El Pez y la Flecha. Revista de Investigaciones Literarias

DOI: 10.25009/pyfril.pyfril.v2i4.63

Seccción Flecha

Vol. 2, núm. 4, septiembre-diciembre 2022

Instituto de Investigaciones Lingüístico-Literarias, Universidad Veracruzana

ISSN: 2954-3843

Amor, furia y vejez: Escombros de Fernando Vallejo

Love, fury, and old age: by Fernando Vallejo

aLuis Alfredo Román Nieto 0000-0002-4994-418Xa

Independiente, México luisromanluisroman9@gmail.com

Resumen:

En este ensayo, se analiza la representación del amor homosexual en dos personajes ancianos: Fernando y David, subrayando las características peculiares en el universo ficcional de Fernando Vallejo: humor, desencanto, crítica social, homosexualidad y ternura. A partir de la teoría del humor de Reinaldo Arenas y la autoficción de Diana Diaconu, así como del erotismo en la vejez de Fernando Rada y Walter Giribuela, se propone que la novela Escombros manifiesta un contraste en la voz narrativa, para destacar la furia al momento de describir el terremoto de 2017, en la Ciudad de México, y para enfatizar el duelo y el afecto cuando se trata de la vida en pareja de los protagonistas, antes y después de la catástrofe.

Palabras clave: terremoto; anciano; homosexualidad; humor; Colombia.

Abstract:

This essay analyzes the representation of homosexual love in two elderly characters: Fernando and David, highlighting the particular characteristics in the fictional universe of Fernando Vallejo: humor, disenchantment, social criticism, homosexuality, and tenderness. Based on Reinaldo Arenas’ humor theory and the self-fiction of Diana Diaconu and jointly with Fernando Rada and Walter Giribuela’s eroticism in old age is proposed that the novel Escombros manifests a contrast in the narrative voice. To highlight the fury when describing the earthquake of 2017 in Mexico City as well as to emphasize the mourning and affection when it comes to the life of the protagonists as a couple, before and after the catastrophe.

Recibido: 4 de febrero de 2022.

Dictaminado: 18 de abril 2022.

Aceptado: 19 de mayo 2022.

Keywords: earthquake; elderly; homosexuality; humor; Colombia.

 

¿Se les hace impropio un viejo matando a un muchacho? Claro que sí, por supuesto. Todo en la vejez es impropio: matar, reírse, el sexo, y sobre todo seguir viviendo. Salvo morirse, todo en la vejez es impropio.
Fernando Vallejo,
La virgen de los sicarios

Han transcurrido pocos meses desde la publicación de Escombros, sucedida en julio de 2021, en Colombia, y en octubre del mismo año en México. Existe una falsa creencia de que para proponer el estudio de alguna obra debe haber transcurrido un período de tiempo significativo, como si se tratara de un filtro para advertir al estudioso y animoso lector de que, quizás, esas reflexiones que le provoca el texto son momentáneas, juicios hechos por la emoción de la novedad, “pasionales”, y carentes de la objetividad suficiente que suele solicitar la crítica sesuda cuando encuentra en las obras añejadas una mayor virtud.

Analizar un libro de hace veinte años, por ejemplo, cuya trayectoria de investigaciones ha trazado una infinidad de nuevas lecturas, por supuesto que enriquece la investigación. Lo verdaderamente osado radica en aventurar las primeras inquietudes, con el justificante de que no se ha dicho nada aún. En ese sentido, repensar lo viejo parece simple engolosinamiento.

Bajo esta premisa, Fernando Vallejo (Medellín, 1942) ha concebido un libro en el que toda descripción, metáfora o crítica es interrumpida por la glotonería del tiempo, de ese que transcurre cada vez más lento, hasta devorar. En Escombros (Vallejo, 2021), a través de una crónica del terremoto de 2017, que sacudió a la Ciudad de México, el protagonista manifiesta su soledad y desencanto luego de haber perdido a su pareja de casi cincuenta años . En las próximas líneas, se expone el análisis del enigma que significa una relación de dos hombres de edad madura, es decir, se revisan las representaciones del amor homosexual durante la vejez en una obra monopolizada por el triunfo de la muerte.

