El Pez y la Flecha. Revista de Investigaciones Literarias

DOI: 10.25009/pyfril.pyfril.v2i4.77

Seccción Flecha

Vol. 2, núm. 4, septiembre-diciembre 2022

Instituto de Investigaciones Lingüístico-Literarias, Universidad Veracruzana

ISSN: 2954-3843

Claudia Peña Claros: una lenta poética en un mundo veloz

Claudia Peña Claros: a slow poetic in a fast world

Mónica Velásquez Guzmán 0000-0003-2977-7318a

aUniversidad Mayor de San Andrés, Bolivia mbvelasquez@umsa.bo

Resumen:

En este trabajo, se analiza la construcción de una poética de la lentitud, en el libro de cuentos Los árboles de Claudia Peña, tomando en cuenta tres rasgos: la descripción, el detalle y el goce verbal a partir del ritmo. A contrapelo de un mundo afligido por la velocidad, esta escritura ralentiza el tiempo para priorizar el proceso de cada acción en vez de su sitio en la secuencia narrativa y la dificultad de los personajes para elaborar lo que les sucede antes que sus relaciones concretas o sus perfiles acabados. Se inicia con una descripción de los recursos, para llegar a una posición autoral de resistencia y de apuesta por el lenguaje de lo viviente en su multiplicidad.

Palabras clave: lentitud; narrativa boliviana; descripción; detalle; goce verbal; ritmo.

Abstract

This work analyzes the construction of a poetics of slowness in the book of stories Los árboles of Claudia Peña taking into account three features: des-
cription, detail and verbal enjoyment from the rhythm. Against the grain of a world afflicted by speed, this writing slows down the time to prioritize the process of each action instead of its place in the narrative sequence and the difficulty of the characters to elaborate what happens to them before their concrete relationships or their finished profiles. It begins with a description of resources, to reach an authorial position of resistance and commitment to the language of the living in its multiplicity.

Keywords: slowness; bolivian narrative; description; detail; verbal enjoyment; rhythm.

Recibido: 24 de mayo de 2022.

Dictaminado: 30 de mayo 2022.

Aceptado: 6 de junio 2022.

 

En lo que va del siglo 21, la narrativa boliviana ha asistido a un auge de escritoras/es de alto nivel, que alcanzan una mayor circulación que sus predecesores. Edmundo Paz Soldán, Giovanna Rivero, Magela Baudoin, Maximiliano Barrientos, Sebastián Antezana, Mauricio Murillo, Juan Pablo Piñeiro, Oswaldo Calatayud, Rodrigo Urquiola, Liliana Colanzi, Rodrigo Hasbún, Wilmer Urrelo, entre otros, dan un giro, que no sólo implica una mayor internacionalización, también consolida mundos ficcionales diversos y un rigor escritural digno de celebrarse. Entre ellos, destaco, en esta ocasión, a Claudia Peña Claros (1970), quien es escritora en varios géneros. Publicó, en poesía, Inútil ardor (2006) y Con el cielo a mis espaldas (2007); la novela La furia del río (2010); y los volúmenes de cuentos El evangelio según Paulina (2003), Que mamá no nos vea (2005) y, el más reciente, Los Árboles (2019), del que me ocuparé en este trabajo. Si en los primeros libros explora el cuerpo y la sensualidad, en la novela y en el último libro de cuentos focaliza su atención en una comprensión más relacional entre lo viviente, trátese de humanos, árboles, animales o plantas. Más relevante que los temas o las anécdotas –que están siempre en segundo plano–, esta escritura prioriza y exige detenerse en el lenguaje, demorarse en él. La lentitud, el detalle descriptivo y el goce verbal son tres aspectos que dan cuenta de una poética que, robándole velocidad al mundo de hoy, lo aquieta para asentar experiencias, para comprender lo que va sucediendo, para atender al mundo material y concreto. Recurriré, en cada caso, a pensadores que, perteneciendo a familias teóricas diversas, me son útiles para precisar conceptualmente la descripción de la obra.

Describir o habitar la lentitud

En el primer cuento, “El destello”, un hombre va a su muerte desde que recibe el impacto de una bala hasta que cierra los ojos y exhala. Desde que el disparo le cala el cuerpo, él va sintiendo la pérdida de su integridad física, pero el narrador no acaba de informarnos qué le pasa y más bien va retrasando esos segundos al máximo, deteniéndose en los detalles, como veremos más adelante, y en lo potente de las sensaciones:

no pensaba en encontrar sus manos ni tampoco pensaba que se le habían ido, porque seguían pegadas a sus brazos y sus brazos a sus hombros, porque seguía estando completo, entero él, aunque lanzado hacia atrás, completo a pesar de lo caliente que le brotaba. (Peña Claros, 2019, pp. 13-14)

