para delinear con mayor precisión la intervención de Romero. Si se acepta que el libro es, en buena medida, un mapa de la complicidad durante la dictadura, entonces cabe preguntarse, como de hecho se pregunta reiteradamente Romero, ¿cuál fue la participación de la cultura? Y en este caso, me refiero al uso más restringido, y de uso común, de cultura, en términos del sistema de las artes. El fragmento nos adentra en el terreno particular del arte y sus poderes. En otras palabras, ¿qué puede hacer el arte, entre ellos la literatura, ante el horror? ¿Cómo respondió ante la dictadura? ¿Qué efecto tiene hoy, a casi 50 años del golpe, escribir sobre la violencia política?
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La textura de lo banal muestra una lógica general instalada en el país. Romero agrega, sin embargo, un incisivo análisis, en el que la literatura puede preguntarse por su propia participación en la cadena de traiciones y complicidades, en preservar épicas derrotadas o en registrar el horror cotidiano que la historiografía sólo puede dramáticamente repetir. Aquí me parece que Romero (2020) matiza el esquema de la banalidad. Por supuesto, hay complicidad en el caso del sacerdote y crítico literario José Miguel Ibáñez Langlois, quien, bajo el seudónimo de Ignacio Valente, “dio clases de marxismo a los generales de la Junta” (p. 20); de Mariana Callejas, agente de la DINA, quien participó en torturas y asesinatos como los de Carlos Prats, Carmelo Soria o Bernardo Leighton; o de Enrique Campos Menéndez, asesor cultural de la Junta Militar y Premio Nacional de Literatura durante la dictadura. Sin embargo, su participación en Apuntes para una historia de la dictadura cívico-militar está mediada por el sistema de valores del sistema literario, sobre todo si se piensa que el relato de la complicidad de la literatura durante el gobierno militar fue explicitado y explorado profundamente por Roberto Bolaño (2000) en Nocturno de Chile, donde Ibáñez Langlois y Mariana Callejas son figuras centrales. El colaboracionismo de Campos Menéndez está entre el fraude –“el apagón cultural no es una realidad” (Bolaño, 2020, p. 46)– y la bufonería –“porque hay unos cuantos escritores y artistas exiliados, la izquierda cree que ya no puede existir en el país nadie con talento” (p. 65). Callejas, por su parte, parece una figura trágica en tanto escritora. Romero (2020) refiere sucintamente su relación con Michael Townley (p. 23) y su participación en los asesinatos (p. 51), destacando más bien su posición de cómplice, oyendo o testimoniando, más que en plena acción homicida.8 Lentamente, se despliega la paranoia política9 de Callejas, junto con la paranoia literaria,10 hasta que en la última página de Apuntes para una historia de la dictadura cívico-mili-tar leemos: “envejezco sola, en mi propio mausoleo en ruinas” (p. 108). Más que una complicidad directa, la literatura aparece como una institución cultural impotente. No sólo es trivial su colaboración, también lo es su resistencia, como en el caso de un editor que se niega a publicarle un libro a Pinochet (p. 55), el presidente del sindicato de Quimantú, editorial creada durante la Unidad Popular, recitando versos de la guerra civil española durante el cortejo fúnebre de Neruda (p. 34) o la cita testimonial a Dante con que Armando Uribe termina su libro sobre la intervención norteamericana en Chile (p. 107).
Lo que puede hacer la literatura no es más que una reducción retórica, sin la dignidad del silencio: contar la dictadura como anécdota. Menos que memoria, la literatura preserva el rumor, el cuchicheo acaso de eso que espera aún convertirse en historia. La caída retórica es enorme frente a una serie de relatos que han asumido, hace mucho tiempo, su condición de históricos. Por esta razón es que creo que ciertos fragmentos adquieren una fuerza impredecible. Hay en el libro una secuencia de crímenes que se extiende por el libro, pero que se acentúa sobre todo al final:
Rodrigo Rojas fue quemado vivo a los 19 años (p. 9).
Reinaldo Rosas fue ejecutado a los 17 años (p. 69).
Víctor Vidal fue ejecutado a los 16 años (p. 78).
Érika Sandoval fue baleada por carabineros a los 15 años (p. 90).
Nibaldo Rodríguez fue asesinado de un balazo en la cabeza a los 14 años (p. 92).
Carlos Fariña fue fusilado en el Regimiento Yungay a los 13 años (p. 100).