Un narrador furioso en Latinoamérica

Primero, hay que recordar que los libros de Fernando Vallejo se han caracterizado por la presencia colosal de una voz masculina que parece detestar al mundo y sus habitantes. Esta peculiar perspectiva narrativa comparte con el autor no sólo el nombre, sino la nacionalidad, el físico, la ideología, sus recelos, causas y también sexualidad. Dichas características suelen ubicar la obra del colombiano en la vertiente autobiográfica, pero esa etiqueta es dada sólo por un grupo de lectores.

A pesar de que hay una notoria y explícita presencia de elementos autobiográficos, para los académicos los libros de Vallejo se corresponden más con el concepto de autoficción, ya que sus narraciones, en la prosa vertida, están dotadas de una carga mucho más intensa de realidad, desencanto y desmesura que de la pura memoria, o sea, están dotadas de mayor literatura. Así lo menciona Diana Diaconu (2013) respecto a la singularidad en la obra de Vallejo, constituida por un pacto de ambivalencia: se trata de una fusión de “dos pactos antitéticos y simultáneos”, cuyo “resultado es este género que recibió el nombre de autoficción” (pp. 183-184). Pero esta forma no es mera retórica. De acuerdo con el estudio de Diaconu (2017), la autoficción en Vallejo podría definirse, de manera general y reducida, como una novela cuyo autor, narrador y protagonista comparten la misma identidad nominal. Según la autora, se está ante un género de gran significación cultural en Latinoamérica, puesto que llega a cuestionar y problematizar la entrada de los países de la región a la posmodernidad, con críticas bastante duras, que, como es bien sabido, forman parte de la estética provocadora del escritor. Además, la autoficción llega también para dar réplica a esa visión exótica del continente y pone en duda las narrativas impuestas por el Boom de mediados del siglo pasado.

El propio Fernando Vallejo ha negado toda presencia biográfica en su obra. Pero es necesario agregar que, en la mayoría de sus novelas, incluso en sus tratados científicos y ensayos, Vallejo suele recurrir al mismo narrador intradiegético. Se trata de un varón escritor que lleva por nombre, claro está, “Fernando” y envejece en el transcurso de cada libro.

Cierto es que el carácter referencial de sus novelas está legitimado por la posición que ocupa en la historia y las posibilidades que la subjetividad le ofrece: salpicar de datos históricos el lenguaje usado o rememorar anécdotas familiares. Pero la verdad es que las narraciones plagadas de críticas personalísimas, de coyuntura, son un imperativo en el multiverso vallejiano:

Y paso a preguntarme si David ya habría dado el viejazo cuando vino a echarnos su vistazo el dron. Viejazo llaman en México a la vejez repentina que se le viene a uno encima como un rayo. En Colombia, no tenemos término para ese horrible fenómeno por nuestra pobreza ingénita de lenguaje. Allá nacemos prácticamente mudos. (Vallejo, 2021, p. 73)

Esta estrategia ha propiciado la aparición de un género híbrido, tambaleante entre la ficción y la realidad, dotado de una retórica corrosiva, que se esmera en exponer las posturas más radicales del autor. Da luz también a una suerte de estética, una mirada determinante en Latinoamérica: la pesimista.  Sin embargo, el narrador vallejiano no está meramente rabiosos con el mundo, no “escupe por escupir”. Al contrario, su pesimismo construye. Su humor desfachatado e ingenioso es desparpajo, sí, pero también funciona cual gracia edificante. En Escombros, a pesar de regodearse en una prosa incendiaria, la historia nunca deja de cesar y, sobre todo, de mostrar los destellos de cariño incondicional al ser amado:

No timbró. No había interfón. No funcionaba. Nada volvió a funcionar. Ni en México, ni en Colombia, ni en el mundo, ni en mi cabeza. Nunca más. El daño que me hizo Dios sin irle ni venirle fue «irreparable » como se dice rápido. Nervio que se corte, nervio que se jode. Y si usted apaga un cerebro desconectándolo del todo, no lo volverá a reconectar nadie jamás, así lo intenten desde este instante en que le estoy hablando hasta el fin de la eternidad. (Vallejo, 2021, pp. 17-18)

A propósito, otro escritor, también disidente del sistema, que mantiene un símil con Fernando es el cubano Reinaldo Arenas (1943-1990). En su “pentagonía” de corte autobiográfico, Arenas utiliza un narrador en primera persona, apoderado por su voz, la de autor y de personaje. Mediante esta decisión estilística, y política, el escritor dibuja un mundo siempre al borde del colapso, ya sea por las injusticias o la soledad desbocada, pero fascinante para la imaginación, especialmente a una ejercida en un contexto carente de garantías individuales.