Vivir la pérdida de integridad en cuanto algo ha penetrado el cuerpo y lo ha herido sólo genera empatía e identificación con lo que pocos habrán sentido, un balazo, por efecto de la demora en las sensaciones: en principio, la de sentir que la unidad del cuerpo se va rompiendo. Además de la experiencia de caer hacia la muerte propia, su conciencia sobre los eventos y su significación, ese cuerpo herido pierde su movimiento hidalgo. Se nos describe como

trastrabillar. perder el equilibrio. Un cuerpo se asoma al abismo pierde tierra y empieza a caer, inútiles los poderosos músculos, los pies un poco en el aire, el minúsculo rozar de la tierra ahí abajo y él piensa no me puse las botas. (Peña Claros, 2019, p. 14)

A la herida física, acompaña el azar del pensamiento hacia lo que pudiera parecer inútil: el detalle de las botas, lo expuesto de los pies descalzos. Y es que en vez de que el narrador afirme que el personaje muere, dice: “empezaba a dejar de ser” (p. 15). De nuevo aquel fulgor que acaba con la vida se alarga en las sensaciones, en las defensas de la razón ante la pérdida de la vida. La demora en la narración no sólo retarda la muerte para el hombre herido, también desplaza y descentra la descripción, moviendo la focalización del hombre hacia el entorno. Con precisa lentitud, se mira:

Los árboles, que todo lo ven, parecían suspendidos en el aire, ¿sienten apego los árboles?, cuántos años habrán tenido. ya estaban ahí antes de la casa, antes de las vacas y sus mugidos, antes de las cadenas y los desbrozadores. por sobre esos árboles habían pasado muchas lluvias y muchos vientos lunas, y cuando había bosque, animales salvajes también los ritos y las jaurías los meses de criar de cazar la violencia de buscar la vida. altos y firmes, habían sido escondrijo y nido, habrían visto la fuerza y la muerte, su silencio repentino, cuántas veces, como los días y sus sonidos sus olores de cada hora. detener el flujo, no alcanzan sus manos. (Peña Claros, 2019, p. 18)

Morosamente, sin puntos o con éstos, seguidos de minúscula, el ritmo se ralentiza. Se piensa desde lo humano y desde la pregunta por la percepción de lo arbóreo. El tiempo se triza en varias modalidades, es decir, ante el minuto fulgurante se superpone el tiempo que todo lo ha atestiguado, largamente, en la historia extensa de la naturaleza, infinitamente más amplia que el paso humano por el mundo. La piel calada, la vida herida de muerte ya ha sucedido, puntual, pero la conciencia se demora en saber, en palpar la entrada de la muerte en la piel y en el órgano:

ya todo estaba roto, pero él no lo sabía. los flujos milagrosos, los eficientes túneles, los constantes latidos, todas aquellas asombrosas conexiones y la mecánica de los tejidos, todo empezaba a tropezar y caer, y un colapso era seguido por otro, a pesar de las alarmas y los protocolos de emergencia, todos activados y funcionando, pero ya retrasados e inútiles ahora. (Peña Claros, 2019, p. 19)

En este fragmento, aparece algo nuevo y es que ni la forma ni la temporalidad de los órganos avanzan: inútil ya sería pedir nada a la razón. Ni alarmas ni protocolos sirven ante ese instante en que todo se abre y se calla y se muere. El tiempo de la muerte hace los demás tiempos inútiles, siempre tardíos.

En el último relato, “El bosque”, también la muerte ha ido tomando uno a uno a los muchachos que han creído poder domesticar el bosque y pasar por él en modo aventurero. La única que va sobreviviendo, la narradora, también percibe que hay dos tiempos: uno lento, que ya los ha ido tomando, y otro rápido y apresurado, del jadeo y del miedo, que todavía no llega a la quietud de la conciencia. Así narra:

hay un agua que sin darnos cuenta empezó a resbalarse por entre las ramas, desde los tallos y sus hojas hasta nosotros, contra nuestras cabezas, sobre nuestros hombros. es una lluvia que tal vez sea fuerte y estrepitosa allá arriba, con rayos que iluminen la corona del bosque inacabable, pero que apenas nos llega como gotas de vapor, tan bajo donde estamos. (Peña Claros, 2019, p. 117)

La sutileza del agua, que podía haber alertado para que salgan de ahí a tiempo, no ha sido percibida. Ese pretensioso descuido, en cuanto los actores se suponen más fuertes que el terreno que transitan, va morosamente tomando unos cuerpos que acabará ahogando. Al tratar, ya vanamente, de salir, y tomando conciencia de que no será con vida, todo se retarda más: “Qué sentido tiene voltear a los costados para prevenir el ataque de algún tigre, o escudriñar entre las hojas. ¿Acaso nosotros sabemos mirar en este mundo palpitante?” (p. 118). En este caso, se suma, a la lentitud, la certeza de dos saberes, que no coinciden para salvar la vida: el saber sobre especies y amenazas y el saber leer esta zona salvaje no coincide con el saber citadino, que cree estar ejecutando un plan de excursión y de excepcionalidad en su rutina. Ese conocimiento rápido e intelectual desconoce otro, más lento, más primigenio y perdido en la modernidad. Los personajes son analfabetos respecto del entorno. La narradora lo va descubriendo mientras corre y se detiene e intuye que debió atender a este mundo desde otras lógicas. Inútil cualquier defensa, el mundo y el tiempo se detienen en la rendición: “un mosquito se aferra a mi oreja. Ahora son dos, pero no importa. El brazo no se mueve.  La mano no palmea. La oreja no reclama el escozor salvaje que se hunde en mi cráneo. Hay que desparramar el dolor” (p. 123). Cuando el cuerpo va entendiendo, siempre antes que la conciencia o más veloz que ésta, ya nada puede salvar o moverse.

