El Pez y la Flecha. Revista de Investigaciones Literarias

DOI: 10.25009/pyfril.v2i2.21

Sección Flecha

Vol. 2, núm. 2, enero-abril 2022

Instituto de Investigaciones Lingüístico-Literarias, Universidad Veracruzana

ISSN: 2954-3843

“Parte del ayre”: el concepto del pneuma y el beso erótico

“Parte del ayre”: The Concept of Pneuma and the Erotic Kiss

Pablo Sol Mora 0000-0001-5887-4374a

aUniversidad Veracruzana, México, psol@uv.mx

Resumen:

El concepto del pneuma –“aire”, “aliento”– aparece ya en la filosofía presocrática y posteriormente en el corpus hippocraticum y las obras de Platón y Aristóteles. Es un término filosófico y médico que tiene que ver con la materia que constituye el universo y el proceso de respiración. Después, pasa al pensamiento paulino y da pie al pneuma cristiano. En tanto el beso, desde la Antigüedad, se consideró un intercambio de alientos, el concepto del pneuma está estrechamente relacionado con él. Este artículo rastrea su historia desde sus orígenes clásicos hasta el Renacimiento y muestra cómo se volvió un elemento indispensable en la representación del beso. 

Palabras clave: pneuma; beso; respiración; alma; erotismo. 

Abstract:

The concept of pneuma –“air”, “breath”– appears in the Presocratic philosophy and later in the corpus hippocraticum and the works of Plato and Aristotle. It is a philosphical and medical term related to the origins of the universe and the process of breathing. Afterwards, saint Paul elaborates on it and gives birth to the Christian pneuma. Since Antiquity, the kiss was considered to be an exchange of breaths. This paper traces pneuma’s history from its classical origins to the Renaissance and shows how it became key in kisses in literature.

Keywords: pneuma; kiss; breathing; soul; eroticism.

Enviado a dictamen: 10 de noviembre 2021.

Aceptado: 24 de noviembre 2021

 

El lector de poesía de los Siglos de Oro recordará aquel pasaje de la égloga III de Garcilaso de la Vega (1995), en que se canta la muerte de Adonis:

Adonis éste se mostraba qu’era,
según se muestra Venus dolorida,
que viendo la herida abierta y fiera,
sobre’l estaba casi amortecida;
boca con boca coge la postrera
parte del ayre que solia dar vida
al cuerpo por quien ella en este suelo
aborrecido tuvo al alto cielo. (p. 233)

El último beso de los amantes se mezcla aquí con la antiquísima costumbre de recoger con la boca el último aliento de un moribundo y conservar así su alma o parte de ella, lo que naturalmente no sólo ocurría en contextos eróticos. Un antecedente clásico de este episodio, en la obra del poeta bucólico Bión (1986), no dejaba dudas sobre el beso y era aún más enfático con el papel que el aliento –la “parte del ayre” garcilasiana– desempeñaba en el gesto:

Aguarda, Adonis, pobre Adonis, aguarda a que llegue hasta ti por vez postrera, a que te abrace, a que funda mis labios con tus labios. Despiértate un instante, Adonis, dame el último beso; bésame mientras tu beso viva, hasta que expires en mi boca y hasta mi corazón fluya tu aliento; hasta que apure tu dulce atractivo y tu amor beba. Conservaré ese beso como si fuera Adonis en persona. (p. 333)

Ese “aliento” no es otra cosa que pneuma o πνευμα –noción estudiada, entre otros, por Verbeke (1945), Lloyd (2007) y Bos y Ferwerda (2007)–, concepto y término clave en la historia del beso y que surge aquí y allá, explícita o implícitamente, a poco que se empiece a investigar su historia en las letras. Nada más natural, si recordamos que desde la Antigüedad el beso fue considerado un intercambio de alientos, o sea, una operación pneumática.