Al diseminar estas referencias por el libro, el horror pareciera estar dosificado. La forma es persistente. El nombre, la forma del asesinato y la edad, que va disminuyendo a medida que el libro va llegando a su final. Frente a la muerte de la juventud, diríamos de una generación posible, no la que vivió, la literatura apenas puede hablar. Romero ensaya un recurso literario que casi simula un monumento sin monumentalidad, mínimo y carente de épica. Al enfrentar el vector más político, esto es, la muerte de los inocentes, el libro declara formalmente su radical inoperatividad ante el terror, su incapacidad para representarlo, comprenderlo o sanarlo. Lo único que puede hacer es registrarlo en su forma. La literatura ostenta el trivial anuncio de que los poderes constituidos tienen lazos familiares, vínculos íntimos, más antiguos que el golpe o la dictadura, y que esos lazos son, también, fratricidas. Nombra, de esta manera, la experiencia más transparente, y por eso, la más invisible, de la historia de Chile, que es la de su inconmovible y persistente constancia. Así es como llegamos a los dos fragmentos con que Romero (2020) cierra su libro:
No quiero que mis hijos me quieran.
Dijo Andrés Valenzuela.
Perdoname mamita y cuidame a mis huachitos.
Escribió Juan Alegría. (p. 108)
El primero es la confesión de un agente de seguridad de la dictadura, perteneciente al Comando Conjunto, conocido por sus confesiones sobre las torturas y desapariciones ejercidos por los organismos de Estado. El segundo es parte de la carta de Juan Alegría, carpintero obligado a autoinculparse por el asesinato de Tucapel Jiménez, sindicalista chileno, en una carta suicida. Ambos fragmentos miran hacia un futuro. Son voces que piden, finalmente, ser olvidadas. Y así es como las recordamos. La soledad, la culpa y la vergüenza son signos finales de una posible ética desde la literatura, que nos devuelve a recomenzar el libro a la manera de una letanía, porque ¿qué más queda que pedir perdón?, ¿qué más que volver a empezar el ciclo de violencias recíprocas, con un ojo en su llamada impostergable?, ¿qué más que repetir –en palabras de Prats– “la tragedia inconmensurable de un enfrentamiento fratricida”? Pedir perdón por no poder olvidar, no los hechos, sino las maneras en que recordamos que siempre podemos recurrir al familiar arbitrio de la violencia.
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1 No hay que olvidar que en Chile los primeros en morir fueron los militares. El grupo de ultraderecha Patria y Libertad, ayudado por Roberto Viaux, ya había matado al comandante en jefe René Schneider, en 1970, para evitar el ascenso democrático de Salvador Allende. Carlos Prats tomaría su lugar.
2 Sobre el debate de los índices como forma de literatura véase Sher (1994); sobre poesía, Vickers (1995); y sobre ficción, Bell (2001). También vale la pena revisar la recientemente publicada historia del índice en Duncan (2022).
3 El péndulo opera desde la confirmación del terror y el mito a la dislocación continua de los datos en forma de “datos duros”. Así, se cita a Merino diciendo “los cavernícolas del PC no tienen derecho a ningún respeto de sus derechos humanos” (Romero, 2020, p. 52), pero también se agrega que “la dislalia de José Toribio Merino fue resultado de la malaria que contrajo mientras participaba como voluntario en la Segunda Guerra Mundial” (p. 83). La opacidad vuelve. Merino habla la lengua del terror, pero esa lengua está capturada por un impedimento: es dislálica, no puede articular bien las palabras.
4 Es la idea de progreso la que permitió reducir “the temporal difference between experience and expectation to a single concept” (p. 268) y habilitar la emergencia de la historia como disciplina.
5 Entre las intervenciones más destacadas en este debate, cabe recuperar la respuesta de la misma Nelly Richard (2004), las críticas de Galende (2005, 2018), además de la por-menorizada revisión del debate de Villalobos-Ruminott (2011) y la indagación específica en el pensamiento de Willy Thayer, en Karmy (2019).
6 Explican Oldernburg y Leff (2009) que “modern philosophers, logicians, and social scientists have long regarded the anecdote as a weak and rather tawdry form of argument” (p. 2).
7 La conceptualización específica de Oldenburg (2014) tiene por finalidad la elucidación del uso de las anécdotas en los debates presidenciales. Es por esta razón que afirma que la anécdota formalmente combina una sinécdoque con argumentación ética, destinada a construir razonamientos basados en el carácter de una persona, en particular, el interlocutor de la argumentación, que en su caso son los candidatos presidenciales.
8 Así, por ejemplo, Romero (2020) recuerda a Callejas oír la celebración de Eugenio Berríos, quien proporcionaba los químicos para las torturas y asesinatos durante las interrogaciones que se hacían en su casa en Lo Curro (p. 25).
9 Romero (2020) muestra la fantasía recurrente de Callejas, de ser asesinada: “desde 1978, cada mañana, antes de llevar a los niños al colegio, Mariana Callejas se sentaba en el auto, metía la llave en la ignición y pensaba que ese sería el último momento de su vida” (p. 88). Esta paranoia es también representada en que Callejas tenía “un atomizador de laca para el pelo que contenía gas sarín” (p. 95).
10 Suprimida del campo cultural, que incluso en dictadura permaneció en el ala izquierda, Callejas dice: “es tan triste escribir y que no te publique nadie” (Romero, 2020, p. 69).