La palabra puede interrumpir al tiempo, hasta dar al momento de muerte la extensión de su asimilación, de su comprensión. Los narradores abren un paréntesis en ese acto terminal para, dotándolo de gerundio, devolverle una posibilidad de proceso. La consecuencia es conceptual: ¿cuánto demorará el saberse muriendo?

En un artículo sobre Los árboles, Cristina Rivera Garza (2020) apunta sobre esta morosidad: “En lugar de desarrollarse, la narración aquí se atasca o se desvía y, como tal, impide la confirmación inmediata de significado alguno. La narrativa aparece aquí como un dispositivo anti-narrativo, que se pliega, en lugar de desplegarse, sobre el tiempo”. De ese repliegue sobre sí, de ese impulso anti-narrativo, se expande, más bien, el lenguaje, en su esplendor y en su ritmo. Volveré a ello.

No en vano, Raymundo Mier Garza (2012), en un texto de reflexión sobre la lentitud, advierte que “no surge sino de una asimetría reconocible. La lentitud deriva siempre de la experiencia reflexiva acerca de la asimetría patente de fuerzas, que se confronta con otras tensiones, otros movimientos, otras memorias de movimientos u otros hábitos” (p. 151). “El destello” y “El bosque” van dando cuenta o poniendo en escena la llegada de la muerte sobre los cuerpos, en concreto. En ambos, un cuerpo se debate entre lo que le va sucediendo –en gerundio– y lo que ya lo ha acabado. Asimétrica e inútil, la vida peleándole a la muerte. Asimétricos también, los sentidos en alerta, erizando la piel y excitando la conciencia, que no podrá detener nada, pero que, auxiliada por la narración plegada, demora ese instante único del morir en el despliegue de sensaciones que permite todavía mirar o ser mirado, palpar, pensar en los detalles que quedarán irresueltos; ir cayendo o huyendo, en vano, del momento que, en verdad, ya sucedió.

Porque son muchas las vivencias que no lograremos entender, sino sólo sentir sensorialmente, la lentitud da cuenta de la perplejidad, orillándose “a la inmovilidad, a la crispación o al aturdimiento” (Mier Garza, 2012, p. 152). Y es que, a diferencia del aceleramiento que transcurre deslizándose, a decir de Byung-Chul Han (2015), como “un tiempo sin acontecimientos ni destino” (p. 22), “el vértigo de la lentitud se alcanza con el rechazo del movimiento, con su imposibilidad, con su extinción” (Mier Garza, 2012, p. 152). Y qué es la muerte si no la alteración o la interrupción del flujo vital. De alguna o de varias maneras, “la demora intensifica el sentido de la espera, de lo inminente, pero confiere un acento a los rasgos que se abren al acontecimiento” (pp. 154-155). En un mundo veloz, la muerte suele ser planteada o concebida como una impertinente interrupción en la carrera. Sin embargo, es en la llegada de ese instante repentino donde todavía asentamos el hallazgo de sentido a un transcurso vital. Quizá por ello los personajes de Peña Claros, expuestos a la experiencia de morir, y por la potencia de la fabulación literaria, pueden demorar, ampliar la distancia entre el hecho y su aquilatamiento, elaborador de sentido o toma de conciencia. La demora narrativa permite pensar la muerte.

Si bien es el contexto el que destaca una valía o una minusvalía de la lentitud, como apuntan Ruiz Moreno y Aca Cholula (2012), el segundo caso tiene sus caracteres:

la lentitud, como valor de suficiencia, intensifica un espacio y un tiempo para favorecer la vivencia retenida de un acontecimiento, la apertura de la memoria, la absorción de un saber o la expansión del conocimiento; todo lo cual hace de los sujetos o los objetos que la poseen, actantes plenos de competencia para actuar en el mundo y transformarlo. En este caso, es la rapidez la que se considera como falta de lentitud, de serenidad y ponderación en lo que acontece. (p. 51)

La valía del detalle

Macedonio Fernández (1967), en su incomparable Museo de la eterna novela, advertía de la escritura novelesca entendida más allá de un afán por los desenlaces. Su meta puede alejarse de los finales, las historias estructuradas o los lugares inmóviles de los personajes que, en esa obra, entran y salen de la ficción. Como ya lo adelantaba Rivera Garza (2020), esta escritura no pacta con la tradición de la trama y el final, no pacta con la direccionalidad. Se desvía.