Otro poeta áureo, Francisco de Aldana (1990), nos lo hace ver claramente en un soneto sobre un beso que ocurre durante el sueño:

Galanio, tú sabrás que esotro día,
bien lejos de la choza y el ganado,
en pacífico sueño transportado
quedé junto a una haya alta y sombría,
cuando (¿quién tal pensó?) Flérida mía,
llegose y un abrazo enamorado
me dio, cual otro agora tomaría.
No desperté, que el respirado aliento
della en la boca entró, süave y puro,
y allá en el alma dio del caso aviso,
la cual, sin su corpóreo impedimento,
por aquel paso en que me vi te juro
que el bien casi sintió del paraíso. (pp. 196-197)

Fijémonos en la operación pneumática: el aliento de Flérida penetra en el interior de su enamorado, hasta llegar al alma; ésta, libre de la prisión que es el cuerpo, según la doctrina neoplatónica que seguía el poeta, puede elevarse más fácilmente y a punto está de gozar la dicha celestial que aguarda tras la muerte.

Parecido intercambio, también durante el sueño, se da en las sensuales octavas de “Medoro y Angélica”, que siguen la tradición orlandesca:

cuando Medor y Angélica, durmiendo
dentro en albergue que les cupo en suerte,
el dulce y largo olvido recibiendo,
juntos están con lazo estrecho y fuerte,
el aire cada cual dellos bebiendo
boca con boca al otro, y se convierte
lo que sale de allí mal recibido
en alma, en vida, en gozo, en bien cumplido. (De Aldana, 1990, p. 495)

Los ejemplos en la literatura áurea podrían multiplicarse, pero mi intención en este artículo no es propiamente examinar el beso pneumático en los Siglos de Oro, sino buscar los antecedentes del pneuma desde la Antigüedad hasta el Renacimiento, o sea, rastrear su historia y averiguar cómo se volvió un elemento indispensable en la representación del beso, particularmente erótico.1 Este puede ser un buen ejemplo de cómo un concepto originalmente filosófico y científico –médico–, pasando luego por la religión, termina convirtiéndose en literatura.

Hacia los siglos V y IV A. C., en Grecia, en los medios filosóficos platónico-aristotélicos y la medicina hipocrática, la discusión sobre el pneuma está bien asentada. El primero en utilizarlo parece haber sido Anaxímenes, quien, siguiendo los intereses cosmogónicos típicos de la filosofía presocrática, lo propuso como origen de todas las cosas: “y así como nuestra alma, que es aire, dice, nos mantiene unidos, de la misma manera el viento o aliento [pneuma] envuelve a todo el mundo” (Kirk, Raven & Schofield, 1987, p. 183). En las obras de Hipócrates y su entorno, aparece asociado al proceso de respirar, al aire que entra y sale del cuerpo (Lloyd, 2007, p. 138). Por su parte, Platón (2000), en el Timeo, hace una detallada descripción de la respiración, situándola en el centro de las operaciones de nuestro organismo y relacionándola con las nociones de frío y calor corporales, de los cuales el aire sería el regulador (pp. 236-237). Allí mismo se encuentra el primer antecedente de la idea de “vehículo del alma”, que luego se identificaría con el pneuma, que de esta forma se convertiría en una especie de intermediario entre lo inmaterial y lo material. Este es un momento decisivo en la historia del concepto, porque ofrecía una solución a uno de los más peliagudos problemas de la filosofía griega clásica: si el alma es completamente inmaterial, ¿cómo se desplaza y actúa en el cuerpo? El pneuma –sutilísimo, pero a fin de cuentas material– proporcionaba una respuesta.

No todos estaban de acuerdo con la explicación pneumática de Platón. Para refutarla, se escribió el tratado conocido como Sobre el espíritu, proveniente de la escuela de Aristóteles, que trata de restar importancia a la respiración –argumenta, por ejemplo, que los peces no la realizan– y se decanta por la noción aristotélica de “pneuma innato”, especie de espíritu vital, hecho de aire caliente, pero no limitado a la respiración (Bos & Ferwerda, 2007). Ese pneuma aristotélico también estaría presente en el semen y sería análogo al famoso quinto elemento, el éter, que está en los cielos. Sin embargo, el punto culminante del concepto, en términos de cosmología, llegó con el estoicismo, que lo elevó a elemento generador y unificador del universo, asignándole tres niveles: para las cosas inanimadas, las plantas y los animales. Todo el cosmos estaría imbuido del pneuma, sustancia sutil, pero aún corpórea (Baltzly, 2019).