Los dos autores son conocidos por el uso que hacen del lenguaje y por la presencia constante del humor. Parece que se trata de la única manera de decir una realidad cuyo patetismo resulte tal que pierda efectividad al ser contada. Arenas (2013) escribió respecto al tema; lo señala como una característica de toda la literatura latinoamericana: “tal vez ese sentido del humor o la exageración forma parte de nuestra realidad y ayuda a comprender esa desmesura, ese llevar las cosas a una situación tan tensa, tan explosiva, que causa un acto de liberación” (p. 226).

Ya sea en lo que atañe a lo real maravilloso, en Reinaldo Arenas y en esa especie de hiperrealismo burgués en decadencia que se advierte en las obras de Fernando Vallejo la tendencia del humor –notable en ambos autores, unidos por una misma lengua– genera contrastes prodigiosos, que favorecen sus universos narrativos, plagados de filosofías personales:

David no podía vivir sin el refinamiento. Yo sí. Como nací pobre de familia honrada y austera... La austeridad nos venía de la pobreza, y la pobreza de la honradez. Maldita seas, honradez, ¿quién te pidió venir a mi casa? ¡Cuánto no habría preferido yo haber nacido pegado de una teta bien corrupta, mamando de la abundancia y la riqueza! El hombre sólo tiene una vida y no hay por qué despilfarrarla en honradez. (Vallejo, 2021, pp. 55-56)

Por otra parte, algunos detractores han acusado al autor colombiano de utilizar siempre esa voz de diablo dictador en todos sus libros. Mientras que con Reinaldo Arenas los personajes piensan y hablan a través del narrador, con Vallejo casi nunca se llegan a conocer las reflexiones de los otros. Su autonomía suele ser devorada por el juicio de la voz cantante. Empero esta decisión ha sido justificada por el propio autor. A lo largo de los años, ha comentado, en múltiples entrevistas, que no cree en otro tipo de narradores dentro de las historias, salvo él mismo, puesto que nadie es capaz de leer los pensamientos de los otros, ya que las opiniones vertidas a manera de tesis “no se las puedes poner a una tercera persona”. Y es así como esa voz directiva llena de movimiento el mundo durante el derrumbe:

¡Puuum! Segundo edificio colapsado en la acera de enfrente y Olivia anunciándomelo:
¡Se cayó el del señor Ripstein, don Fer!
¡Qué se iba a caer, pura histeria de mujer! Las mujeres son alharacosas y dañinas, se hacen preñar para tener hijos que tarde que temprano se mueren y se lo comen los gusanos, las llamas o los peces, según sea que lo entierren, los cremen o caigan en aguas de río , lago o mar . (Vallejo, 2021, p. 11)

Tanto Vallejo como Arenas se manifiestan extranjeros, escribiendo con la pericia más personal desde un sitio ajeno, que, al mismo tiempo, han hecho suyo, gracias a la literatura. Los dos escritores, contemporáneos uno del otro, diferenciados por la geografía, fueron llevados al exilio “por decisión propia”. Reinaldo huyó de la dictadura y persecución castrista, con destino a los Estados Unidos, y Vallejo abandonó la Colombia violenta, con destino a México, país que elige como morada. Fue ahí donde conoció al escenógrafo David Antón, su pareja a partir de entonces y hasta su muerte, en octubre de 2017.