Será curioso volver a un elemento narrativo muy “decimonónico” como el detalle en las descripciones para rastrear los sentidos de la demora no dados desde la digresión, sino desde lo aparentemente insulso, menor. Roland Barthes (1987) podría ayudarnos a pensar:

el detalle absoluto [...] debe fatalmente toparse con anotaciones que ninguna función (por indirecta que sea) permite justificar: estas anotaciones son escandalosas (desde el punto de vista de la estructura) o, lo que aún es más inquietante, parecen proceder de una especie de lujo de la narración, pródiga hasta el punto de dispensar detalles “inútiles” y elevar así, en determinados puntos, el coste de información narrativa. (p. 180)

¿Qué es ese lujo de disfuncionalidad en medio de un mundo del aceleramiento y el rendimiento como el que vivimos?, ¿qué es ese costo narrativo que Peña Claros decide derrochar? Continúa Barthes (1987): “la descripción aparece, así, como una especie de ‘carácter propio’ de los lenguajes llamados superiores, en la medida, aparentemente paradójica, en que no está justificada por ninguna finalidad de acción o comunicación” (p. 181). Un gasto de lenguaje que dirige la mirada sobre sí, apartándola de la historia. Gesto/gasto poético que se permite el desvío de llamar la atención sobre el despliegue verbal, sobre lo nimio, lo que rodea los hechos o los acecha de sinsentido. Cuando el falleciente mira sus pies descalzos, preguntando si alguien los sabrá reconocer, o cuando una espantada muchacha va transitando la espesura vegetal entre los cuerpos ya muertos de sus compañeros, pero se detiene en la sensación del agua en la espalda, estos detalles, que parecen distraer y que no aportan al avance de la trama, sino a su detención, toman un primer plano. Desvío respecto de lo central, pero revelador en su carácter de indicio o de minucia que explica o sostiene o adelanta algo. Esta atención en el detalle que pauta, que detiene el flujo narrativo, provoca una reflexión sobre el lenguaje mismo, empantanado en una aparente insignificancia. Veamos cómo funciona esa distracción del detallista en otros de los cuentos.

En “Lazos”, una perra “amarilla” –homenaje a Donoso (1970), cuya novela El obsceno pájaro de la noche presenta a un animal con ese rasgo y es la encarnación del deseo– corre seguida de la “leva” de perros ansiosos de deseo y de hambre. A ella la guía otro instinto, el de su memoria, que, guiada por el olor, va hacia el patio, el horno, el pan y lo que allá hubo; va al pasado y, en ritual alianza con la luna, algo de su añoranza se conjura, alejando y espantando a todo el deseo grupal, que sale corriendo. Ella, la perra, “percibió que bajo sus garras esta tierra permanecía extrañamente caliente”, “ella husmeaba en medio del caos” un detalle, el que va guiando su olfativa memoria. Su carrera no es frenada por nada ni nadie, quizá porque ya está conectada con un “algo” que “esperaba y dormitaba calentando las cosas” (Peña Claros, 2019, p. 32). Miradas esas cosas con “ojos de animal”, “se arrebataron y temblaron, se desordenaron, gimieron” (p. 33). Y allí, frente al pan, el pan deviene otra cosa: un signo, un detalle de significación: “Era apenas un pan viejo, que, como lo que guardamos oculto pero latente, al alumbrarlo, se resquebraja y muere, así lo que él contenía empezó también a resquebrajarse y morir” (p. 34). No se explicita en el relato la relación entre la luna y el pasado, pero algún orden previo cae y se altera cuando memoria y detalle se encuentran. Si el olor del pan trae y revive todo lo pasado, lo latente, despertado por el recuerdo, alumbrado, se dice, por el reencuentro, cae hacia su resignificación o su insignificancia. Como la luna, personaje secundario, pero central en su carga simbólica, que desaparece justo cuando se precisa de ella, porque se necesita una señal, un desciframiento de sentido, en la historia se revela más bien su ausencia.

En “Cosas”, es una cucaracha la que con su mera presencia, un detalle, acabará alterando todo: desde los lazos familiares, en su exigencia y/o devastación, hasta la autonomía simbólica de la protagonista. En éste, una madre y su hijo son empujados por la enérgica voz de la abuela a limpiar la casa, poner en ella el orden cultural, dado por el dictado materno: “que mira cómo tienes tu sala, tanto desorden, tienes que darte tiempo” (p. 53), “deberías hacer una reparación general” (p. 58). Una vez cumplida la exigencia, y vaciada la casa, no será el orden lo que se revele para madre e hijo, sino otra cosa: en ese vacío, que ahora sí se puede mirar y significar, nace un detalle, imperceptible para el lector y eludido por la narración. Sólo vemos sus efectos, la reapropiación de otro orden, otra lógica, por fuera del mandato cultural o, por lo menos, al margen de éste. Lo desacomodado, e incluso sucio, de la vivienda es revelado por una cucaracha. En el detalle de sacarla y limpiar y obedecer los mandatos del cuidado, la protagonista y el hijo descubren lo propio, lo que nadie más deberá o podrá ocupar en su espacio. ¿Qué es la cucaracha?, ¿un detalle, una pista, un síntoma?