La revolución pneumática llegó de la mano de la religión y puede empezar a apreciarse en obras como el Libro de la Sabiduría, compuesto bajo la influencia filosófica griega hacia el siglo i a. c., y las exégesis de Filón de Alejandría (Verbeke, 1945, pp. 221-350). El concepto se aleja de su origen material y entra en una franca etapa de espiritualización y divinización. El libro bíblico reza: “La Sabiduría es un espíritu [pneuma] filántropo... porque el espíritu del Señor llena la tierra, lo contiene todo y conoce cada voz” (Biblia de Jerusalén, 1999, 1, 6-7). En Sobre la creación del mundo, el judío Filón (2004), siguiendo el Génesis, señala que el hombre, al ser creado, recibió el “aliento divino” –pneuma theion (p. 107).

Dados estos pasos, era lógico que un converso como san Pablo, judío de cultura helénica, diera el siguiente y escribiera:

Mas vosotros no vivís según la carne, sino en el espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros. El que no tiene el Espíritu de Cristo, no le pertenece; mas si Cristo está en vosotros, aunque el cuerpo haya muerto ya a causa del pecado, el espíritu es vida a causa de la justicia. Y si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros. Así que, hermanos míos, no somos deudores de la carne para vivir según la carne, pues, si vivís según la carne, moriréis. Pero si con el Espíritu hacéis morir las obras del cuerpo, viviréis. En efecto, todos los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Y vosotros no habéis recibido un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, habéis recibido un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. (Biblia de Jerusalén, 1999, Romanos 8, 9-16)

En san Pablo, el pneuma griego se da la mano con el ruah –“viento”, “espíritu”– hebreo y da lugar a un nuevo concepto pneumático, que es muy distinto al que los presocráticos, Hipócrates o Platón y Aristóteles concibieron. Se trata de un soplo rigurosamente divino, que da vida al hombre y eventualmente lo conduce a la eternidad.

Detengamos aquí el breve repaso de la historia del pneuma, mucho más dilatada y compleja, y vayamos al beso para examinar la relación entre ambos.

La Antología griega (2014) recoge un dístico atribuido a Platón, que da una idea clara del beso pneumático: “When I kissed Agathon, I held my soul at my lips. Poor soul! She came hoping to cross over him” (p. 255). Más adelante, el intercambio de las almas de los amantes mediante el beso se convertirá en un verdadero tópico, pero reparemos que aquí es sólo el alma del amante la que pretende pasar al cuerpo del amado. Ahora bien, ¿cómo se llevaría a cabo, según la fisiología antigua, esa operación? En rigor, el alma –psique– es inmaterial, pero poseería un vehículo, el pneuma, que haría posible el tránsito a través del aliento contenido en los besos.

Aulo Gelio (2006), en las Noches áticas, recopila una ampliación del dístico y explica la función del spiritus –o sea, del pneuma–:

Mientras con los labios entre abiertos beso a mi muchachito y aspiro la dulce flor de su aliento, mi alma enferma y herida acudió a mis labios y, buscando un acceso, se esforzaba por traspasar el abierto sendero de mi boca y los tiernos labios del muchacho. Si entonces la unión del beso se hubiese prolongado algo más, abrasado por el fuego del amor, [mi alma] hubiera cruzado y me hubiera abandonado, y resultaría algo tan maravilloso que me quedaría como muerto para vivir dentro de mi muchachito. (pp. 246-247)

Observemos las diferencias: el carácter erótico del beso se remarca con la mención de los labios abiertos; se enfatiza la intención de aspirar el aliento del amado; y se agrega un efecto dramático al señalar que si el beso hubiera durado más el alma del amante, en efecto, hubiera pasado al cuerpo de amado y, habiendo muerto en sí, viviría en él.