Un viejo enamorado en México

La vejez es un tema que goza de poca difusión, no sólo en la crítica literaria, los estudios de homosexualidad o de masculinidad, sino en la sociedad misma, específicamente, cuando se trata de relaciones interpersonales. La define muy bien la canción homónima del compositor mexicano Óscar Chávez: “es la más dura de las dictaduras / la grave ceremonia de clausura / de lo que fue la juventud alguna vez.” (Chávez, 2009, 1’23”-1’38”)

Existe una furia latente en toda la narración de Vallejo. Hay dolor, crítica incisiva, desesperanza en las descripciones, aun cuando jocosas. Pero un aspecto sustancial en la historia reside en la convivencia “conyugal” entre los protagonistas: Fernando, escritor de 72 años, y David, un distinguido escenógrafo teatral, veinte años mayor.

Las relaciones homosexuales en las narrativas de ficción por lo regular suceden durante los años de juventud. No es fortuito ni propio del género: la mayoría de las historias de amor heterosexual en el cine, la televisión, el teatro y la poesía ocurren con protagonistas jóvenes o adultos que conservan cierto carácter juvenil. Piénsese por ejemplo en las mil versiones y apropiaciones del arquetipo Romeo y Julieta a lo largo de las diferentes narrativas. En las historias de amor entre varones se manifiesta una obstinación por contar romances, abiertos o ilícitos, entre jóvenes. Incluso, si se quiere aventurar una historia de sexo intergeneracional, siempre es protagonizada por un hombre mayor y un adolescente, muchas veces adoptado pupilo, similar a lo ocurrido con Fernando y Alexis, en La virgen de los sicarios, del propio Vallejo (1994); o un efebo que se introduce como el admirado objeto del deseo, tal y como se cuenta con Gustav y Tadzio, en La muerte en Venecia de Thomas Mann (1912). Además de que el relato de un hombre mayor cortejando a uno mucho más joven es de las temáticas más exploradas en la literatura homoerótica: Fruta verde de Enrique Serna (2006), El uranista de Luis Panini (2014) y Sudor de Alberto Fuget (2016), son algunos ejemplos en las letras hispanoamericanas recientes. En el cine, podrían encontrarse prototipos para el caso contrario: la comedia Beginners (2010), donde el protagonista aprende sobre las relaciones amorosas gracias a las enseñanzas de su padre, quien sale del closet a los 75 años. Y en Dolor y gloria, del cineasta Pedro Almodóvar (2019), donde se reencuentran dos hombres maduros después de varias décadas. La edad es un significante fundamental en esta tradición literaria de amantes masculinos, al menos, en algunas genealogías, como en El banquete de Platón, por ejemplo.

Gregory Woods (2001) anota en su Historia de la literatura gay. La tradición masculina:

Cuando un varón se asocia a sí mismo con la belleza corporal del hombre a quien ama, producirá hijos espirituales (tales como poesía, filosofía, el arte de gobernar), a los que los dos amantes alimentarán y cuidarán como si fuesen hijos físicos. Son descendientes destinados a ser superiores a los humanos, al ser más hermosos e inmortales. Ésta ha de ser la meta de una vida de amor, incluso para hombres que participan en relaciones reproductoras con mujeres. (p. 33)

Esta visión, evidentemente antigua, cobra sentido con el estilo de vida de Fernando y David, quienes, contra todo pronóstico de la edad y la completa ausencia de un hombre joven, continúan produciendo “hijos espirituales”. En la narración de estos periquetes, descritos también con la elocuencia característica, subyacen guiños al amor de pareja:

Me levantaba y me iba a la cocina a prepararle a David un café.
¿Cómo lo quieres? ¿Cargado o suave?
Como no contestaba por estar hundido en sus profundidades escenográficas se lo traía intermedio. Unos colibrís verdes volaban como helicópteros minusculísimos sobre las macetas florecidas del balcón y éramos felices. De repente surgió un dron de entre los árboles y se dio a revolotear frente a nuestra ventana. (Vallejo, 2021, p. 70)

Así se manifiesta un contraste tremendo, en comparación, con la energía y rabia con la que se venía narrando. El peculiar contraste aparece cuando a escena entra el ser amado. En esos instantes, la voz de Fernando, y los recursos aplicados, cambia. Entonces se revela una virtud más, que, por supuesto, desdobla los tonos de la historia: la ternura. En una paráfrasis poética al irreverente escritor chileno Pedro Lemebel (2011), la ternura es la transgresión verdadera de la masculinidad: “Y no hablo de meterlo y sacarlo / Y sacarlo y meterlo solamente / Hablo de ternura compañero / Usted no sabe / Cómo cuesta encontrar el amor / En estas condiciones / Usted no sabe qué es cargar con esta lepra” (p. 219).