En otros cuentos –como “Niño”, en el que un hombre amanece con un infante aferrado al puño de su camisa, o en “Bicicleta”, donde la visión de un hombre chupando una naranja o la estructura de un edificio en construcción detonan el deseo, o en “Cuarto”, donde una noche en la que su marido no llega detona para la protagonista la certeza de un cambio de destino–, son siempre pequeños detalles los que desencadenan una acción, pero se retiran inmediatamente. La estructura del cuento no ajusta ese hecho desarrollándolo en su trama; lo suspende, o lo olvida, o lo desconecta del desarrollo. En la relevancia que marca el narrador sobre cada uno de esos detalles sólo expande el goce del describir, del mirar con detenida atención algo menor que, en su inocencia, podría cifrar todo lo que podría haber acontecido, lo que el cuento podría haber contado.

Queda en el lector un par de imágenes: una rueda de bicicleta anunciando un cuerpo, un cuarto rodeado de gritos y estrechez o habitado secretamente por cucarachas. Queda de estos relatos un efecto de sensación alargada, de una concentración que, desatendida, nos apartaría no del saber qué pasó –no importa–, sino de qué más había allí... si una señal, si un indicio...

En palabras, nuevamente, de Cristina Rivera Garza (2020):

el lenguaje de Peña Claros roza pacientemente, generosamente, con la máxima precisión, la superficie de todas las cosas. No hay prisa. Nunca la hubo. El lenguaje entra en los animales y los mata, y la roca y el fuego, o deambula entre ellos, llevando la descripción y la conexión a niveles más complejos. (Destello, párr. 3)

Si la lentitud evidencia un hiato entre la vivencia y la experiencia, la asimilación o elaboración de lo sucedido, el detalle encarna la advertencia sobre lógicas subyacentes, que rodean, problematizan o incluso sabotean una explicación secuencial, racional o única de los eventos hacia un sentido apresurado y único. Ahora bien, ¿cómo se hace significar la demora o rendir al detalle?, ¿cómo no caer en la insignificancia o el aburrimiento, que podrían más bien acusar de falta de pericia a la autora en cuestión? Una respuesta radica en el pilar de esta poética: el lenguaje, su degustación.

Engolosinarse con el lenguaje o sus ritmos

Es probable que para el hábito lector sea la poesía el género que con más libertad explore la presencia del lenguaje en el decir. Aclaro: en los versos, que escavan sobre sí mismos y no dirigen sus significantes hacia ningún sentido final, es el lenguaje lo que ocupa un primer plano. Un poema no cuenta, no refiere; diríase que lengüejea. Leyendo a Claudia Peña Claros no sólo aflora la certeza de que estos cuentos fueron escritos con la densidad verbal de una poeta y también de que más central que los asuntos propios de la narración aquí prima la atmósfera, lo plurisémico de las imágenes, las asociaciones y, muy centralmente, el ritmo. Alerta de ello la puntuación, que –como se pudo apreciar en las citas– llena de comas los párrafos o directamente omite éstos, en un fluir verbal incontenido. A los puntos seguidos los sigue una minúscula, que burla su pausa. En fin, en estos relatos se oye la cadencia de lo oral y se palpan, muy concretamente, los ritmos de las existencias que habitan este mundo ficcional. El ritmo de las narraciones no refuerza la direccionalidad hacia un clímax, que, luego, se distienda hacia el desenlace. Al bajar el pulso, intensifica el suspenso y dirige la atención hacia lo suspendido, hacia el lenguaje mismo.

Si las modalidades que se dan al tiempo sujetan algo de su fluir, en esta poética se puede apreciar cómo el manejo de, por lo menos, dos o tres ritmos propicia que el acontecimiento avance y que, paralelamente, la elaboración lo retarde, abriendo un boquete que, calado en la horizontalidad del relato, lo atrasa en su resolución. Al pensar ese concepto, decía Octavio Paz (2006) que “Todo ritmo es sentido de algo. Así, pues, el ritmo no es exclusivamente una medida vacía de contenido sino una dirección, un sentido. En efecto, el ritmo no es medida, sino tiempo original” (p. 57). Por su parte, Brik (1999), ya a inicios de siglo, explicitó cómo, habitualmente, se lo concibe como “repetición periódica de elementos en el tiempo y el espacio”, definición que el teórico matiza al señalar que “el ritmo es un movimiento mostrado de una manera particular”, por lo que debe distinguirse entre “el movimiento y el resultado del movimiento” (p. 107). Si el ritmo es la presencia del tiempo, el resultado de un movimiento, en estos relatos lo es de lógicas que se interceptan, se interfieren, desordenando la marcha de la secuencia narrativa, desplegándola en detalle o lentificando el instante.