Aquiles Tacio (1997), en Leucipa y Clitofonte, ofrece un estupendo ejemplo de lo que ocurre en un beso pneumático:

Las lenguas mientras tanto se buscan una a otra para unirse y, en lo posible, también ellas se afanan en besarse. Y es que al besarse con la boca abierta, el placer se acrecienta. La mujer, al llegar al extremo amoroso, jadea, abrasada por el placer, y su jadeo con el amoroso hálito salta hasta los labios, se encuentra con el beso, que en su camino errante trata de descender a lo profundo, y el beso, invirtiendo su ruta con el aliento jadeante, lo sigue confundido ya con él y va a herir el corazón. Este, con la turbación que el beso le produce, se pone a temblar y, si no estuviese atado a las entrañas, iría en pos de los besos y se arrastraría hasta lo alto tras ellos. (p. 231)

El elemento decisivo del pasaje es el “amoroso hálito” –pneumati erotiko–, que pone en evidencia el carácter pneumático del beso: la mujer, en el frenesí erótico, jadea y, como una fragua, expulsa el aliento caliente por la boca, donde se encuentra con el beso –o sea, el aliento– de su amante; y así como el suyo quiere salir, el del hombre quiere entrar.

En este punto, debe ser clara la influencia que el concepto del pneuma y la posibilidad de un intercambio de las almas tuvo en la idea del beso desde la Antigüedad. Nicolas Perella (1969), autor de uno de los principales estudios sobre el beso, observó cómo el cristianismo dio un nuevo impulso al beso como operación pneumática, profundizando el sentido que le habían dado las culturas griega y judía (pp. 15 y 45). Antes de convertirse en parte de la liturgia, el beso parecía cumplir ya una función ritual entre los primeros cristianos, como atestiguan las epístolas paulinas, que utilizan la expresión philema agion –“beso santo”. Este gesto, que a la postre se conocería como beso de paz, distinguía a la comunidad cristiana y la apartaba de los paganos (Petkov, 2003). No estuvo exento de polémicas, como atestigua una famosa carta de Clemente de Alejandría (1988), donde se amonesta sobre el uso del beso –habría que tener en cuenta que en los primeros tiempos del cristianismo el beso se daba en los labios y sin distinción de los sexos:

hay quienes hacen resonar las iglesias con un beso, sin tener el amor dentro de su corazón. Hacer un uso desmedido del beso, que debería ser místico –el Apóstol lo llamó ‘santo’–, ha desencadenado vergonzosas sospechas y blasfemias. Gustado dignamente el Reino, dispensemos la benevolencia del alma a través de la boca casta y cerrada. (p. 326)

Este uso religioso del beso, que en última instancia significaba la unión de los creyentes con Dios, tuvo una poderosa influencia en las ideas desarrolladas en torno a él. No se trataba de un beso erótico, pero también influyó sobre éste, gracias, sobre todo, a los besos del “Cantar de los cantares”, de los que no me ocuparé aquí. Baste por ahora recordar lo que un Padre de la Iglesia, san Ambrosio, escribió en su tratado Isaac o el alma, apuntando la síntesis entre la idea clásica del intercambio de las almas y la creencia cristiana de la unión del alma con Dios en el marco de la interpretación del “Cantar de los cantares”:

Porque es mediante el beso que los amantes se unen uno a otro y alcanzan la posesión de la dulzura de la gracia que se encuentra dentro, por decirlo así. A través de un beso semejante el alma se une al Divino Verbo y, a través de él, el espíritu del que besa fluye dentro del alma, igual que aquellos que se besan no se satisfacen con tocar ligeramente sus labios, sino que parecen estar arrojando su espíritu uno en el otro. (De Milán, 2003, p. 16)

En la Edad Media, generalmente en el marco de la exégesis del “Cantar de los cantares”, los más sobresalientes representantes de la mística especulativa –san Bernardo de Claraval, Guillermo de Saint-Thierry– se ocuparon del beso erótico, siempre con la noción de pneuma de fondo, pero no fueron sólo los pensadores cristianos los que, gracias a la filosofía y la medicina griegas, reflexionaron sobre él. También encontramos casos en el pensamiento árabe. Por ejemplo, en el siglo xiii, el filósofo Ibn Arabi (2006), en el tratado sobre el amor incluido en Las iluminaciones de la Meca, expuso las siguientes ideas sobre el beso:

Cuando dos amantes se besan íntimamente, cada uno aspira la saliva del otro, que penetra en ellos. Cuando se besan o abrazan, la respiración de uno se expande en el otro y el hálito así exhalado compenetra a ambos. El espíritu animal que actúa en las formas naturales no es diferente del hálito, de modo que este es el espíritu (animal) de cada una de las dos personas que respiran y que vivifica en el momento del beso y de la respiración. Es así, por ejemplo, como el espíritu animal de Zayd se convierte en el mismo espíritu de “Amr”. Este aliento, una vez exhalado por el amante, trasmite cierta forma de amor preñado de deleite. Cuando este aliento se convierte en el espíritu de aquel hacia el que ha sido transmitido y cuando el hálito de la pareja se convierte de la misma forma en el espíritu del primero, puede hablarse de identificación (ittihad) por parte de los dos seres implicados, según lo que el poeta ha dicho: “Yo soy aquel a quien amo / y aquel a quien amo, ¡soy yo!” (p. 96)

En el Renacimiento, con el auge del neoplatonismo amoroso, debido a Marsilio Ficino, el beso pneumático atravesó por un periodo de esplendor. Aunque el autor de la Teología platónica fuera más bien renuente al contacto físico y al beso, sus seguidores eran menos estrictos y se las arreglaron para justificar filosóficamente esa unión íntima. Nadie, quizá, lo hizo mejor y con mayor difusión que Castiglione, cuya traducción castellana, hecha por Boscán, permeó la literatura áurea. El pasaje en cuestión, donde se defienden los favores que una dama puede hacer a un amante mayor, reza:

y así la Dama, por contentar a su servidor en este amor bueno, no solamente puede y debe estar con él muy familiarmente riendo y burlando, y tratar con el seso cosas sustanciales, diciéndole sus secretos y sus entrañas, y siendo con él tan conversable, que le tome la mano y se la tenga; más aún, puede llegar sin caer en culpa por este camino de la razón hasta besalle, lo cual en el amor vicioso, según las reglas del señor Manífico, no es lícito, porque siendo el beso un ayuntamiento del cuerpo y del alma, es peligro que quien ama viciosamente no se incline más a la parte del cuerpo que a la del alma; pero el enamorado que ama, teniendo la razón por fundamento, conoce que, aunque la boca sea parte del cuerpo, todavía por ella salen las palabras que son mensajeras del alma, y sale asimismo aquel intrínseco aliento que se llama también alma; y por eso se deleita de juntar su boca con la de la mujer a quien ama, besándola no por moverse a deseo deshonesto alguno, sino porque siente que aquel ayuntamiento es un abrir la puerta a las almas de entrambos, las cuales traídas por el deseo la una de la otra, se traspasan y se trasportan por sus conformes veces, la una también en el cuerpo de la otra, y de tal manera se envuelven en uno, que cada cuerpo de entrambos se queda con dos almas, y una sola compuesta de las dos rige casi dos cuerpos; y por eso el beso se puede más aína decir ayuntamiento de alma que de cuerpo. (Castiglione, 1997, pp. 499-501)

No hará falta aclarar qué cosa sea ese “intrínseco aliento”, que puede ser también llamado alma.

El beso erótico y el pneuma hallaron también un terreno fértil en la poesía neolatina renacentista, por ejemplo, en Giovanni Pontano (2006) y, notablemente, en Janus Secundus, autoridad indiscutible en materia de besos. El primero, en uno de sus memorables Baiae, escribió:

Carae mollia Drusulae labella
cum, dux magne, tuis premis labellis,
uno cum geminas in ore linguas
includis simul et simul recludis
educisque animae beatus auram,
quam flat Drusula pectore ex anhelo,
cui cedunt Arabi Syrique odores
et quas Idaliae deae capilli
spirant ambrosiae, cum amantis ipsa
in mollis thalamos parat venire,
dic, dux maxime, dic, beate amator,
non felix tibi, non beatus ese,
non vel sorte frui deum videris?
Idem cum tenero in sinu recumbis
et iungis lateri latus genisque
componisque genas manusque levi
haeret altera collo et altera illas
quas parti pudor abdidit retractas,
mox, post murmura mutuosque questus,
post suspiria et osculationes,
imis cum resolutus a medullis
defluxit calor et iacetis ambo
lassi languidulique fessulique,
ignorasque tuaene Drusulaene
tuus pectore spiritus pererret,
tuo an spiritus illius recurset,
uterque an simul erret hic et illic. (pp. 48-50)