El modelo de masculinidad dominante en la cultura occidental, descendiente de la visión grecorromana, descrito por el investigador chileno José Olavarría (2001), pide a varones activos, fuertes, duros, aptos para el trabajo pesado, la guerra, el mando. De cuerpos que puedan ser sometidos a prueba, cuerpos para defenderse de otros y proteger a las mujeres. Los hombres, en el imaginario de América Latina, son los que ejercen el rol de proveedor en el hogar; seres autónomos, que toman las decisiones; seres dominantes y agresivos. Entonces, si se señala a la masculinidad como la rudeza con que estaba siendo expuesta la novela, puede verse que al vértigo y al ruido, en los episodios del duelo y la catástrofe, los silencian la calma y la ternura, completa violación al ideal caduco de hombría, en los momentos de intimidad que conciben David y Fernando en su casa de Ámsterdam 122:

Pasé entonces a preguntarle si creía que yo tenía principios de alzhéimer, si notaba algo raro.
–Lo más mínimo –contestó–. Estás maravillosamente bien de la memoria.
¿Entonces por qué se me estaba olvidando en este momento el apellido de Morley, si he estado hablando de él, aunque no era judío ni fabricante de drones sino de muebles?
¿De qué Morley me estás hablando?
–Pues de Morley Web.
¡Pues el apellido es Web, lo estás diciendo !
¡Qué memoria la tuya, David! Con razón estás tan tranquilo. Ojalá yo la tuviera así de vivaz. Se te vienen las palabras del cerebro directamente a la boca sin tener que pasar por el abecedario como me pasa a mí [...]. Y esa calma que te caracteriza, David, esa confianza tuya en el suave discurrir del mundo que a mí me falta... (Vallejo, 2021, pp. 70-71)

Una parte de los lectores más radicales ha dicho que los libros de Fernando Vallejo no llegan a ser verdaderamente disruptivos, en cuanto al asunto lgtb se refiere, a diferencia, por ejemplo, de las obras de los mexicanos Luis Zapata o José Joaquín Blanco, según porque la mirada hacia el asunto gay que plasma el colombiano siempre es superficial y autoritaria, abatida, sin mencionar misógina, actitud con la que es conocido el autor. Sin embargo, hay que precisar que aquella sentencia, aunque válida, no deja de ser simplista, es decir, lo destacable en la narrativa de Vallejo radica, precisamente, en que el asunto gay no se maneja como núcleo de la historia. Se sabe que las tramas de sus novelas no van sobre una búsqueda, ni asimilación, ni vivencia de la identidad. Se hace hincapié en que sus protagonistas, aunque ocasionalmente se rodean de muchachos, tienen una visión lejana de la juventud. Al autor le es imposible omitir los detalles, los roces, las anécdotas y los chistes del mundo homosexual, del que de cierta manera forma parte: los toca sin escándalo. Esa es la virtud: la naturalidad con la que viven los personajes que llevan su nombre. Cabe agregar también que El desbarrancadero, una de las novelas más importantes de Vallejo (2001), tiene como temática central la lucha de su hermano contra el sida.

Y es así como la presencia de tales elementos en la producción literaria, quizá no cruciales, pero sí destacados, afirman el trabajo de Fernando Vallejo como un puerto importante para la literatura gay deLatinoamérica, caracterizada, principalmente, por la homosexualidad trágica.Más que una etiqueta o una clasificación, la literatura gay de Vallejo trata de una voz que no esconde la naturaleza de sus invenciones, pero sin pretender ser un mártir. Queda claro en una escena, que recrea a detalle los objetos de la casa al instante del siniestro:

La cabeza del arcángel fue a dar a la mano del demonio, que gracias al terremoto la cachó como un balón. Otra talla colonial, un San Antonio de no sé qué, creo que de Padua, quedó recostado contra una pared, con la cabeza en su lugar pero sin un brazo. Los ceniceros de la mesita de centro que David había ido juntando durante una vida y que Olivia sacudía uno por uno a diario y los ordenaba gastando una hora de su precioso tiempo, empolvados y en plena dispersión. Mi Steinway de Hamburgo (mejor que los de Nueva York y muchísimo más caro), a un paso de irse por el ventanal de la sala como se había ido el otro en el terremoto. Y el piano cuadrilongo de los tiempos de Chopin que David usaba como mesa de exhibición para su colección de fotos dedicadas a él por los grandes artistas con los que había trabajado, vuelto un caos de portarretratos destrozados. [...]. Una vida entera en astillas, en añicos, en pedacitos, la de David, y arrastrada por la suya la mía. De no creer. Mis ojos que tanto han visto se me salían de las orbitas tratando de abarcar la magnitud del desastre. Astillas y más astillas. (Vallejo, 2021, p. 15)

Esta escena, fuera del desastre evidente, puede ser leída a partir de la sensibilidad homosexual, singularizada por la acumulación de materiales y piezas artísticas, que poseen un fuerte valor simbólico, estético y emocional para el protagonista y su pareja, a quien, sin tapujos, sigue mencionando como parte esencial de su vida. Aunado a ello, otro rasgo sugestivo, que contribuye de igual forma a la mirada gay en la novela, es el pudor. Y esto en Escombros es transgresor . No hay relaciones sexuales en la historia, ni muestras de afecto físico explícito, como serían los besos, arrumacos, caricias o abrazos. Fernando, el personaje, suele ser muy pudoroso cuando narra las secuencias de intimidad con David. Parece un poco contradictorio que una narración tan vívida y “sin pelos en la lengua” no muestre, ni a manera de recuerdos, algún escenario que refiera a la vida sexual de los protagonistas. Esa decisión sólo ocurre con dichos personajes, pues al describir relatos del pasado Vallejo deja muy en claro su lujuria y conocimiento del mundo homosexual “libertino”:

La Industria Farmacéutica es una hampona. Compite con la Iglesia Católica. Me tomé las pastillas con varios litros de agua y me inyecté los viales usando y rehusando las jeringuitas. ¿Y qué creen? Seguí como si nada, preocupadísimo por la grave situación del mundo. ¡Qué ridículo el que hice ante mí mismo! No sé cómo tengo pantalones para contarlo aquí, soy un verraco. Y todo por no tener tres miserables poppers a la mano, pero es que la Ciudad de México no es Nueva York donde los conseguía en los baños turcos gays que frecuentaba un día por semana, religiosamente, como misa los domingos los católicos. En esos baños limpísimos y atestados de virus y bacterias, comulgaba varias veces en una sesión. Y precedía las comuniones con inhaladitas de popper. (Vallejo, 2021, p. 194)

Es prudente recordar que una de las características, y legado, de la literatura homosexual es que nunca ha escatimado en insinuaciones o descripciones eróticas. Piénsese, desde el origen, en la poesía pederasta griega, pasando por la literatura del libertinaje del siglo xvi, Óscar Wilde, hasta Paradiso de José Lezama Lima (1966), todos ellos ejemplos escandalosos para su época, todos con una juventud, a veces indirectamente, protagonista.

Según como dicta el sentido común, los cuerpos en la vejez expresan inutilidad. Se trata de cuerpos incapaces de erotizarse: no hay nada sensual ni sexual en ellos. Sin embargo, de acuerdo con Fernando Rada (2011) los viejos, al no cumplir con los preceptos estipulados de belleza, en donde la mirada erótica se concentra en la sexualidad genital o en los rasgos físicos, enfocan su erotismo en otras dimensiones. Las muestras de afecto y cariño se expresan a través de la imagen de experiencia, las conversaciones largas, la mera compañía y los contextos de dulzura cotidiana. A este respecto, David y Fernando mantenían una relación lujuriosa, sostenida por los intereses intelectuales de uno y vocacionales del otro, a veces no compartidos, pero tratados con la más sincera comunicación, que ellos mismos habían creado, o sea, eran fecundos en engendrar “hijos espirituales”:

Le hablaba de múltiples cosas: de física, astrofísica, Sócrates, Platón, Aristóteles, o de mi compasión por los animales, que tanto sufren. Y compasión también por ustedes, por nosotros, que también sufrimos, hijos todos de mujer, víctimas de nuestras madres y su lujuria paridora. ¿Por qué se tendrán que hacer empanzurrar estas bestias bípedas con inyecciones de semen venenoso? No lo logro entender. «¿Qué opinas de estas tesis mías, David? –le preguntaba–. ¿Estás de acuerdo?» Contestaba con una larga «Aaaaaaaah». Poca atención me prestaba. Tenía preocupaciones, «pendientes» de solución urgente, como digamos el desbordamiento del mar sobre los espectadores de Palacio de Bellas Artes de México (templo mundial de la ópera), en Los pescadores de perlas de Bizet, cuya escenografía, vestuario, iluminación, efectos especiales y tramoya corrían a su cargo. (Vallejo, 2021, pp. 68-69)

Es así como los pensamientos de David, concebidos por Fernando, quien conoce detalladamente la profesión de su pareja, conviven en la narración intradiegética, para dar cuenta del universo personal de ambos, anotación que podría apostarse como una muestra de afecto por parte del narrador. El sentimiento toma postura de confirmación, no presente en el posible deseo erótico, ya que las ganas de tener sexo podrían ser transitorias, pero el cariño permanece inmutable. El duro Fernando declara el amor en sus propios términos, palabra que jamás aparece escrita en la novela, al menos no dirigida a ninguno de ellos dos. Lo que hay es una confesión conmovedora, que concentra la tragedia, el porvenir, la vida en México, y, desde luego, la premisa de que todo amor verdadero, según Vallejo (2021), es doliente:

Medio siglo viví en México por no dejarlo a él, porque no concebía la vida sin él. No sé si él tampoco la concebía sin mí. Nunca se lo dije a él, ni él me lo dijo a mí, tal vez porque lo obvio sale sobrando. Día a día me ayudaba a vivir y mi más grande terror era perderlo.  Pocos años antes de su final me encontré a Brusca extraviada en la calle y me la traje al departamento como un consuelo para los dos, para tratar de llenar el vacío que nos había dejado Quina, Quinita amada. Sus ojos quedaron abiertos tras su muerte, no pude cerrárselos, y me seguirán persiguiendo abiertos, desde la nada eterna, hasta que yo entre en ella. (p. 40)

Un viejo solitario en Colombia

Una máxima curiosa, tal parece que sacada del cliché popular, es la que sentencia que los homosexuales o mujeres, al estar solteros a cierta edad o viudos, se hacen de un acompañante animal –un gato, un perro o un ave. Al encontrarse sin descendencia, en muchos de los casos retornan a la familia de origen, con padres, si los hay, hermanas, hermanos, incluso con sobrinos. Walter Giribuela (2016) aclara al respecto que la diversidad sexual ha sido pensada durante mucho tiempo desde una perspectiva heteronormada y patriarcal, que implica extrañeza y cosificación. El homosexual escapa a la lógica heterosexual porque se trata de “ese componente exótico que se apartaba de la norma esperada, del sendero de la normalidad, pero al que la vida cotidiana nos acercaba, independientemente de la intención de hacerlo” (p. 120). Entonces, esta doble diferenciación lo conforma como un individuo fuertemente contradictorio. En el caso del personaje de Escombros, éste halla su retorno al hogar en la compañía de la perrita Brusca:

Después de las muertes de Argia, Bruja, Kim y Quina me hice el propósito de no tener más perros por el dolor que me produjeron sus muertes, intolerable. Pero mientras subía supe que el nuevo encuentro había decidido por mí el resto de mi vida. Mi adopción de la nueva perra me quitaba la última libertad que me quedaba: la de matarme. Ya no podía morirme dejándola huérfana, tenía que seguir viviendo para evitarle toda angustia y todo dolor, tenía que vivir mientras ella viviera. (Vallejo, 2021, p. 45)