Un ejemplo concreto radica en la manera en que una pregunta irrumpe el relato y queda como un desvío sin desarrollo, insinuado y perturbador, en la medida en que no lleva a ninguna parte. Mencionábamos ya que en el primer relato mientras el protagonista va sabiendo de su estado muriente se pregunta: “¿quién te reconocerá por los pies?” A partir de allí, la muerte demorada –que el lector acompaña morosamente– deviene, además, una reflexión, da a pensar no sólo en el cuerpo, ya sin interioridad, ni psiquismo, ni conciencia, sino en el que seremos como parte, como indicio de algo para quienes nos amaron. La pregunta ha logrado lo que la muerte misma instaura: la duda, el temor del olvido.

Otro mecanismo son las enumeraciones, que dotan a los cuentos de ritmo y de velocidad, que siempre se acaba frenando. En “Destellos”, se lee: “ya nada sería ni lo que había estado por ser ni lo que venía siendo ni la música ni el beso ni el aliento o el ir a su casa y esperarla” (Peña Claros, 2019, p. 21). Como toda enumeración, ésta aspira a cubrir un área de sentido completo, es decir, que se dé cuenta de todo lo que habita ese espacio-tiempo. Sin embargo, suele ser que el último término desvía la serie. ¿A quién espera él?, ¿había en esa historia una mujer?, ¿quién?, ¿por qué no sabemos de ella?

En el cuento “Niño”, aparece otra manera de ritmo. El hombre ve entorpecido su ritmo diario por ese niño pegado a su mano:

Yo antes llegaba rápido a cualquier sitio. Caminaba por la vereda, cruzaba las calles, había gente que iba más lento y que se iba quedando detrás. Yo podía adelantar a la mayoría. No pedí esto. No quiero la mano que cuelga de mí, ni la cabeza allí abajo, siempre a mi costado. El brazo delgado y ajeno, que se vaya, que me suelte, que se aleje. (Peña Claros, 2019, p. 37)

En este caso, el personaje menor de edad, cuya intención y sentido nunca sabremos, pegado al hombre no sólo encarna una metáfora crítica de las filiaciones y sus mandatos de eterno compromiso; también encarna una alteración de ritmo, de sentido anterior para el personaje adulto. A él se adhiere como objetivado, como un “esto” no solicitado. Tiempo de lo vivo, de lo circunstancial e imprevisto que suele ser, altera la certeza del trayecto domicilio-calle-trabajo-domicilio.

De los tres relatos sobre des-amores, destaco “Mundo”, que de manera estructural alterna dos ritmos, dos tiempos en paralelo: una pareja que termina su relación amorosa mientras en la tele se ve cómo un grupo de gente casi lincha a una mujer, acusándola de haber delinquido. La turba, como los perros en “Lazos”, encarna un acoso violento y la narración igual acelera y detiene su aliento. Mientras la televisión transmite la persecución y una voz pide “¡Suéltenla!, ¡Suéltenla! ¡Ayuda, la están pegando!”, “la ciudad se va quebrando. Hace unas semanas aparecieron panfletos pegados en las paredes alrededor de la plaza, era una lista que llevaba el título Muerte civil para los traidores, debajo los nombres de gente que yo conozco” (Peña Claros, 2019, pp. 95-96); y paralelamente, esa pareja asume que “todo está estancado” en su relación (p. 98). Ese tiempo de crisis es simultáneo al mundo “acabándose” y a la cacería de la mujer en las noticias. Al yuxtaponerse, se revelan tres cadencias de alteración y de resquebrajamiento. La persecución se acelera y se agudiza de violencia; la relación entre esas mujeres se va rompiendo, en la medida en que una no puede poner palabras a su compromiso y la otra no puede sino afianzarse en el reproche. El mundo se vuelve violento y la ciudad se separa en bandos opuestos ideológicamente, que marcados por banderas –que son otra forma de exigir compromiso, en este caso ideológico– dividirán para siempre lo unido. Ni una mujer en su barrio –en todo caso, enfrentada a él–, ni una mujer en su amor –más bien confrontada a su inminente separación–, ni un ciudadano en su país –a punto de quebrarse en dos irreconciliables ordenamientos y cosmovisiones–, nada permanece. La petición de oportunidad para que una libere la vida lejos de la violenta turba, para que dos se amen de nuevo o para que el país se reúna alrededor de lo común, se agrieta por impotencia. En este caso, el trabajo sobre el ritmo es central, pues estructura el relato en sus tres capas: amenaza de linchamiento, de divorcio y de guerra civil. Ahora tampoco es relevante el desenlace de cada historia, sino su yuxtaposición, que una más otra más otra coloca a las historias paralelas, hasta literalmente asfixiar la vida en común, con otros y sus diferencias. La simultaneidad de la agresión en las calles, de la ruptura en el amor o de la división política en el país es una caja de resonancias que se van afectando mutuamente. Nada se dice de los finales, pero la demora se establece justamente en el sitio de lo indecible, allí donde todas esas violencias convergen. La atención en una desvía la demanda de desarrollar las otras. El pulso se acelera.