El pasaje –con sus besos con la boca abierta, el juego de las lenguas, los pechos jadeantes y el viaje de los espíritus al corazón– recuerda el de Aquiles Tacio y es una de las exposiciones más acabadas del beso pneumático en el Renacimiento.

El holandés Janus Secundus merecería un tratamiento más detenido. Vivió apenas veinticinco años (1511-1536), pero en sus Basia cristalizó toda una tradición de poemas sobre besos. Desde su publicación póstuma, en 1541, fueron profusamente leídos e imitados, en latín y en lenguas vulgares (Wong, 2017, pp. 136-200). El poema xiii es una de las cumbres, no sólo de la obra de Janus, sino de toda la tradición del beso pneumático. Por su exquisitez, su artificiosidad, su refinamiento, es una muestra típica de un arte que ha llegado a su plenitud y al que después sólo le quedará ensayar variantes cada vez más rebuscadas. En traducción de Graciliano Afonso, dice:

Exánime, sin vida,
De un combate de amor triste yacía
Y la fuerza vital casi perdida,
Secas las fauces, ni aspirar sabía
El aire que da aliento; era mi suerte
Ver entre negras sombras de la muerte
La Estigia, reino oscuro del Averno,
Y a Carón con su barca del infierno.
Cuando de tu hondo pecho
Me enviaste un aire suave
Que penetró derecho
Dentro de mi seco labio, un dulce beso
De la Estigia y su valle me sacaron
Y mandó sola fuese la honda nave.
Mas la barca y el viejo no tornaron
Vacíos; y llorosa corría errante
Mi sombra entre los Manes sollozante.
De tu vida una parte se escondía
En mi cuerpo, que el cuerpo sostenía,
La que ansiosa anhelaba
Por secretos arcanos ir buscando
Su antigua forma y el vital aliento
Y a los débiles miembros da alimento.
Ea, pues, date prisa, une ligera
Tu boca con mi boca, y así unidas
Dos almas en un cuerpo con dos vidas.
Cuando la muerte fiera
Observe los rigores del destino
Por una sola boca abra el camino. (Martínez & Santana Henríquez, 2009, p. 85)

La situación es deliberadamente artificial y las referencias mitológicas contribuyen a acentuar su dramatismo: tras hacer el amor, el amante ha quedado exhausto, al borde de la muerte; su aliento, casi extinto, no alcanza a insuflar aire en su corazón y ve ya frente a él la laguna Estigia y a Caronte. Nerea, entonces, lo besa con un beso que sale, literalmente en el texto original, “del fondo de sus pulmones” y humedece los secos labios de su amante, frustrando aparentemente al tenebroso emisario, que debe volver con la barca vacía.

El poeta dobla la apuesta dramática al afirmar que se equivocaba y que finalmente su alma sí iba ya camino al Hades. Esta retractación algo forzada es indispensable para exponer el núcleo pneumático del poema: parte del alma de Nerea había pasado ya, mediante el aliento contenido en el beso, al cuerpo del poeta y era ésta la que lo mantenía vivo, aunque el alma quiere huir. Sólo hay un remedio: seguir alimentándola con el aliento, o sea, con más besos, y mantener así vivo el organismo del amante. No hay aquí intercambio ni fusión; es sólo el alma de Nerea la que va a sostener dos cuerpos, pero de una u otra forma se alcanzará el ideal de la ansiada unidad. La exhortación final a unir sus labios y besarse hasta no poder más lo refuerza: una sola vida –una sola alma, un solo aliento– animará dos cuerpos.