Después de la muerte de David, Fernando y Brusca emprenden el viaje de regreso a la natal Colombia. Brusca representa otro elemento notable en esta autoficción, pues se trata de la mascota real del autor. Hay que recordar que una de las causas por las que es famoso Fernando Vallejo es por su defensa de los animales. Prueba de ello es que, en 2003, donó el estímulo económico que le otorgó el premio Rómulo Gallegos a un albergue para perros en Caracas. Igualmente, en 2013 se hizo acreedor al premio de la fil Guadalajara y donó los 150 mil dólares a dos beneficencias caninas en México. Parece incongruente que un escritor de labia mordaz y erudición luciferina, antinatalista, ateo, apartidista y con libros que tratan sobre la violencia, la blasfemia y la prostitución, pregone una defensa exhaustiva hacia los animales.

En Escombros, el amor de un viejo que se quedó solo se transforma, como su furia colosal, cuando aparece Brusca. La perra refuerza nuevamente la ternura, el apego y la familia que Fernando parecía haber perdido. Regresa cierta esperanza al desencanto del narrador, pero no por seguir con la existencia, sino por responsabilizarse de la existencia de otro ser vivo. A pesar del dolor por la muerte del amado, el personaje halla un justificante, y un motor, para no quitarse la vida:

Pocos años después David moría de muerte natural imparable, unos meses de ocurrido el terremoto, también imparable. Murió porque no orinaba bien. A lo cual le tengo terror, lo confieso. La vida del hombre no tiene nada de largo, se va muy rápido, con rapidez tediosa. Muy aburrida se me hace. Estoy harto de libros, de cine, de hombres, de mujeres, de disgustos, de placeres, de lo que sobre o de lo que falte, y especialmente del sexo, que considero una enfermedad neurológica que les daña la cabeza a quienes la padecen. (Vallejo, 2021, p. 72)

En la sociedad, la vejez es representada como decrepitud física y mental, asociada a un estado de decaimiento y espera. Fernando Vallejo ahonda en ello, en el tiempo, cocodrilo listo para saciarse. Fernando sabe que ya no tiene motivos ni intereses ni sensaciones para seguir. No tiene nada. Pero seguirá. No por el recuerdo de David, que es lo que más le duele, sino por la perrita Brusca, que, por decirlo así, representa sus causas sociales. El temor por ella es su pendiente y también su lucha.

Conclusiones

Ha pasado poco tiempo, menos de un año, desde que se publicó Escombros hasta la escritura de este artículo. En las primeras reseñas, se ha apuntado que se trata de un soliloquio sobre la vejez, poderoso, pero sin anotar nada nuevo ni definitivo sobre ella, mucho menos algo acerca de la homosexualidad. ¿Acaso hay que decirlo? La novela de Vallejo exuda sabiduría, claro, sin eliminar las irresoluciones de la edad. El escritor convence cada vez más a su personaje, y quiere convencer a los lectores, de que no hay argumento suficiente para honrar a la vejez, ni siquiera por el trabajo de una vida, ni por la memoria de un amor. No obstante, la clave para suprimir la soledad y el aburrimiento no se halla escrita en las cavilaciones del personaje, sino en sus acciones.

A lo largo de este análisis, se dio cuenta de cómo la furia en el tono de la narración es contrastada por una voz cálida, emocional y detallista cuando se describen las vivencias entre la pareja. Parece ser que la singularidad, en una relación homosexual de ancianos, reside, en el caso de este libro, en focalizar esa historia cotidiana en otros aspectos de la intimidad: las pláticas o debates sobre la misma condición de senectud, pero sin ahondar nunca en terminologías del amor. Ese sentimiento queda más que evidenciado cuando se pasa medio siglo en mutua compañía .

Escombros, último libro de Fernando Vallejo, es una historia gobernada por la tragedia, un recordatorio de la muerte inminente, un testimonio del duelo; de igual modo, un cántico desmesurado, dividido en dos lenguas, la del aborrecimiento y la de la ternura. Es una narración gigantesca, que confirma que aun en medio de las ruinas pueden hallarse motivos para seguir.

Bibliografía

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