Finalmente, en el cuento que cierra el volumen, “Bosque”, los verbos adquieren el tono profético de la sentencia:

Cuando yo siga avanzando, muy pronto las ramas se cerrarán detrás de mí, las hojas deberán de moverse y el aire volverá a detenerse, como si nada hubiese atravesado nunca ningún sendero. Las hojas podridas en el suelo se tragarán mi huella y todos los hedores de mi cuerpo se desvanecerán en la humedad. No quedará ningún rastro que pueda seguir, ninguna huella para buscar y saber por dónde. Entonces también él se irá diluyendo en ese árbol. Desde arriba caerán las hojas y los desechos que irán cubriendo su cabeza y sus hombros, y su llorar agudo se enredará en las raíces y con ellas se arrastrará por el suelo, hasta confundirse y ser uno con el todo. (Peña Claros, 2019, p. 125)

De la muerte singular de un hombre atravesado por una bala, y sacado del mundo común, a un grupo que va dejando lo común justo cuando caen, de a uno, en su muerte, este volumen de cuentos nos expone a lo devastado y, al mismo tiempo, a la evidencia de lo arborescente que comunica a humanos, animales, plantas, árboles e incluso piedras. Como en los pulmones, como en las raíces, todo se afecta mutuamente. De ello, dan cuenta una mirada morosa y demorada en su decir, detallista hasta la ansiedad, rítmica en la percepción del mundo como un sitio asimétrico de fuerzas. El jadeo de un herido, el de una chica que escapa de la muerte en el bosque o de otra que sale de su duelo al deseo de un encuentro casual. La rabia con que se vacía una casa limpia, la lenta noche en que una niña mira el río desbordarse y aprende a perder. La despedida rápida con que alguien sale del cuarto, del grito, de la asfixia del desamor. El desenfreno de las turbas, sean éstas caninas o humanas. El ritmo del deseo también acechando. En este mundo ficcional, el ritmo, que es tiempo, ordena los alientos, su duración y su significancia. Poco se sabe y poco interesa contar. Más bien se explora con el despliegue del lenguaje mismo, en su posibilidad de narrar el mundo, de experimentarlo, de comprenderlo.

Cierre temporal

¿Qué implica esta poética de la lentitud? ¿Cómo opera esa demora, que no cae en la distracción o en la renuncia a la narración, pero tampoco se regodea en un sentido al que basta arribar? ¿Tal vez más bien en una sensación? Del otro lado de la aceleración, que desde la modernidad tomó nuestro anhelo temporal, la lentitud habla elocuentemente de una crisis, por la cual todo sentido se diluye o es puesto en suspenso y, consecuentemente, en una narración que también rompe con una angustia de duración.

La escritura de Claudia Peña Claros podría leerse como una apuesta por la atención o incluso la contemplación, dada doblemente: desde una historia que no acaba de contarse, que no es prioritaria para la narración, y desde el rodeo por otras existencias, cuyas temporalidades, como la de los árboles o las piedras, no pactan con el encadenamiento secuencial de los instantes, pero tampoco con la direccionalidad de un tiempo sucesivo. Si bien es verdad que “Una velocidad demasiado baja [...] genera un atasco que impide cualquier movimiento” (Byung, 2016, p. 43), algo de esa construcción demorada, que lentamente retoma su trama y la lleva a finales de relato, generalmente abiertos, plantea más problemas, que no se agotan en la superficie o la indecisión del narrador. Si bien el filósofo acierta en apuntar la detención como un posible fracaso, en este mundo ficcional, la demora más bien logra su propio entrecortado ritmo, haciéndolo doble o plurisémico. Más que tender hacia el reposo u optar por la desaparición del trayecto hacia algún desenlace de la historia narrada, y pese a que evidentemente existe una “des-temporalización narrativa” que “no permite que tenga lugar ningún progreso narrativo” (p. 47), el rol de contar historias no sufre el apremio de llegar o de concluir, sino el de ir pensando mientras cuenta. Algo de ensayístico y algo de poético interrumpen lo narrado. Ambos géneros posibilitan una apertura, una digresión. Se piensa sin llegar a concluir si los árboles saben de nosotros humanos o si nosotros, en tanto especie, carecemos de habilidades para leer esos signos-lenguajes de otros modos de vida, por ejemplo. Ese “progreso”, de hecho, puede carecer de relevancia, igual que la angustia, porque esta narración no obedece el mandato eficaz de llegar al fin de una historia y, sí, puede que “el narrador se demora en los acontecimientos más pequeños e insignificantes, porque no sabe distinguir qué es importante de lo que no lo es” (p. 47), pero la indistinción entre lo relevante y lo accesorio puede no ser tan indeseable.