Quiero concluir esta mínima historia del pneuma con una de las escasas obras filosóficas que se han escrito en torno al beso. Me refiero al diálogo el Delfino o Del beso, del renegado filósofo aristotélico, luego convencido neoplatónico, Francesco Patrizi. Delfino acude al filósofo para que le explique por qué el beso es tan dulce y uno de los principales placeres del amor, a lo que en vano ha buscado respuesta en los filósofos. Patrizi explica que los besos amorosos se dan en seis partes del cuerpo y de cuatro formas. Las partes son la nariz, el pecho, el cuello, las mejillas, los ojos y la boca; las formas, sólo con los labios, con la succión de los labios, con mordida y con lengua. La razón de la dulzura del beso para Patrizi (1975) no nos sorprenderá en lo absoluto: “Lo spirito dell’amata, che amante si bee in vaciando... Io dico che chi bacia si bee insensibilmente dello spirito dell baciato. Et questa è la cagione onde nel bacio si sente cotanta dolcezza” (p. 144). Más adelante, en una explicación astrológica de cómo el alma baja a la Tierra, se descubre plenamente el papel del pneuma:

L’anima humana, dopo che è da Dio creata et ha da venire a reggere corpo terreno, perchè l’incorporeo, quale è, possa a corpóreo, quale egli è l’elementale nostro corpo, congiungersi, si veste ella un ethereo corpicello, dal quale, quasi mezana, ella è dall’uno estremo di là suso all’altro di qua giù portata, et è perciò da alcuni savii huomini vehicolo e carro dell’anima chiamata. Et in questo così fatto corpo di là su di sopra i cieli l’anima nel terreno elemento discendendo, prende luminosa impresione da ciascuno de’ pianeti, per le sfere de quali ella passa; ma più da quelli ne prende, che sono in forte aspetto, e più che di tutti gli altri da colui, il quale Re de gli altri si ritruova. Dal quale ella prenda qualità, nella maniera che altri, caminando nel sole, prende di coloro fosco. Et qual hora due anime prenderanno dal medesimo Regnante pianeta, o da altro di forte lume, qualità et influsso, si saranno elle simiglianti, et da così fatta simiglianza, o da quella del temperamento, che da questa in certa guisa si fa et non dalla esteriore, nasce l’amore che io diceva. (pp. 46-47)

Al principio recordamos cómo en el Timeo se encuentran las bases de una noción que el neoplatonismo antiguo se encargaría de elaborar: el “vehículo del alma”, que se identificaría con el pneuma, que es ese “ethereo corpicello” al que se refiere Patrizi. Mencionamos que uno de los principales problemas de la filosofía griega clásica era resolver cómo algo completamente inmaterial, como se suponía era el alma, podía actuar y manifestarse en el cuerpo. El pneuma –etéreo, pero corpóreo a fin de cuentas– era la solución. Él hacía posible que se trasladaran, intercambiaran o mezclaran las almas en un beso.

En conclusión, en Occidente, a partir de la Grecia clásica, el beso erótico comenzó a asociarse a la noción de pneuma y a los procesos de respiración. De origen griego, pero profundizada por el pensamiento religioso judeocristiano, que poseía un beso de excepcional importancia en el “Cantar de los cantares”, hizo posible una de las ideas más afortunadas acerca del beso erótico: el beso como intercambio o fusión de las almas. Se desarrolla en la Antigüedad a partir del pensamiento presocrático, los análisis platónicos y aristotélicos de la respiración y la medicina hipocrática; atraviesa la Edad Media, en la que toca a los Padres de la Iglesia sintetizar las ideas clásicas con las creencias judeocristianas en torno al beso, sobre todo a partir del comentario del “Cantar de los cantares”; alcanza su apogeo en el Renacimiento, debido al pensamiento amoroso neoplatónico, y encuentra su mejor expresión literaria en la poesía neolatina. En el siglo xvi, era ya patrimonio común de las literaturas en lenguas vulgares, como muestran, entre muchos otros, los ejemplos de Garcilaso y Aldana.

Bibliografía 

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Notas

1Ambas cosas serán desarrolladas más ampliamente en un próximo libro, del que este trabajo es un adelanto.