Si, como vimos, la lentitud descriptiva, la estructuración a partir de los detalles y el ritmo como tempo que establece analogías constituyen rasgos centrales, es porque subyace a ellos una pregunta central por la manera humana de comprender y habitar el mundo, sin necesariamente orientarse por una tensión narrativa. Se apuesta por una demora, que podría ser mal apreciada por la avidez lectora, pero que entra en consonancia con otras existencias, otros alientos, que, consecuentemente, exigen otras maneras de contar, no tributarias al avance. Pero ¿cómo se habita la lentitud –de-morar, habitar– en un momento histórico que prioriza la velocidad, fomenta el miedo a perderse de algo, exige la acción rápida? Tal vez una poética de las sensaciones, de la palabra, que parece más oral –diciéndose de manera intransitiva– que escrita o fijada, de una rebeldía ante la censura a la irrelevancia, pueda sostener otra modalidad del tiempo: la de la demora. Esta poética afecta o desafía la lectura, no por lo original o ejemplar de los temas, no tampoco por un estilo y su maestría –o no solamente–, sino por la sugerencia de las ideas planteadas en proceso, de las imágenes en su potencia y de la apuesta por existir intensamente entre otras cosas y especies. Existir entre ellas, no sobre ellas, ni regidos por una racionalidad superior que todo lo ordene y jerarquice. Más cerca de la posición del ensayista, más bien se trabaja y propone un contar pensando o un narrar mientras se desarrolla un circunstancial pensamiento. Afín es también con la perspectiva del poeta, que aporta un goce de lenguaje “disfuncional”, vertido sobre sí mismo. Conjugando diversas posiciones, esta escritura, como la de varios de sus contemporáneos, desborda algunos o varios parámetros del canon genérico literario y cifra, en ese despliegue de posibilidades escriturales, otra manera de comprender el mundo, a partir de las licencias de toda ficción. No hay en esta poética una nostalgia por tiempos pre-modernos, dados al letargo y al detalle; tampoco subyace a ella una valoración negativa de los momentos actuales. Pero llama la atención su modo de demorarse allí donde debiera avanzar narrativamente. Con un trabajo casi cinematográfico por parte de los narradores, se interviene el flujo de hechos, en favor de un ralentizar que prioriza lo intersubjetivo en sus silencios y lo procesual del mismo acto de morir o ir muriendo, por ejemplo. Ni la violencia ni la tecnología aprietan acelerador alguno en esta palabra.

Si, como ya nos reveló Paul Virilio (1997), la duración “piensa”, visibiliza o explicita nuestra relación con el mundo, en este caso ese nexo demanda y, a la vez, posibilita una densidad o intensidad que coloca en suspenso el desarrollo o la culminación de lo planteado. No se trata de un retraso en la acción, más bien de un paréntesis temporal, una franja que evidencia otra modalidad temporal, para mirar lo que pasa al lado y no delante, progresivamente. De alguna manera, abrir esos resquicios es reconocer que lo percibido desborda siempre su reporte, su nombre, y el sentido que le damos inmediatamente. Así, entrar en la muerte no es el encuentro de la bala con el órgano o entrar en el deseo no es un fundir un cuerpo en otro, sino el borde del calor, de la señal, de la pregunta de doble intención y, sobretodo, del alargar lo más posible una mano cerca de la otra, pero no todavía con ella. Dicho de otro modo: esta es una poética que dice esperar el momento de un acontecimiento, para desplegarlo, agrandarlo o expandirlo, pero no en las dimensiones, sino en la intensidad, en su desfondarse hacia adentro.

Bibliografía

Barthes, R. (1987). El susurro del lenguaje. Barcelona: Paidós.

Brik, Ó. (1999). Teoría de la literatura de los formalistas rusos. Ciudad de México: Siglo XXI.

Donoso, J. (1970). El obsceno pájaro de la noche. Barcelona: Seix Barral.

Fernández, M. (1967). Museo de la eterna de la novela. Buenos Aires: Corregidor.

Han, B.-CH. (2015). La salvación de lo bello. Buenos Aires: Herder.

Han, B.-CH. (2016). El aroma del tiempo. Buenos Aires: Herder.

Mier Garza, R. (2012, enero-junio). Fragmentos sobre la lentitud. Tópicos del Seminario, 27, 147-228.

Paz, O. (2006). El arco y la lira. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica.

Peña Claros, C. (2019). Los árboles. La Paz, Bolivia: El Cuervo.

Rivera Garza, C. (2020). ¿Acaso nosotros sabemos mirar en este mundo palpitante?: una escritura geológica de Claudia Peña Claros. Literal. https://literalmagazine.com/do-we-even-know-how-to-look-on-this-quivering-world/

Ruiz Moreno, L. y Aca Cholula, J. O. (2012, enero-junio). Variaciones de la lentitud. Tópicos del Seminario, 27, 49-90.

Virilio, P. (1997). La velocidad de liberación. Buenos Aires: Manantial